La misantropía de Patricia Highsmith
Pero el retrato del desasosiego que provoca la culpa, llamó la atención del cine antes que esa recreación meridiana del mal que viene siendo Tom Ripley desde hace 75 años, con el rostro de cualquiera de los tres intérpretes, que sucedieron a Delon en la recreación del más sublime de los malotes que en la... Leer más La entrada La misantropía de Patricia Highsmith aparece primero en Zenda.

Admiro sobremanera a Patricia Highsmith por su misantropía, porque aborrecía al manido Hemingway —un cómplice del estalinismo agazapado tras la filantropía de su cita, al redoblar de las campanas, de John Donne— tanto como la comida casera: cenaba un litro de cerveza y un tazón de caldo de pastilla; admiro a la gran Patricia Highsmith porque siguió escribiendo infatigable, alcoholizada y sola, cuando se supo con las horas contadas. Grande entre los grandes del relato criminal, tengo a esta mujer en lo más alto de mi mitología personal porque concibió a Tom Ripley para expresar todo el desprecio que le inspiraba esa moral, que envanece a quienes se jactan de vivir en su observancia estricta. Puesta a ello, desde que su gran creación asesinó y suplantó a Dickie Greenleaf, este asesino objetivo viene turbando la conciencia de lectores y espectadores por igual. A unos desde la edición príncipe de El talento de Ripley (1955); a otros, desde que Alain Delon inauguró la galería de actores que habrían de incorporarlo en lo sucesivo al recrearlo en A pleno Sol (1960). Aquella obra maestra del gran René Clément fue la primera vez que el cine lo adaptó.
Diez días después de la publicación de su primera novela, Extraños en un tren (1950), Hitchcock adquiría por 6.800 dólares los derechos de adaptación al cine. Nada más lógico si consideramos que El mago del Suspense, a quien siendo un niño su padre enviaba a una comisaría a recapacitar sobre sus faltas, fue, de entre todos los realizadores clásicos, el más preocupado con la mala conciencia.
Pero aquello que para la gran Patricia parecía un futuro prometedor en Hollywood —tras ser adaptada por Hitchcock con tan solo 28 años cabía augurarle una filmografía de versiones estadounidenses tan extensa como la de Cornell Woolrich— no fue así. Ciertamente hubo adaptaciones televisivas para la antena de su país, pero fue en Europa donde sus ficciones inspiraron las cintas memorables. Tras Clément, los realizadores del viejo continente —desde finales de los años 70 con regularidad— comenzaron a versionar las inquietantes ficciones de esta autora tejana que brilló solitaria, como la estrella del estado que la vio nacer, en el panorama del noir de la segunda mitad del siglo XX. De aquellas primeras cintas europeas sobre la obra de Highsmith, cumple recordar El asesino (Claude Autant-Lara, 1963). Un reciente visionado de Las dos caras de enero (Hossein Amini, 2014) me ha devuelto al universo de mi admirada Patricia Highsmith. Hay dos cuestiones a las que vengo dándole vueltas desde entonces.
El primero de esos asuntos es la superficialidad con la que, desde ciertos sectores de la nueva sensibilidad frente a la literatura policiaca, se incluye a Highsmith en el mismo paquete que a Agatha Christie, Ruth Rendell, P. D. James y el resto de las autoras del género que, según sus colegas más recientes, se vieron obligadas a escribir como hombres porque la literatura escrita por mujeres no era tenida en cuenta por los prejuicios seculares que obraron contra el sexo femenino. Hace unos años tuve oportunidad de entrevistar a la italiana Antonella Lattanzi —Una historia negra (2017), Las cosas que nunca se cuentan (2023)…— y eso precisamente fue lo que me dijo.
Sinceramente, no creo que exista ese supuesto punto de vista masculino en Highsmith. No hay duda de esa masculinidad de la mirada de Agatha Christie en los casos de Hércules Poirot —que no en los de Miss Marple—, de Ruth Rendell en los del inspector Wexford o de P. D. James en los de Adam Dalgliesh. Partiendo de la base de que Highsmith no retrata a policías ni a detectives, que buscan la verdad en el clásico mundo donde todo es mentira o podredumbre, el cantar es muy distinto en lo que a mi dilecta respecta. Bien es cierto, los delincuentes que protagonizan las novelas de la estadounidense son hombres. Pero, a mi entender, no obedecen a los roles clásicos masculinos, que a grandes rasgos pueden resumirse en dos: el héroe —o el antihéroe, que al cabo es igual— y el villano. Son villanos, en efecto, pero se deben a una ruindad que no tiene nada que ver con esa subjetivación masculina que critica esa nueva sensibilidad, que no es sino ese neofeminismo que tiene en la novela negra uno de sus frentes principales.
Vayan por delante los respetos que me merecen tanto el neofeminismo como el feminismo clásico. Pero a mi entender, la focalización masculina del suspense psicológico de Patricia Highsmith no tiene nada que ver con el debate entre los sexos. Se debe únicamente a la misantropía de Highsmith. Si hay algo en lo que coincidimos todos los comentaristas de su obra es en que era una mujer prácticamente asocial. Y no es de extrañar tanto odio al mundo, en su conjunto, si se considera que su madre quiso abortarla ingiriendo aguarrás mientras la gestaba. Por lo demás, la vida de Patricia fue tan tortuosa como la del resto de las personas nacidas y crecidas en una sociedad que les persigue por su condición sexual. Nada que ver con las tres inglesas citadas anteriormente, cuya imagen última —al menos la que la historia de la literatura policiaca nos da de ellas— es la de tres plácidas viejecitas que imaginaban intrigas criminales bajo un punto de vista masculino para que sus lectores estuvieran entretenidos; miss Highsmith escribía para perturbar las conciencias. Es más, asociar a mi dilecta a las llamadas “damas del crimen” es olvidar que en El precio de la sal (1952), su segunda novela, la más destacada de las ajenas al policiaco, versa sobre el lesbianismo. En el epílogo de su edición postrera, la dada a la estampa en 1989 bajo el título de Carol y firmada por ella misma —la primera fue con el non de plume de Claire Morgan—, escribe: “Me alegra pensar que este libro les dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse”.
El segundo de ese par de asuntos, a los que vengo dando vueltas tras mi regreso al universo de Highsmith, es la forma en que ha cambiado el final de sus adaptaciones cinematográficas desde que la censura ha dejado de operar en las pantallas occidentales. Una vez más, hemos de repetir que, la inquisición contra el cine hasta mediados los años 70 del amado siglo XX, no operó sólo en la cartelera española.
A diferencia de Agatha Christie, Ruth Rendell y P. D. James, que concebían sus ficciones en base a una intriga que atrapase a sus lectores, mi favorita lo hacía para regocijarse en la vileza de esa sociedad que la despreciaba, de la que se había marginado en su retiro europeo, del que no salió ni para dejarse admirar por sus lectores. La vileza, que no el enigma en torno al cual giraba la obra de las inglesas, era la materia literaria de la estadounidense.
Naturalmente, tanto afán de retratar el mal sin pamplina alguna no tardó en topar con la censura. Ya en su segunda película, la primera adaptación de El talento de Mr. Ripley, la ya citada A pleno sol, los inquisidores impusieron que el cadáver de Dickie Greenleaf fuese descubierto fortuitamente por la policía. Aunque esto no merma en modo alguno la calidad de la cinta, una auténtica obra maestra, no es así como acaba la novela, El talento de Mr. Ripley (1955), ni la también espléndida adaptación de Anthony Minghella, estrenada en 1999 con el mismo título que el texto original. Los de la versión de Clément, aún eran los días en que el crimen siempre pagaba en las películas.
“Ripley sólo mata cuando hay alguien que verdaderamente se interpone en sus planes”, me decía un amigo de mis primeros años de cinefilia, que coincidieron con las primeras lecturas de Patricia Highsmith. Creo que estaba en lo cierto. La suerte de Dickie Greenleaf nos lo demuestra. ¡Ay de aquel que esté a punto de desbaratar un fraude del amigo americano! Es entonces, y solo entonces, cuando Ripley mata. En otro caso, prefiere regocijarse en la creación artística, escuchar a Lou Reed, hacer vida junto a Heloise. Única y exclusivamente mata cuando es estrictamente necesario. De ahí que a mí se me antoje en él cierta objetividad.
Tom Ripley, como el Chester de Las dos caras de enero, es más de fraude que de atraco a mano armada, más amoral que psicópata. Y lo más desconcertante —y singular en toda la historia del relato criminal— es que, en contra de lo sugerido en el final impuesto en A pleno sol, consigue salir adelante con sus fraudes e ir medrando en la vida. En las últimas entregas del ciclo —Tras los pasos de Ripley (1980), Ripley en peligro (1991)— el veterano estafador y suplantador de identidades vive en su retiro francés de Villeperce-sur-Seine, a solo doce minutos de Fontainebleau, junto a su esposa Heloise, cuando el crimen vuelve a reclamarle.
Esa amoralidad que gravita en el discurso de Patricia Highsmith dificultó sobremanera sus primeras adaptaciones cinematográficas. Con todo, fue el origen de obras maestras como Extraños en un tren (1951), la adaptación de Hitchcock. Sin embargo, tuvo que desaparecer la censura de la pantalla para que las andanzas del infame señor Ripley, y demás fulleros de la norteamericana, se convirtiesen, de puro frecuentes, en un subgénero del noir actual. Los días en que debió ser adaptada en Hollywood eran los de los rigores del Código Hays. Así, la literatura de mi dilecta nunca hubiera podido inspirar cintas tan superficiales como Las nieves del Kilimanjaro (Henry King, 1952) o tan sensibleras como El viejo y el mar (John Sturges, 1958), u otras versiones de Hemingway, a quien, empero, redimo en mi mitología personal por el amor que profesó siempre a Madrid, mi amada ciudad.
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