Me arrulla el sonidillo grimoso que emite el cajero cuando brotan desde sus entrañas, desde su ranura que son ojos de mandarín, unos cuantos billetes de cincuenta pavos . Y me encanta si esos billetes son nuevos, huelen a coche nuevo, parecen recién planchados y destilan una suerte de crujidos rebozados, de tenues bisbiseos, que expresan un no sé qué de pureza capitalista. Tampoco me disgusta el tintineo de la calderilla que remolonea en el bolsillo de nuestro pantalón. Según la intensidad de ese crepitar como de campanas raquíticas, adivinas las monedas que allí remolonean en la penumbra. Me gusta, en definitiva, el dinero físico, o sea el que se palpa porque ahí yace sustancia real. El plástico, en cambio,...
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