El inquietante atractivo de tomar el atajo transgresor

Cotidianamente vemos conductas moralmente reprochables; quienes las adoptan apuestan a que la sanción futura es incierta.

Abr 26, 2025 - 05:39
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El inquietante atractivo de tomar el atajo transgresor

Cuando le dije al despachante de nafta que me estaba cobrando más de lo que había marcado el surtidor, se excusó apelando a una supuesta “confusión en el escaneo” y me cambió el QR (¡por otro!) para corregir el error y a la espera, por supuesto, de que el próximo incauto que omita chequear el ticket contra su consumo real le permita continuar asegurándose el sobresueldo del que nadie parece enterarse…Es que para muchos infractores -como ya lo contaba Discépolo- “el que no llora, no mama, y el que no afana, es un gil...”

Adelantarse por la banquina en una ruta, colgarse de la IA para copiarse en un examen o coimear a alguien a cambio de favores o perdones, son actitudes que suelen formar parte de prontuarios salpicados de sutiles atajos moralmente reprochables, aunque socialmente todavía aparentemente tolerables. Al menos, hasta cierto grado. Como si sólo fueran determinados excesos los que pueden agotar la tolerancia convivencial, siempre y cuando un gol con la mano no ponga en riesgo la copa de un Mundial de fútbol…

No es fácil identificar la frontera movediza del comportamiento humano a partir de la cual lo razonable se vuelve excesivo... Pareciera que hay un pequeño diablo ventajero -a menudo bastante astuto, pero poco escrupuloso- agazapado en el ADN de cada caminante y a la espera de una oportunidad que, en busca de eludir penalizaciones o de sumar recompensas, tiente a su costado tramposo o hasta, eventualmente, convoque a su alter ego corrupto.

El riesgo mayor no pasa por habilitar a ese socio poco presentable para cometer inocentes picardías -tal vez éticamente reprobables, pero generalmente sin grandes consecuencias que lamentar-, sino por dejarlo crecer, sin límites ni controles. Para que, ya con más experiencia, se entusiasme con jugar en ligas mayores, estimulado por premios y desafíos cada vez más cautivantes, aun cuando lo lleven a internarse en sofisticados laberintos para perpetrar estafas, al margen de la ley o, peor aún, bajo su propio amparo.

El futuro incierto de determinadas infracciones es, en sí mismo, el que encierra las razones -de riesgo o misterio, de ego o ambición- por las que aquéllas pueden ser percibidas como inquietantemente atractivas en cualquiera de estos dos escenarios: el que pone en riesgo el éxito de la falta, al extremo de provocar la pérdida de la recompensa y, eventualmente, una sanción por el intento. Y el que convierte, a cada pequeña contravención, en un peldaño para escalar en la magnitud y en la audacia de futuros actos de transgresión non sancta o de corrupción enriquecedora. Y en las sociedades en que es este último el escenario que prevalece, si la transparencia, el castigo, la educación, los valores y la justicia no logran asegurar el desaliento o la condena de los corruptos mayores, éstos se empeñarán en seguir procurándose privilegios de todo tipo, fuertemente ligados -es lo más habitual- al poder político de turno y, con frecuencia, hasta llegar a encarnarlo como protagonistas clave y adueñarse de él como escudo protector y motor de tropelías de mayor calibre, haciendo de la ausencia de ejemplaridad -en cualquier país- una de las peores amenazas contemporáneas para la formación ética de las futuras generaciones de la vida en democracia.

Peor aun cuando, especialmente quienes delinquieron como dueños del poder y saquearon los dineros de sus respectivas sociedades, no sólo se declararon sistemáticamente inocentes y ofendidos cada vez que la justicia logró identificarlos y procesarlos con debida prueba, sino que siempre apelaron a la desvergonzada victimización propia y de su entorno familiar, a la mentira, al ocultamiento, a la paradójica búsqueda de más poder entre fieles sorprendidos en la ceguera de sus fanatismos y, no menos aberrante, a la conquista desesperada de fueros y protecciones capaces de blindarles el porvenir.

Los manoseos judiciales dan testimonio, con frecuencia, de la impunidad con la que sanciones por transgresiones de todo tipo quedan en suspenso, como resultado de negociaciones espurias entre quienes han elegido vivir de la política, pero de espaldas a sus representados. Fue ya en 1815 cuando Fernando VII firmó el decreto indultando a “todos los reos por contrabando del Río de la Plata”. Y fue tal vez por eso que, tiempo después, el viejo Vizcacha -desde la inspiración de José Hernández- le aconsejaba a uno de los hijos de Martín Fierro: “Hacete amigo del juez...no le des de qué quejarse…pues siempre es bueno tener palenque ande ir a rascarse…”

La democracia sigue siendo, aunque sea de forma imperfecta, el marco más razonable para educar en valores de convivencia y, especialmente, en la detección temprana de ladrones e ineptos capaces de arrebatar el fruto del trabajo de los honestos y en la identificación de quienes lo hacen desde las sombras o apelando, desde una falsa emocionalidad, a consignas vacías o a promesas incumplibles, respondiendo al inquietante atractivo de las infracciones con futuro incierto. Por eso, la educación -¿qué duda cabe?- nunca deja de ser la clave insustituible para manejar y dar respuesta eficaz a los desafíos de elegir -para gestionar desde cada rango institucional, los destinos de una nación- a líderes capaces de garantizar, desde un compromiso total con la ética y la integridad en sus desempeños, el profesionalismo y la transparencia de los actos de gobierno, el castigo justo de los corruptos, el ejercicio independiente de la justicia, la administración eficiente de los sistemas de salud y seguridad y, muy especialmente, la puesta en acto de la educación intensiva y la ejemplaridad pública como un capital cívico único y no negociable. O, en palabras del filósofo Baruch Spinoza: “Sólo la fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso, generador de costumbres cívicas, es capaz de promover la auténtica emancipación del ciudadano”