La Edimburgo de Muriel Spark y la señorita Brodie

Me ha encantado pasear por Edimburgo junto a Muriel Spark y su novela cumbre: La plenitud de la señorita Brodie. Sin embargo, lo que ha sido aún mejor, aunque me cueste admitirlo, es la forma en la que he caído en la gran trampa de la autora sin apenas darme cuenta. Es cierto que empecé... Leer más La entrada La Edimburgo de Muriel Spark y la señorita Brodie aparece primero en Zenda.

Abr 10, 2025 - 06:04
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La Edimburgo de Muriel Spark y la señorita Brodie

Decía la escritora escocesa Muriel Spark, en boca de su personaje Jean Brodie, que la plenitud nos llega en un momento determinado de nuestra vida, pero que debemos esforzarnos en reconocerla o pasará de largo. Y que luego hay que exprimirla hasta sacarle el máximo partido. Sin embargo, ¿hacia dónde debemos dirigir esos esfuerzos? ¿Cómo saber si ya estamos inmersos en ella, y así poner todo nuestro empeño en disfrutarla, o si todavía no ha llegado? Porque asumo que no podemos, o no debemos, concluir que pasó de largo. Que vino y se fue sin que nos diéramos cuenta. Eso nos sumiría en el más profundo de los desánimos.

Me ha encantado pasear por Edimburgo junto a Muriel Spark y su novela cumbre: La plenitud de la señorita Brodie. Sin embargo, lo que ha sido aún mejor, aunque me cueste admitirlo, es la forma en la que he caído en la gran trampa de la autora sin apenas darme cuenta. Es cierto que empecé a sospechar que algo no iba bien durante las últimas páginas, pero cuando ya era tarde; cuando la mano que se disponía a darme el merecido tortazo estaba ya alzada, a punto de sacudirme la cara.

Tortazo que picó bastante.

"Pues la realidad era que Brodie, al encontrarse inmersa en su plenitud, sabía lo que era realmente importante y lo que no, y las educaba en la moral y los valores que habrían de llevarlas lejos"

Llevo mucho tiempo convencido de que lo mejor de los viajes son los ratos libres que quedan entre actividades, por eso cada vez hago menos planes antes de llegar a destino. Me da igual no verlo todo. Ya volveré; o no. Qué más da. Donde realmente disfruto, aunque suene raro, es en el aeropuerto, y durante el vuelo, y en los trayectos en autobús, y en el hueco que queda desde el desayuno hasta el comienzo de las visitas turísticas o en el descanso tras el almuerzo; esto es, cuando no hay nada que hacer y me quedo embobado pensando en lo que ya he visto y en lo que me queda por ver, echo mano de mis libros, me pongo a charlar si viajo acompañado u observo lo que pasa alrededor.

Así que, como decía, leí casi un tercio de La plenitud de la señorita Brodie ante la puerta de embarque de la T1 de Madrid, con la lluvia arreciando fuera. La historia transcurre en la Edimburgo de los años treinta del pasado siglo, en la escuela femenina Marcia Blaine, donde una profesora algo excéntrica, Jean Brodie, escoge cada curso a un selecto grupo de alumnas a las que educa especialmente. Me metí rápido en la trama y me encontré paseando por la escuela con las seis que había elegido aquel año, que se llamaban Sandy, Jenny, Mónica, Mary, Eunice y Rose; acudí a las clases de canto y de dibujo, asistí a sus primeras charlas y disputas, observando cómo despertaba en ellas un desdeñoso interés por la sexualidad y, por encima de todo, fui testigo de cómo Jean Brodie, que se hallaba en la plenitud de su vida, las moldeaba mediante historias propias y ajenas —sobre todo propias— durante las clases, en los pasillos y hasta fuera de la escuela, pues las invitaba a su casa o cafeterías a tomar el té. También las llevaba a los tres bancos dispuestos alrededor de un gran olmo que había en el jardín de la escuela. Igual que hacían en el aula, cuando salían a dar las lecciones bajo aquel árbol cogían un libro de historia o de lengua para, si venía alguien, fingir rápidamente que estaban inmersas en el estudio de tan importantes materias.

Pues la realidad era que Brodie, al encontrarse inmersa en su plenitud, sabía lo que era realmente importante y lo que no, y las educaba en la moral y los valores que habrían de llevarlas lejos. Y cuán afortunado era yo de poder seguirlas en ese camino, me dije cuando cerré el libro antes de despegar. A ver si aprendo algo. O si descubro cuánto queda para que llegue mi plenitud.

La cosa pintaba bien.

Al aterrizar, enganchado ya a la novela, quise saber más sobre la vida de Muriel Spark. Me había informado antes sobre ella, pero sólo para elegir cuál de todos sus libros me acompañaría a Escocia. Ahora investigué más a fondo. Me sorprendió saber que, pese a nacer allí, sólo vivió en Edimburgo hasta los diecinueve años; después se casó y se fue a Rodesia del sur, la actual Zimbabue, y más tarde, tras dar algunas vueltas, acabó viviendo en Italia hasta su muerte. Sin embargo, además de en esta, las alusiones a la Edimburgo y Escocia de su niñez son constantes en varias de sus obras. Es curioso cómo la juventud se nos queda insertada hasta los tuétanos; no hay nada que nos marque tanto.

"Recorrimos la costa Este en autobús pasando por el puente Forth Bridge, el precioso pueblo de Falkland, St. Andrews, su prestigiosa universidad y la inmensa playa en la que se rodó la película Carros de Fuego"

Llegamos al hotel al atardecer, soltamos las cosas y dimos un paseo. Esta vez he venido acompañado: tengo la suerte de compartir viajes, casa y vida con una magnífica profesora de secundaria, así que mientras avanzaba con la lectura le iba contando sobre cómo la señorita Brodie se apoyaba en su ameno conservadurismo para enfrentar tanto desmán protestante y libertino y cómo, debido a su plenitud, seguía formando al grupo de forma que se diferenciase del resto, haciendo que sus alumnas potenciaran esa individualidad con la que llegarían lejos, mucho más lejos que los demás. Las niñas de Brodie no desarrollaron espíritu de equipo y, cuando pasaron a secundaria, no se unieron a colectivo alguno. Ese aire solitario e independiente que desprendían hizo que fueran las más populares del instituto.

Ella me miraba extrañada, como si algo no le cuadrase.

Yo seguía entusiasmado; el método de Brodie me parecía una maravilla.

El segundo día nos fuimos de escapada. Con un sol radiante haciendo brillar las verdes praderas de la campiña escocesa, recorrimos la costa Este en autobús pasando por el puente Forth Bridge, el precioso pueblo de Falkland, St. Andrews, su prestigiosa universidad y la inmensa playa en la que se rodó la película Carros de Fuego; y, para el final, lo mejor: el castillo en ruinas de Dunnottar, construido sobre una enorme roca frente al mar, al cual entramos y donde me lo pasé como un crío —véase mi cara en las fotos—.  Las dos jornadas restantes las pasamos callejeando por Edimburgo y visitando sus parques, iglesias, museos, tiendas, cafeterías y pubs. En estos últimos se comía de escándalo, como el Greyfriars Bobby’s bar, que hacen referencia, respectivamente, al cementerio y al perro que correteó por allí junto a su guardián. Vimos atardecer en el castillo, fuimos a la National Gallery a saludar a Velázquez, Murillo, Goya, Zurbarán y El Greco; al museo de los escritores, donde me encontré con los clásicos escoceses a los que Spark menciona repetidas veces en la novela: Walter Scott, Robert Luis Stevenson y Robert Burns; nos perdimos por el precioso barrio de Dean Village y recorrimos la vera del río, subimos al mirador de Calton Hill y, de vuelta hacia la Royal Mile, mientras atravesábamos nuevos barrios y avenidas, yo veía, o quería ver, la escuela Marcia Blaine en todos los colegios o institutos de piedra y ladrillo rojo con los que nos cruzábamos, y a las niñas de Brodie en los tumultos de estudiantes uniformadas que entraban y salían de ellos, aunque las de ahora no llevaban pamelas como las de hace un siglo, ni vestían de violeta; y también me imaginaba al grupo dando largas caminatas por aquellos barrios junto a su profesora y callejeando por la ciudad vieja hasta entrar a tomar el té en una cafetería de, por ejemplo, la céntrica plaza de Grassmarket.

"Ahora sé que estoy en mi plenitud cuando voy a jugar al tenis, leo en mi sillón amarillo de Ikea o me trago por centésima decimoprimera vez la trilogía de El Señor de los Anillos"

Uno de los mejores puntos de la obra es que la autora da grandes saltos hacia adelante en el tiempo para ir contando lo que será de cada una de las alumnas de Brodie cuando se hagan mayores. Esto debió haber sido una pista para mí, porque casi al principio anticipa que una muere de adulta en un incendio y, más adelante, describe cómo otra es víctima de un hombre que la aborda cuando camina sola por la ciudad y la invita a ver algo que tiene consigo. La niña, por desgracia, se acerca pensando que el hombre ha recogido un pájaro caído de un nido. Si hubiera estado menos atontado —quiero pensar que de contento— por el viaje, esos detalles me habrían disparado las alarmas. También me habría olido mal que una alumna, cuyo nombre omitiré por no hacer más spoiler, vaya resaltando lo ridículo del método de Brodie con mayor ímpetu a medida que crecen y la traicione años después hasta hacer que la expulsen del colegio. Y es que la niña se fue dando cuenta, cada vez más alarmada, de que Brodie revivía sus historias amorosas a través de ellas, las utilizaba para obtener información sobre los amoríos que tenía con otros docentes e incluso planeaba —aquí es cuando me caí del buro— manipular a una de ellas para convertirla en la amante de un profesor del que Brodie llevaba toda la vida enamorada, y con el que no pudo tener nada porque estaba casado.

Qué habilidad tuvo Muriel Spark para caminar al borde de la ironía sin caer en ella. Cuán delicadamente mordaz fue con sus críticas, y con qué sutileza demostró que toda reivindicación legítima carece de sentido si se pasa de rosca. Como ocurre con prácticamente todo.

En definitiva, que recibí una buena cura de humildad al creer haber descubierto el texto que contenía la fórmula de la plenitud y no supe ver que la vida iba poniendo en su sitio, silenciosamente, a unas alumnas a las que se les dijo que eran especiales; y que quien las convenció de ello, la profesora Brodie, sembró durante tan esplendorosa plenitud los cimientos de su perversión y de su futura desgracia.

Ahora sé que estoy en mi plenitud cuando voy a jugar al tenis, leo en mi sillón amarillo de Ikea o me trago por centésima decimoprimera vez la trilogía de El Señor de los Anillos. A ver cuándo llega el siguiente guantazo.

En cuanto a las niñas de Brodie, espero que recondujesen sus caminos.

Porque ser únicas fue su única maldición.

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