¿Alguien puede parar a esta bestia?
Lo más inquietante no es que cada vez parece más posible que Donald Trump lleve a la práctica sus terroríficos anuncios, sino que no aparece por ningún lado un atisbo de respuesta a esas amenazas Lo más inquietante no es que cada vez parece más posible que Donald Trump lleve a la práctica sus terroríficos anuncios, sino que no aparece por ningún lado un atisbo de respuesta a esas amenazas. La relación de fuerzas a escala mundial favorece la libertad de movimientos del presidente norteamericano. Una Europa incapaz de hacer frente a sus propios problemas y desunida sólo es capaz de mostrar su desconcierto, cuando se atreve a mostrar algo. De Rusia sólo se espera que se ponga de acuerdo con Trump. Queda China, pero hacer cábalas sobre lo que hará Ji Xinping es perder el tiempo. Visto a toro pasado, todo lo que está diciendo la bestia de la Casa Blanca era perfectamente previsible. Es más, lo ha venido anunciando desde hace tiempo. Reducir al mínimo las dimensiones del estado norteamericano, haciendo prácticamente desaparecer los gastos asistenciales para las decenas de millones de pobres que hay en Estados Unidos, reducir impuestos, golpear hasta lo inaudito a la inmigración para solaz de los fanáticos ultraderechistas, subir irracionalmente aranceles para proteger a las empresas norteamericanas, son algunas de las patas que sostienen el plan ultraliberal que el presidente ha defendido desde que entró en política. Decenas de millones de norteamericanos están en contra de esos planteamientos. Pero han sido dos millones más los que los han apoyado. Y esa mínima diferencia puede llevar al mundo al desastre. Porque Trump no quiere limitarse a revolucionar los mecanismos y los principios de funcionamiento de la economía y la sociedad norteamericanas, sino que también pretende reordenar el mundo según sus criterios e intereses. Su desfachatez y su desprecio a los demás no tiene límites. Anunciar sin rubor alguno que quiere hacerse con Canadá y con Groenlandia y que pretende echar de Gaza a sus habitantes para construir un inmenso resort veraniego es un plan que ni el Hitler más osado se habría atrevido a anunciar, aunque pretendía barbaridades parecidas. Si no fuera porque todo es verdad y lo han grabado las cámaras que con tanta destreza y eficacia maneja el equipo del presidente, se podría pensar que lo que está pasando es un relato de terror o de ciencia ficción. Aunque también habría que buscar antecedentes en los títulos más tremendos del western, los de John Wayne, que era un facha de tomo y lomo. Generaciones y generaciones de estadounidenses han aplaudido que su caballería matara indios sin cuento. Y eso también crea ideología. La que hoy posibilita que el encierro de inmigrantes en Guantánamo concite apoyo en amplios sectores de la población norteamericana. Algunos prestigiosos analistas europeos, no menos conmovidos por la escalada trumpiana que el común de los mortales, insisten en el que el sistema norteamericano tiene mecanismos que a medio plazo no sólo pueden frenar a Trump, sino también obligarle a dar marcha atrás. Es posible, pero el hecho de que el presidente, en su anterior mandato, colocara una mayoría de su ideología en el Tribunal Supremo, referencia decisoria última de los grandes contenciosos, no permite ser muy optimista. De todas maneras, los que están en contra del presidente son muchos y también poderosos, aunque la expresión política de ese mundo sea débil y haya sufrido una derrota de las que hacen época. Y, además, por mucho que Trump haya medido sus movimientos, que todo indica que los ha medido, esos cálculos pueden fallar y, en un determinado momento, obligarle a dar marcha atrás. Eso no va a hacer desaparecer a su mundo, el de los alucinados que asaltaron el Capitolio, el de las amas de casa que se vuelven locas con solo verle en televisión y el de los empresarios, grandes y pequeños, que esperar forrarse con su nueva política económica. Con todo, habrá que seguir con atención lo que ocurre en el escenario norteamericano. Pero en los próximos meses, seguramente más que menos, no cabe esperar noticia alentadora alguna en ese terreno. Las dinámicas de contestación que podrían surgir ni han asomado todavía. Lo que hay que preguntarse también es si la euforia trumpista va a tener secuelas en el resto del mundo, y particularmente en Europa. Está claro que los ultraderechistas del continente –franceses, alemanes, italianos, españoles y un largo etcétera– apoyan sin muchos límites la política y la osadía del presidente norteamericano y sueñan que su ejemplo les permita también a ellos hacerse con el poder en sus respectivos países. Dentro de diez días en Alemania habrá ocasión para comprobar si ese efecto de emulación funciona o no. Si para entonces, Putin y Trump transmiten alguna forma de acuerdo para acabar con la guerra de Ucrania, el tablero de la política interna europea

Lo más inquietante no es que cada vez parece más posible que Donald Trump lleve a la práctica sus terroríficos anuncios, sino que no aparece por ningún lado un atisbo de respuesta a esas amenazas
Lo más inquietante no es que cada vez parece más posible que Donald Trump lleve a la práctica sus terroríficos anuncios, sino que no aparece por ningún lado un atisbo de respuesta a esas amenazas. La relación de fuerzas a escala mundial favorece la libertad de movimientos del presidente norteamericano. Una Europa incapaz de hacer frente a sus propios problemas y desunida sólo es capaz de mostrar su desconcierto, cuando se atreve a mostrar algo. De Rusia sólo se espera que se ponga de acuerdo con Trump. Queda China, pero hacer cábalas sobre lo que hará Ji Xinping es perder el tiempo.
Visto a toro pasado, todo lo que está diciendo la bestia de la Casa Blanca era perfectamente previsible. Es más, lo ha venido anunciando desde hace tiempo. Reducir al mínimo las dimensiones del estado norteamericano, haciendo prácticamente desaparecer los gastos asistenciales para las decenas de millones de pobres que hay en Estados Unidos, reducir impuestos, golpear hasta lo inaudito a la inmigración para solaz de los fanáticos ultraderechistas, subir irracionalmente aranceles para proteger a las empresas norteamericanas, son algunas de las patas que sostienen el plan ultraliberal que el presidente ha defendido desde que entró en política.
Decenas de millones de norteamericanos están en contra de esos planteamientos. Pero han sido dos millones más los que los han apoyado. Y esa mínima diferencia puede llevar al mundo al desastre. Porque Trump no quiere limitarse a revolucionar los mecanismos y los principios de funcionamiento de la economía y la sociedad norteamericanas, sino que también pretende reordenar el mundo según sus criterios e intereses.
Su desfachatez y su desprecio a los demás no tiene límites. Anunciar sin rubor alguno que quiere hacerse con Canadá y con Groenlandia y que pretende echar de Gaza a sus habitantes para construir un inmenso resort veraniego es un plan que ni el Hitler más osado se habría atrevido a anunciar, aunque pretendía barbaridades parecidas.
Si no fuera porque todo es verdad y lo han grabado las cámaras que con tanta destreza y eficacia maneja el equipo del presidente, se podría pensar que lo que está pasando es un relato de terror o de ciencia ficción. Aunque también habría que buscar antecedentes en los títulos más tremendos del western, los de John Wayne, que era un facha de tomo y lomo. Generaciones y generaciones de estadounidenses han aplaudido que su caballería matara indios sin cuento. Y eso también crea ideología. La que hoy posibilita que el encierro de inmigrantes en Guantánamo concite apoyo en amplios sectores de la población norteamericana.
Algunos prestigiosos analistas europeos, no menos conmovidos por la escalada trumpiana que el común de los mortales, insisten en el que el sistema norteamericano tiene mecanismos que a medio plazo no sólo pueden frenar a Trump, sino también obligarle a dar marcha atrás. Es posible, pero el hecho de que el presidente, en su anterior mandato, colocara una mayoría de su ideología en el Tribunal Supremo, referencia decisoria última de los grandes contenciosos, no permite ser muy optimista.
De todas maneras, los que están en contra del presidente son muchos y también poderosos, aunque la expresión política de ese mundo sea débil y haya sufrido una derrota de las que hacen época. Y, además, por mucho que Trump haya medido sus movimientos, que todo indica que los ha medido, esos cálculos pueden fallar y, en un determinado momento, obligarle a dar marcha atrás. Eso no va a hacer desaparecer a su mundo, el de los alucinados que asaltaron el Capitolio, el de las amas de casa que se vuelven locas con solo verle en televisión y el de los empresarios, grandes y pequeños, que esperar forrarse con su nueva política económica.
Con todo, habrá que seguir con atención lo que ocurre en el escenario norteamericano. Pero en los próximos meses, seguramente más que menos, no cabe esperar noticia alentadora alguna en ese terreno. Las dinámicas de contestación que podrían surgir ni han asomado todavía.
Lo que hay que preguntarse también es si la euforia trumpista va a tener secuelas en el resto del mundo, y particularmente en Europa. Está claro que los ultraderechistas del continente –franceses, alemanes, italianos, españoles y un largo etcétera– apoyan sin muchos límites la política y la osadía del presidente norteamericano y sueñan que su ejemplo les permita también a ellos hacerse con el poder en sus respectivos países. Dentro de diez días en Alemania habrá ocasión para comprobar si ese efecto de emulación funciona o no. Si para entonces, Putin y Trump transmiten alguna forma de acuerdo para acabar con la guerra de Ucrania, el tablero de la política interna europea también podría verse afectado.
No cabe duda de que nuestro Santiago Abascal es de los que más contentos están. Porque está sabiendo sacar pecho internacional de este buen momento de la ultraderecha en Europa y en Estados Unidos y porque los sondeos le favorecen en España. No sólo porque el PP, y sobre todo Núñez Feijóo, estén muy apagados, sino también, y puede que sobre todo, porque la ola radical también ha llegado a nuestro país, a los sectores juveniles, pero no sólo. Es pronto para hacer predicciones, pero si Vox sigue subiendo en los sondeos, y el PP bajando, puede llegar un momento en el que el futuro del gobierno español se tenga que plantear sobre bases totalmente nuevas.