Un supuesto Tintoretto

Con cierta frecuencia, los medios informamos acerca de la aparición de importantes obras de arte, hasta entonces desconocidas o anónimas, en los lugares más insospechados. Entre muchos otros casos recientes, en marzo de 2023, una obra de Pieter Brueghel el Joven fue encontrada detrás de la puerta de una casa en el norte de Francia. En septiembre último fue identificada como un auténtico Tintoretto una obra hasta entonces considerada anónima en la colección del Museo Provincial de Bellas Artes en La Plata. En febrero de este año habría aparecido Elimar, un supuesto Van Gogh, en una venta de garaje en Minnesota, Estados Unidos.Nada impide que quienes protagonizan esos hallazgos los anuncien y celebren estrepitosamente. Pero las celebraciones, por sí mismas, no garantizan la autenticidad de las obras en cuestión. Para que estas sean validadas como tales es necesario que el mercado las reconozca como producto de la mano de los artistas a quienes se les atribuyen. En el caso de artistas vivos, el problema, en términos generales, es inexistente, pues bastará que estos reconozcan o no su paternidad sobre la obra.Cuando se trata de artistas fallecidos la cuestión se convierte en algo extraordinariamente complejo: nunca será posible la absoluta certeza acerca de la autenticidad de las obras que se les atribuyen. Una idea del grado de dificultad para establecerla puede estar dada por el hecho de que incluso existen dudas acerca de la autenticidad de Salvator Mundi, la pintura por la que se pagó el precio más alto de la historia, supuestamente obra de Leonardo da Vinci.Existen entidades y expertos que se autoatribuyen la capacidad de dictaminar en última instancia sobre la autenticidad de obras de determinados artistas. Salvo cuando esa capacidad deriva de disposiciones legales, como en el caso de los derechohabientes de un artista determinado, habilitados para reconocer o rechazar la paternidad de su producción artística, las credenciales que ostentan están solo basadas en su profesionalismo y en el respeto que han sabido imponer en el mercado. Pero así como hay expertos e instituciones que merecen credibilidad (como es el caso del Museo Van Gogh de Ámsterdam, que opina que Elimar no puede ser atribuido al maestro epónimo, en contra de la opinión de una veintena de especialistas), hay quienes carecen absolutamente de credenciales adecuadas y actúan motivados por fines meramente mercantiles. Es el caso de varias fundaciones que dicen actuar sin fines de lucro, pero que a través de sus dictámenes pretenden regular los precios del mercado en beneficio de coleccionistas ocultos detrás de ellas: a menos obras autenticadas, más alto es el valor de las que sí son certificadas. Ante un riesgo de esa naturaleza, la Fundación Warhol dejó de prestar servicios de autenticación en los Estados Unidos.De todos modos, aun cuando haya expertos que posean títulos suficientes para autenticar obras de arte con solvencia, la última palabra la tiene siempre el mercado, influido por la crítica de arte y el peso relativo de la opinión de los estudiosos. Pese a todo, esa última palabra, a su vez, puede ser dudosa y hasta cambiante. El propio Rijksmuseum de Ámsterdam debió descatalogar varias obras atribuidas a Rembrandt como consecuencia de modificaciones en los criterios técnicos usados para su autenticación.Un análisis detenido de la cuestión, que incluso incluye ingredientes filosóficos, debería impedir que se considere que una obra de arte es tan buena como el certificado que la acompaña. El arte está más allá de lo que pueda decir un papel. Bienvenido sea entonces el Tintoretto a La Plata, aun cuando las credenciales del Conicet que lo certifican sean desconocidas más allá de nuestras fronteras y este no tenga experiencia concreta en certificaciones anteriores de ese tipo.

Abr 5, 2025 - 04:39
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Un supuesto Tintoretto

Con cierta frecuencia, los medios informamos acerca de la aparición de importantes obras de arte, hasta entonces desconocidas o anónimas, en los lugares más insospechados. Entre muchos otros casos recientes, en marzo de 2023, una obra de Pieter Brueghel el Joven fue encontrada detrás de la puerta de una casa en el norte de Francia. En septiembre último fue identificada como un auténtico Tintoretto una obra hasta entonces considerada anónima en la colección del Museo Provincial de Bellas Artes en La Plata. En febrero de este año habría aparecido Elimar, un supuesto Van Gogh, en una venta de garaje en Minnesota, Estados Unidos.

Nada impide que quienes protagonizan esos hallazgos los anuncien y celebren estrepitosamente. Pero las celebraciones, por sí mismas, no garantizan la autenticidad de las obras en cuestión. Para que estas sean validadas como tales es necesario que el mercado las reconozca como producto de la mano de los artistas a quienes se les atribuyen. En el caso de artistas vivos, el problema, en términos generales, es inexistente, pues bastará que estos reconozcan o no su paternidad sobre la obra.

Cuando se trata de artistas fallecidos la cuestión se convierte en algo extraordinariamente complejo: nunca será posible la absoluta certeza acerca de la autenticidad de las obras que se les atribuyen. Una idea del grado de dificultad para establecerla puede estar dada por el hecho de que incluso existen dudas acerca de la autenticidad de Salvator Mundi, la pintura por la que se pagó el precio más alto de la historia, supuestamente obra de Leonardo da Vinci.

Existen entidades y expertos que se autoatribuyen la capacidad de dictaminar en última instancia sobre la autenticidad de obras de determinados artistas. Salvo cuando esa capacidad deriva de disposiciones legales, como en el caso de los derechohabientes de un artista determinado, habilitados para reconocer o rechazar la paternidad de su producción artística, las credenciales que ostentan están solo basadas en su profesionalismo y en el respeto que han sabido imponer en el mercado. Pero así como hay expertos e instituciones que merecen credibilidad (como es el caso del Museo Van Gogh de Ámsterdam, que opina que Elimar no puede ser atribuido al maestro epónimo, en contra de la opinión de una veintena de especialistas), hay quienes carecen absolutamente de credenciales adecuadas y actúan motivados por fines meramente mercantiles. Es el caso de varias fundaciones que dicen actuar sin fines de lucro, pero que a través de sus dictámenes pretenden regular los precios del mercado en beneficio de coleccionistas ocultos detrás de ellas: a menos obras autenticadas, más alto es el valor de las que sí son certificadas. Ante un riesgo de esa naturaleza, la Fundación Warhol dejó de prestar servicios de autenticación en los Estados Unidos.

De todos modos, aun cuando haya expertos que posean títulos suficientes para autenticar obras de arte con solvencia, la última palabra la tiene siempre el mercado, influido por la crítica de arte y el peso relativo de la opinión de los estudiosos. Pese a todo, esa última palabra, a su vez, puede ser dudosa y hasta cambiante. El propio Rijksmuseum de Ámsterdam debió descatalogar varias obras atribuidas a Rembrandt como consecuencia de modificaciones en los criterios técnicos usados para su autenticación.

Un análisis detenido de la cuestión, que incluso incluye ingredientes filosóficos, debería impedir que se considere que una obra de arte es tan buena como el certificado que la acompaña. El arte está más allá de lo que pueda decir un papel. Bienvenido sea entonces el Tintoretto a La Plata, aun cuando las credenciales del Conicet que lo certifican sean desconocidas más allá de nuestras fronteras y este no tenga experiencia concreta en certificaciones anteriores de ese tipo.