Muchos niños de mi generación hacían lo imposible por deslizarse sigilosamente de la cama y asomar la cabeza por la puerta del salón, donde sus padres veían la película de dos rombos indicadores de que el contenido era solo para adultos. Aquellos rombos vibrantes convertían la peli en cuestión en algo interesante y deseable en sí mismo. Había padres que, como los míos, jamás prohibían a los niños ver película alguna. Habían nacido en un nacionalcatolicismo represor, mojigato y bobo en el que todo era pecado, y no estaban dispuestos a que sus hijos crecieran en el miedo y la ignorancia. Gracias a ello, de niña vi grandes películas que me marcaron para bien y para siempre a pesar de...
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