Hacia la indiferencia institucional

La designación de dos jueces de la Corte Suprema “en comisión”, con un decreto simple del Poder Ejecutivo, es un acto significativo para comprender la cosmovisión institucional del gobierno de turno y trazar el marco en el que previsiblemente se van a desarrollar los acontecimientos políticos en el futuro inmediato del país. El Poder Ejecutivo envió dos pliegos al Senado de la Nación, cumpliendo con la manda constitucional que establece un procedimiento en el que participan los dos poderes políticos del Estado: el Ejecutivo propone, y el Senado acepta o rechaza.Luego de ocho meses en que ninguno de los pliegos obtuvo los votos suficientes, y dos días antes de que se iniciaran las sesiones ordinarias, el Poder Ejecutivo recurrió al artilugio de designarlos en comisión. Para muchos inconstitucional, porque se trata de una facultad impropia para designar jueces. La razón es simple: no se pueden aplicar las reglas de lo transitorio a lo que es permanente; los jueces tienen estabilidad mientras dure su buena conducta; una designación provisoria da lugar a una Justicia adicta y no independiente. Se abortó así el curso normal del procedimiento constitucional, dejando un acto jurídicamente incompleto. Y lo que es peor: con esta tangente se pretende un deslizamiento de facultades del Senado a favor de Poder Ejecutivo. El argumento conduce al viejo lugar común de la emergencia, que ha fundado tantos dislates en la historia. Se rellena con acrobacias retóricas de poca monta, como que el Senado no trabaja porque no trató los pliegos, o que su participación es formal. Siguen dos preguntas fundamentales para el sistema institucional. La primera es qué significan estas designaciones, sus consecuencias. La segunda es si estamos ante un acto definitivo. Empecemos por lo filosófico. No son nuevos estos deslizamientos de facultades en la historia argentina. Dos que marcaron puntos de quiebre: el otorgamiento del “lleno de facultades” a Rosas y el triste fallo de la Corte Suprema “Martín de Gainza”, luego del golpe de Estado a Yrigoyen por Uriburu, convalidando el gobierno de facto con el argumento de que “mantenía el orden”. Ambos reflejan nuestra inveterada inclinación al populismo autoritario, que sostiene que hay momentos en los que el único modo de reconducir es mediante la suspensión del orden institucional. Esa es la puerta que, sin exagerar, se está tocando con estas designaciones. Para ser concretos: ¿qué pasa al fin del tiempo constitucional para la actuación de jueces designados en comisión? ¿Se dicta un nuevo decreto, renovando por otro plazo y así sucesivamente? La posibilidad significaría cargarse la división de poderes con un decreto simple.La Constitución prevé una respuesta: su artículo 29. La interrupción del procedimiento dejó el acto incompleto. Pero hay algo peor si se analiza desde esta perspectiva constitucional: el acto sería insalvablemente nulo. Eso dice la norma, que además declara que quienes los promuevan o consientan son infames traidores a la patria.Este es el marco jurídico: estamos ante un acto abortado que, por lo demás, se puede considerar nulo. Sigue ahora el Senado. En sesiones ordinarias puede tratar este asunto en cualquier momento, basta su inclusión en el temario de sesiones: es en ese marco que el procedimiento de designación de jueces de la Corte puede y debe ser reconducido. No es óbice el juramento, acto formal que no limita ni concluye lo que manda la Constitución. Se abren dos posibilidades, que no son incompatibles: tratar el decreto, porque atañe a facultades propias del Senado; tratar los pliegos. En ambos casos la mayoría es simple, no la agravada de los dos tercios.Cualquiera de las opciones abre un problema de dimensiones éticas, políticas y jurídicas, en el que entrará en juego la tripartición de poderes, ese delicado equilibrio que tiene por propósito evitar los desbordes de poder. La gravedad de lo que está en juego excede las disquisiciones leguleyas y nos adentra en territorio que bordea la zona de indiferencia institucional, eso que los griegos llamaban anomia (sin ley o fuera de la ley), curiosamente creada desde el poder y no por la fuerza de los hechos.Todo se reduce a dos miradas en disputa: una propone un paradigma en el que la ley no es la norma, sino la excepción; establece un nuevo marco institucional, desde una hermenéutica legal violenta, en la que casi todo es posible. La otra, la vieja y gastada república, que propicia la división de poderes, la mesura y el equilibrio. En realidad, estamos ante el dilema histórico de la Argentina, entre la tangente y el camino difícil. Ya sabemos dónde termina cada uno.

Mar 6, 2025 - 06:02
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Hacia la indiferencia institucional

La designación de dos jueces de la Corte Suprema “en comisión”, con un decreto simple del Poder Ejecutivo, es un acto significativo para comprender la cosmovisión institucional del gobierno de turno y trazar el marco en el que previsiblemente se van a desarrollar los acontecimientos políticos en el futuro inmediato del país. El Poder Ejecutivo envió dos pliegos al Senado de la Nación, cumpliendo con la manda constitucional que establece un procedimiento en el que participan los dos poderes políticos del Estado: el Ejecutivo propone, y el Senado acepta o rechaza.

Luego de ocho meses en que ninguno de los pliegos obtuvo los votos suficientes, y dos días antes de que se iniciaran las sesiones ordinarias, el Poder Ejecutivo recurrió al artilugio de designarlos en comisión. Para muchos inconstitucional, porque se trata de una facultad impropia para designar jueces. La razón es simple: no se pueden aplicar las reglas de lo transitorio a lo que es permanente; los jueces tienen estabilidad mientras dure su buena conducta; una designación provisoria da lugar a una Justicia adicta y no independiente.

Se abortó así el curso normal del procedimiento constitucional, dejando un acto jurídicamente incompleto. Y lo que es peor: con esta tangente se pretende un deslizamiento de facultades del Senado a favor de Poder Ejecutivo. El argumento conduce al viejo lugar común de la emergencia, que ha fundado tantos dislates en la historia. Se rellena con acrobacias retóricas de poca monta, como que el Senado no trabaja porque no trató los pliegos, o que su participación es formal. Siguen dos preguntas fundamentales para el sistema institucional. La primera es qué significan estas designaciones, sus consecuencias. La segunda es si estamos ante un acto definitivo.

Empecemos por lo filosófico. No son nuevos estos deslizamientos de facultades en la historia argentina. Dos que marcaron puntos de quiebre: el otorgamiento del “lleno de facultades” a Rosas y el triste fallo de la Corte Suprema “Martín de Gainza”, luego del golpe de Estado a Yrigoyen por Uriburu, convalidando el gobierno de facto con el argumento de que “mantenía el orden”. Ambos reflejan nuestra inveterada inclinación al populismo autoritario, que sostiene que hay momentos en los que el único modo de reconducir es mediante la suspensión del orden institucional. Esa es la puerta que, sin exagerar, se está tocando con estas designaciones. Para ser concretos: ¿qué pasa al fin del tiempo constitucional para la actuación de jueces designados en comisión? ¿Se dicta un nuevo decreto, renovando por otro plazo y así sucesivamente? La posibilidad significaría cargarse la división de poderes con un decreto simple.

La Constitución prevé una respuesta: su artículo 29. La interrupción del procedimiento dejó el acto incompleto. Pero hay algo peor si se analiza desde esta perspectiva constitucional: el acto sería insalvablemente nulo. Eso dice la norma, que además declara que quienes los promuevan o consientan son infames traidores a la patria.

Este es el marco jurídico: estamos ante un acto abortado que, por lo demás, se puede considerar nulo. Sigue ahora el Senado. En sesiones ordinarias puede tratar este asunto en cualquier momento, basta su inclusión en el temario de sesiones: es en ese marco que el procedimiento de designación de jueces de la Corte puede y debe ser reconducido. No es óbice el juramento, acto formal que no limita ni concluye lo que manda la Constitución. Se abren dos posibilidades, que no son incompatibles: tratar el decreto, porque atañe a facultades propias del Senado; tratar los pliegos. En ambos casos la mayoría es simple, no la agravada de los dos tercios.

Cualquiera de las opciones abre un problema de dimensiones éticas, políticas y jurídicas, en el que entrará en juego la tripartición de poderes, ese delicado equilibrio que tiene por propósito evitar los desbordes de poder. La gravedad de lo que está en juego excede las disquisiciones leguleyas y nos adentra en territorio que bordea la zona de indiferencia institucional, eso que los griegos llamaban anomia (sin ley o fuera de la ley), curiosamente creada desde el poder y no por la fuerza de los hechos.

Todo se reduce a dos miradas en disputa: una propone un paradigma en el que la ley no es la norma, sino la excepción; establece un nuevo marco institucional, desde una hermenéutica legal violenta, en la que casi todo es posible. La otra, la vieja y gastada república, que propicia la división de poderes, la mesura y el equilibrio. En realidad, estamos ante el dilema histórico de la Argentina, entre la tangente y el camino difícil. Ya sabemos dónde termina cada uno.