¿Aumento del gasto en Defensa? Pero ¿cómo y para qué?
"Primero fue la economía; ahora, la política de Defensa. Si se sigue sin cimentar una identidad política y cultural común, estas políticas europeas están condenadas al desgaste, con el riesgo de que aumente el euroescepticismo", analiza Francisco J. Leira-Castiñeira. La entrada ¿Aumento del gasto en Defensa? Pero ¿cómo y para qué? se publicó primero en lamarea.com.

¿Estamos realmente convencidos de aumentar el gasto militar? ¿Estamos a favor de crear un ejército europeo? Antes de responder con los eslóganes habituales de nuestros dirigentes, sería conveniente examinar con calma los fundamentos de esta política de incremento en el gasto de Defensa, que modifica radicalmente el marco económico de austeridad impuesto durante años por esas mismas instituciones que ahora lo exigen. Podemos endeudarnos para incrementar la inversión en Defensa –un giro llamativo– cuando durante años se nos negó esa posibilidad para aplicar políticas sociales, mientras la pobreza afectaba a miles de ciudadanos, la misma doctrina económica de endeudamiento.
Este giro resulta, cuanto menos, contradictorio y convendría que nuestros líderes explicaran con claridad el coste real de este aumento del gasto en Defensa. El presupuesto estatal es limitado: si se incrementan unas partidas, necesariamente se reducirán en otras áreas. ¿Estamos dispuestos a asumir un recorte en educación, sanidad o infraestructuras públicas a cambio de una modernización armamentística?
Con estas preguntas –planteadas no desde la oposición frontal, sino desde el deseo de transparencia–, no pretendo rechazar de plano una política que parece ya decidida por instancias superiores y asumida con entusiasmo por parte de nuestros gobernantes. Pero considero imprescindible esa transparencia, para conocer cuánto y en qué se invertirá, y de qué partidas presupuestarias se retirarán esos fondos. Solo con toda la información sobre la mesa, como ciudadanos, podremos valorar si ese es el camino que deseamos recorrer como país. Ese debate –ineludible– debe llegar a la casa de la soberanía popular, el Parlamento, para que nuestros representantes lo discutan, lo voten y lo legitimen.
Esta exigencia democrática pone en evidencia uno de los grandes desafíos del proyecto europeo: construir una política común sin haber construido previamente una identidad política compartida. La vieja aspiración de unos “Estados Unidos de Europa” nunca llegó a materializarse. Existe una unión económica –frágil en muchos aspectos–, pero seguimos sin una verdadera unión política y social.
No se ha generado un sentimiento real de pertenencia a Europa como entidad supranacional, por lo que los riesgos e intereses se perciben desde lógicas nacionales. El nacionalismo y el marco del Estado Nación siguen condicionando la mirada de la ciudadanía de los distintos países que conforman la Unión Europea: los peligros que intuyen los polacos no son los que perciben los portugueses o los españoles.
De nuevo, la Unión Europea –a la que muchos nos sentimos vinculados– decide construir su unidad desde el tejado: primero fue la economía; ahora, la política de Defensa. Si se sigue sin cimentar una identidad política y cultural común, estas políticas europeas están condenadas al desgaste, con el riesgo de que aumente el euroescepticismo.
Es cierto que el miedo, históricamente, ha servido para cohesionar sociedades, pero no es una base sólida para construir comunidades cohesionadas a largo plazo. La identidad europea no puede construirse en base a la construcción de un supuesto enemigo exterior. El euroescepticismo no solo avanza desde la derecha, también desde sectores de la izquierda que, con razón, han desconfiado de las políticas económicas impuestas por Bruselas. Ahora, los “hombres de negro” –antes portadores de recortes– nos piden gastar más en “armas”.
Además, sigue sin resolverse una contradicción clave: si Estados Unidos, bajo una posible presidencia de Donald Trump, deja de ser un socio fiable, ¿tiene sentido seguir incrementando el gasto militar dentro de la OTAN? ¿Por qué no replantearnos primero nuestra permanencia en la alianza atlántica, antes de asumir mayores compromisos militares? ¿Qué sentido tiene construir un ejército europeo que siga subordinado al mando estadounidense? ¿Va aceptar Donald Trump que salgan sus tropas del continente europeo?
El riesgo no solo está en el exterior: también lo encontramos dentro de nuestras fronteras. Primero, debemos reforzar nuestras democracias, los derechos sociales y evitar que crezca el populismo de extrema derecha (si, defender eso que llaman “woke”). Porque, ¿qué ocurrirá si incrementamos el gasto en defensa y, en pocos años, fuerzas de extrema derecha como las que lideran Marine Le Pen, Giorgia Meloni, Viktor Orbán, AfD o Vox, acceden al poder? ¿Queremos entregar ese poder militar a partidos con tendencias antidemocráticas (favorables a Putin y Trump), abiertamente euroescépticas y nostálgicas del orden autoritario? ¿Queremos que sean ellos quienes tengan la posibilidad de “aprieten el botón rojo” en el futuro?
Estas preguntas, lejos de expresar una postura cerrada, apelan a una reflexión colectiva. Muchos ciudadanos no tienen aún una opinión formada. A priori, personalmente, preferiría reforzar la capacidad diplomática de la Unión Europea antes que asumir el lenguaje de la fuerza. La palabra, el diálogo y la mediación deben seguir siendo nuestros primeros recursos frente a los conflictos o acaso, ¿no aprendimos nada de nuestro siglo XX?
Si, como parece, el rumbo está decidido, entonces el proceso debe hacerse bien. No se trata solo de un rearme militar, sino de un rearme con un fin: una estrategia clara, unas amenazas concretas, y reforzando los valores democráticos para que no pueda convertirse en realidad esa posibilidad de que nuestros líderes europeos sean los mismos que apoyan a Trump y quieren recortar derechos sociales.
Si este proyecto continúa –y todo apunta a que lo hará–, solo podremos evitar una deriva peligrosa blindando nuestras democracias frente al populismo autoritario. De lo contrario, podríamos encontrarnos en un escenario en el que –en nombre de Europa– se vuelvan a abrir ante nosotros, como a principios del siglo XX, las puertas del infierno.
Francisco J. Leira-Castiñeira. Instituto de Política y Gobernanza de la Universidad Carlos III de Madrid.
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