Donald Trump, cartógrafo

A los poderes megalómanos les gusta cambiarle el nombre a los sitios. El presidente estadounidense lo ha hecho con el golfo de México, una decisión que ha acatado obedientemente la gran autoridad cartográfica de la era digital: Google. La entrada Donald Trump, cartógrafo se publicó primero en lamarea.com.

Abr 20, 2025 - 12:59
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Donald Trump, cartógrafo

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El 19 de octubre de 1936, la localidad conquense de Azaña perdió para siempre el nombre que había tenido desde la Edad Media. Se lo arrebataron los franquistas, que habían tomado el día anterior esta villa que tenía la mala pata de llamarse como el odiado presidente de la Segunda República. O, mejor dicho, la de que su nombre fuera el apellido del presidente. Las nuevas autoridades rebautizaron el lugar. Pasó a llamarse Numancia de la Sagra: Numancia por el regimiento que la había tomado, de la Sagra por la comarca a la que pertenecía. En democracia se ha debatido si debía recuperar el nombre antiguo, pero nunca lo ha hecho.

Todos los poderes megalómanos que en la historia han sido dedicaron alguna de sus primeras tardes a cambiar nombres a sitios. A veces, para homenajar algo, o a alguien; al tirano de turno, con frecuencia: Ferrol del Caudillo, Stalingrado, Ciudad Trujillo. A veces, como en Azaña/Numancia, para escarnecer algo odiado. Nada expresa un aquí mando yo como un decreto que obligue a transformar los mapas. Hoy, en Estados Unidos, Donald Trump manda y quiere mandar, y también ha comenzado su legislatura con una polémica revisión toponímica. El golfo de México pasa a llamarse golfo de América; y el monte Denali, el más alto del país, pierde de nuevo el nombre que los indígenas le dieron siempre, y aprobó Obama, para recuperar el del presidente McKinley.

De vuelta al colonialismo

Soberano, decía Carl Schmitt, es el que decreta el estado de excepción. También podría haber dicho que lo es el capaz de renombrar los golfos y las montañas. Lo que Trump persigue con estos dos rebautizos es evidente: expresar el desprecio racista de los suyos a los nativos americanos y al país vecino y –como señala el arqueólogo Alfredo González-Ruibal, autor del aclamado Tierra arrasada: un viaje por la violencia del Paleolítico al siglo XXI–, «volver a naturalizar una forma de relación entre los pueblos que se consideraba que era cosa del pasado; la tabula rasa de las culturas que había antes de que llegaran los colonos blancos en la que esa nación se basa». El renombramiento de lugares, recuerda, ha sido siempre, desde los mismos albores de la historia de la humanidad, «una forma de ejercer el poder, una forma de violencia epistémica contra la otredad» que se puede retrotraer «hasta los griegos, que iban cambiando los nombres de los lugares en los que se iban instalando y no solo cambiaban sus nombres, sino también los mitos asociados a ellos». Cuando se cambia un nombre, «también se cambia una historia y las connotaciones asociadas a ese lugar».

El decreto trumpista no tardó en verse reflejado en los mapas digitales de Google, lo que nos remite a otro gran asunto de nuestros días: el inmenso poder de las empresas tecnológicas en este tiempo que nos ha vuelto «tecnopersonas», como recoge el título de un ensayo escrito al alimón por los filósofos Javier Echeverría y Lola S. Almendros. El primero fue, en los noventa, un crítico precoz de los señores del aire que iban enseñoreándose del mundo, detentadores de un poder digital que iba volviéndose omnímodo y dejando en papel mojado la legislación y las fronteras nacionales que se iba haciendo capaz de sobrevolar. Junto con Almendros, en Tecnopersonas, desentraña ese poder tecnocientífico que se ejerce desde las nubes y genera nuevas formas de dominación de las personas, tanto físicas como jurídicas. Hoy vivimos, razonan, bajo la bota de los «tecnopatriarcas», sus «tecnolenguajes» y su «tecnopolítica». ¿Y también sobre su «tecnocartografía»? La potencia de Google Maps es imposible de subestimar: los «tecnomapas» se han ido volviendo imprescindibles para gente que ya casi no sabría consultar un mapa analógico y utilizarlo para alcanzar una determinada dirección en un paseo por la ciudad o un viaje en coche. El GPS nos avisa hasta de los radares y los atascos. Pero ¿qué consecuencias tiene el haberlos convertido en la gran autoridad cartográfica?

Google asegura ser neutral, pero, como señala Lola S. Almendros, «no puedes decir que eres neutral cuando, si hay nomenclaturas diferentes y distintas fuentes oficiales, y hay una contradicción entre ellas, tú tomas partido cuando nombras de una forma o de otra».

Seguidismo tecnológico

Una toma de partido que tiene consecuencias mayúsculas en un momento en el que, aunque «ellos digan que, como entidad privada, no se les aplican los tratados internacionales a los que hace referencia el Gobierno de México», y aunque «la conclusión que hay que sacar de esto es que entonces no son una fuente oficial geográfica», da igual que no tengan ese carácter oficial, si sus millones de usuarios se lo dan de facto. «Las tecnológicas, evidentemente, no representan el mundo, pero generan una visión del mundo», asevera. «No son una fuente oficial geográfica, pero son la fuente geográfica»; se han convertido en ella a pesar de que este escudarse en su derecho privado a dibujar los mapas como consideren pudiera hacer que nos preguntemos —bromea Almendros— «qué diferencia hay entre Google Maps y los mapas de un videojuego o el mapa de Narnia».

Mapas: Donald Trump, cartógrafo
Donald Trump enseña una de las muchas órdenes ejecutivas firmadas a su llegada a la Casa Blanca. KEVIN LAMARQUE / REUTERS

Otra vertiente de la cuestión nos remite al mundo de la posverdad; de aquello que Trump llamaba los «hechos alternativos». Nuestro tiempo tiene mapas alternativos también; pueden los mapas ser un menú con distintas opciones a gusto del consumidor. Almendros se pregunta por cuál es el problema informático que impide que, en el mapa de Google Maps, «la parte del golfo que linda con Estados Unidos se llame de una manera y la que linda con México, de otra. La solución que ellos han dado es que el nombre sea distinto dependiendo de desde dónde te conectes, lo que indica que es totalmente arbitrario. Ya no solamente tienen una autoridad para poner los nombres que quieran, sino que puedes leer un nombre u otro dependiendo del país desde el que entres».

Azaña nunca volvió a llamarse Azaña. Veremos qué pasa con el nombre del golfo para el que nadie ha propuesto el nombre que tenía en tiempo de los aztecas: Chalchiuhtlicueyecatl, o «casa de Chalchiuhtlicue», el dios mexica del mar.

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