Lecciones del macartismo, la era de la persecución política y el miedo que inspiran a Trump
Tres historiadores expertos en la 'caza de brujas' del senador Joe McCarthy y otros en los años 40 y 50 detallan a elDiario.es los paralelismos con el presente y explican cómo defender las libertades civiles ahoraEl último 'Rincón de pensar' - Los hongos, del bosque a una metáfora del paisaje digital Una tarde de marzo de 1953, Julius Hlavaty, profesor de Matemáticas de 46 años, se sentó ante el senador republicano de Wisconsin Joe McCarthy para responder preguntas sobre Voice of America, el medio público internacional fundado por el Gobierno de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Hlavaty, jefe del Departamento de Matemáticas de un instituto de ciencias en el Bronx, era considerado uno de los mejores profesores de su materia en el país. Había sido citado por la comisión del Senado que investigaba a Voice of America por supuestas inclinaciones izquierdistas. Un año antes, el profesor, nacido en una ciudad en lo que hoy es Eslovaquia, había contado para la emisión en eslovaco de la radio su historia de inmigración y ascenso en Nueva York. McCarthy le había citado supuestamente para preguntarle si había visto algo sospechoso en la grabación, pero enseguida viró hacia preguntas personales sobre las opiniones políticas de Hlavaty. El profesor se había registrado como miembro del Partido Laborista de Estados Unidos, un grupo progresista de Nueva York que intentaba imitar a los laboristas británicos. Así lo reconoció ante McCarthy. El interrogatorio siguió por ahí: ¿Es miembro del Partido Comunista? ¿Pueden profesores comunistas dar clase? ¿Usted influye en el comportamiento de sus alumnos? Algunos de los estudiantes del profesor de Matemáticas llevaban pañuelos en el bolsillo de la chaqueta y flores en el ojal como él, pero no creía que les hubiera cambiado en mucho más. La insistencia del senador y sus colegas en su ideología y su pasado dejaba claro por qué le había llamado. “Me parece que mañana mi nombre va a estar por todos los periódicos del país y lo que diga aquí, que será la mayor defensa que tenga, no estará”, dijo el profesor ante la comisión. “Lo que está pasando hoy significa potencialmente, si no del todo, el final de mi carrera, que puedo decir modestamente que ha sido una carrera distinguida en educación”. Tres semanas después, la Junta de Educación de Nueva York echó al profesor Hlavaty alegando “insubordinación” y falta de cooperación con el Congreso. Pocos días más tarde, su esposa, Fancille, profesora a las afueras de Nueva York, también fue despedida. En su última clase, ella dijo a sus estudiantes que “la inquisición sobre las creencias de una persona, sobre todo en su pasado lejano, es un peligro”. El manual de geometría que había publicado Julius Hlavaty fue añadido a la lista de libros vetados en las bibliotecas con financiación pública. El libro, titulado Review Digest of Solid Geometry, consistía en tablas logarítmicas y problemas de geometría. El senador Joseph McCarthy en la comisión de Exteriores del Senado, el 9 de marzo de 1950, en Washington. La caja de herramientas En 1953, cientos de profesores ya habían perdido su trabajo en escuelas y universidades por todo el país. El rector de Harvard se había comprometido a despedir a cualquier simpatizante del Partido Comunista y esto valía para profesores y bedeles, todos sujetos a un examen de lealtad. Sindicalistas, escritores y activistas habían acabado en la cárcel por no declarar ante el Congreso o no decir qué colegas eran miembros del Partido Comunista o de organizaciones marcadas como sospechosas. Miles de funcionarios habían perdido su trabajo. La historia de Julius Hlavaty es una de las que cuenta Clay Risen, historiador y periodista del New York Times, en Red Scare (“pánico rojo”), su libro recién publicado sobre la cultura del miedo, el desasosiego económico y el rechazo a los avances de las mujeres o las minorías como cald

Tres historiadores expertos en la 'caza de brujas' del senador Joe McCarthy y otros en los años 40 y 50 detallan a elDiario.es los paralelismos con el presente y explican cómo defender las libertades civiles ahora
El último 'Rincón de pensar' - Los hongos, del bosque a una metáfora del paisaje digital
Una tarde de marzo de 1953, Julius Hlavaty, profesor de Matemáticas de 46 años, se sentó ante el senador republicano de Wisconsin Joe McCarthy para responder preguntas sobre Voice of America, el medio público internacional fundado por el Gobierno de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Hlavaty, jefe del Departamento de Matemáticas de un instituto de ciencias en el Bronx, era considerado uno de los mejores profesores de su materia en el país.
Había sido citado por la comisión del Senado que investigaba a Voice of America por supuestas inclinaciones izquierdistas. Un año antes, el profesor, nacido en una ciudad en lo que hoy es Eslovaquia, había contado para la emisión en eslovaco de la radio su historia de inmigración y ascenso en Nueva York. McCarthy le había citado supuestamente para preguntarle si había visto algo sospechoso en la grabación, pero enseguida viró hacia preguntas personales sobre las opiniones políticas de Hlavaty.
El profesor se había registrado como miembro del Partido Laborista de Estados Unidos, un grupo progresista de Nueva York que intentaba imitar a los laboristas británicos. Así lo reconoció ante McCarthy. El interrogatorio siguió por ahí: ¿Es miembro del Partido Comunista? ¿Pueden profesores comunistas dar clase? ¿Usted influye en el comportamiento de sus alumnos? Algunos de los estudiantes del profesor de Matemáticas llevaban pañuelos en el bolsillo de la chaqueta y flores en el ojal como él, pero no creía que les hubiera cambiado en mucho más. La insistencia del senador y sus colegas en su ideología y su pasado dejaba claro por qué le había llamado.
“Me parece que mañana mi nombre va a estar por todos los periódicos del país y lo que diga aquí, que será la mayor defensa que tenga, no estará”, dijo el profesor ante la comisión. “Lo que está pasando hoy significa potencialmente, si no del todo, el final de mi carrera, que puedo decir modestamente que ha sido una carrera distinguida en educación”.
Tres semanas después, la Junta de Educación de Nueva York echó al profesor Hlavaty alegando “insubordinación” y falta de cooperación con el Congreso. Pocos días más tarde, su esposa, Fancille, profesora a las afueras de Nueva York, también fue despedida. En su última clase, ella dijo a sus estudiantes que “la inquisición sobre las creencias de una persona, sobre todo en su pasado lejano, es un peligro”.
El manual de geometría que había publicado Julius Hlavaty fue añadido a la lista de libros vetados en las bibliotecas con financiación pública. El libro, titulado Review Digest of Solid Geometry, consistía en tablas logarítmicas y problemas de geometría.
La caja de herramientas
En 1953, cientos de profesores ya habían perdido su trabajo en escuelas y universidades por todo el país. El rector de Harvard se había comprometido a despedir a cualquier simpatizante del Partido Comunista y esto valía para profesores y bedeles, todos sujetos a un examen de lealtad. Sindicalistas, escritores y activistas habían acabado en la cárcel por no declarar ante el Congreso o no decir qué colegas eran miembros del Partido Comunista o de organizaciones marcadas como sospechosas. Miles de funcionarios habían perdido su trabajo.
La historia de Julius Hlavaty es una de las que cuenta Clay Risen, historiador y periodista del New York Times, en Red Scare (“pánico rojo”), su libro recién publicado sobre la cultura del miedo, el desasosiego económico y el rechazo a los avances de las mujeres o las minorías como caldo de cultivo a una época de persecución.
Hasta al autor le sorprenden ahora los paralelismos con el presente. La ofensiva contra profesores, funcionarios, periodistas, inmigrantes, y hasta contra Voice of America se repite siete décadas después.
“Tal vez haya una caja de herramientas a la que el autoritarismo blando recurre cuando quiere manipular al público y restringir las libertades civiles”, explica Risen a elDiario.es en una entrevista telefónica. El actual Gobierno de Estados Unidos incluso está mirando a la legislación de aquellos años, como la ley de 1952 que invoca el Departamento de Estado de Marco Rubio para poder deportar a extranjeros considerados una amenaza para la política exterior.
Cuando empezó a escribir el libro en 2019, Risen veía algunas de las historias que contaba como una “alegoría” en un momento de división y de reacción contra los avances sociales parecida a la que se vivió contra el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Desde hace unos meses, dice que ve lo que sucede ahora más como resultado del “legado político” de entonces.
“Se puede trazar una historia intelectual y, en algunos casos, una historia organizativa de la extrema derecha de personas que salieron del pánico a los rojos creyendo que la lucha todavía continuaba… De generación en generación, han llegado ideas muy similares sobre el progresismo en Estados Unidos no sólo como una idea diferente, sino como algo fundamentalmente malvado para el estilo de vida estadounidense”, dice Risen, que pone como ejemplo la persecución ahora de atletas trans o estudiantes que han protestado por la guerra de Gaza. “No se trata de proteger a las jóvenes de la competencia desleal en los deportes ni del antisemitismo. En realidad, se trata de un orden social y moral diferente. Y eso también estuvo en gran medida detrás del miedo a los rojos, que fue en esencia un conflicto cultural entre una visión moderna, cosmopolita y progresista de Estados Unidos y una visión muy conservadora”.
Persecución, silencio e indefensión
En el apogeo de esa batalla en medio de la Guerra Fría, Dalton Trumbo, el guionista que había liderado el atisbo de resistencia en Hollywood en los años 40, ya escribía con seudónimo (ganó un Oscar en 1956 bajo el nombre de Robert Rich por El bravo). Humphrey Bogart y Katherine Hepburn hace tiempo que se habían retirado de la batalla presionados por los estudios y por los activistas que tiraban piedras contra los cines que estrenaban películas de los que se habían opuesto a los interrogatorios de la comisión de actividades anti-estadounidenses que operaba antes de McCarthy.
Los libros vetados de las bibliotecas públicas, en algunos casos quemados, incluían El halcón maltés de Dashiell Hammett, que fue encarcelado durante seis meses por negarse a dar nombres de sus colegas en una asociación para pagar fianzas de perseguidos, y Muerte de un viajante de Arthur Miller.
La sospecha era, en palabras de Risen, “una mancha de humo que flotaba fácilmente de una persona a otra de modo que amigos que no le hacían el vacío inmediatamente a un supuesto comunista eran cuestionados”.
La indefensión de aquellos años mientras el Congreso aprobaba leyes contra la discrepancia ideológica y el Tribunal Supremo justificaba argumentos para limitar la libertad de expresión y de conciencia tuvo que ver con la debilidad de algunas organizaciones que hoy sí son fuertes. “La Unión Estadounidense de Libertades Civiles [ACLU, en sus siglas en inglés] y la Asociación Estadounidense de Abogados no defendieron los derechos individuales como deberían haberlo hecho. Pero gracias a eso aprendieron la lección. Desde los años 60, han proporcionado un control esencial contra los esfuerzos de gobiernos y ciudadanos por infringir las libertades civiles”, explica Risen.
La historiadora Ellen Schrecker, que ha dedicado gran parte de su carrera de décadas al estudio del macartismo, está de acuerdo con el fallo entonces de organizaciones clave. “La excepción fueron las propias víctimas. Y algunos libertarios civiles de izquierda. Pero eso fue todo. La ACLU no defendió a los comunistas”, dice a elDiario.es durante una conversación por videollamada. “La gran diferencia con ahora es que entonces no hubo resistencia al macartismo”, dice unas horas después del anuncio de la Universidad de Harvard de que no aceptará las condiciones del Gobierno para seguir recibiendo ayudas federales. Hablamos unas horas antes de que ella misma participe como oradora en una protesta en Nueva York en defensa de la libertad en los campus.
Schrecker ha dado clase en Harvard y Columbia. Ahora es profesora emérita de Historia de Estados Unidos en la Universidad de Yeshiva y no ha dejado de escribir. Entre sus libros más clásicos están Many Are the Crimes: McCarthyism in America, publicado en 1998 y que sigue siendo el manual de referencia, y No Ivory Tower, sobre la persecución en los campus.
El de 2025 le parece un ambiente más preocupante que el de los años 50 que ella misma vivió de adolescente: “En retrospectiva, el macartismo parece un paseo. En el caso de las universidades, entonces sólo se centraban en la actividad política pasada, no en la enseñanza en sí. Tampoco había un cuestionamiento general de la educación superior... Ahora estamos ante algo muchísimo más extenso y represivo, con expulsiones del país a diestro y siniestro. En los años 50, el Gobierno se atenía a reglas”.
Profesores en la puerta
Tanto Risen como Schrecker coinciden en que una de las lecciones para el presente es la actitud de los individuos, incluso en gestos pequeños como guardarse una opinión política o ser pasivo ante abusos alrededor.
“La gente no debería quedarse impasible sólo porque no son políticos o abogados o no están en condiciones de tener mucho efecto”, dice Risen, que pone como ejemplo las redadas ahora de los agentes de inmigración en escuelas donde los educadores tienen el derecho a negarles la entrada. “Es fácil para un administrador o un maestro decir ‘no voy a interponerme en el camino, este no es mi papel’. Deben comprender que ese es totalmente su papel y que su trabajo es proteger a los niños que están dentro. Es muy importante tener una perspectiva que te prepare para ser ese maestro que se pone de pie en la puerta y dice: ‘no, no puedes entrar sin una orden judicial’”.
Y esto en un contexto de división en la población que no dista tanto de los años 50, una década retratada a menudo con un periodo de consenso, pero donde en realidad el país y los partidos empezaron a fracturarse.
La polarización afectiva se empezó a ver por la reacción ante la persecución de personas percibidas como radicales y también de espías. La fractura ha continuado hasta hoy en los casos más notables como el del diplomático Alger Hiss, encarcelado por espionaje y perjurio, y el de Julius y Ethel Rosenberg, ejecutados por espionaje en la silla eléctrica después de un juicio cuestionado por su dureza y debilidad en las pruebas.
Buenas noches y buena suerte
Aquella también fue una época de crisis para el periodismo, a menudo demasiado deferencial con el poder.
Un hito que marcó un nuevo tono fue el documental producido en 1954 por Edward Murrow en la CBS para mostrar en imagen qué decía y qué hacía McCarthy con crudeza y tono de denuncia. Ese momento ha llegado hasta hoy como mito, retratado en Buenas noches y buena suerte, la película de 2005 y recién estrenada ahora como obra de teatro en Broadway también con George Clooney.
Murrow habló en horas bajas para el senador, pero McCarthy siempre conservó una base de fieles. También después de aquel programa.
Larry Tye, historiador y biógrafo de Joe McCarthy, ve una conexión clara entre la manera de actuar del senador de Wisconsin y el actual presidente. “En lugar de soluciones, demagogos como Trump y McCarthy señalan con el dedo. Atacados, lanzan una bola de demolición a sus críticos. Cuando se descubre que la carga contra un enemigo fabricado es hueca, lanzan una nueva bomba. Si las noticias son malas, culpan a los periodistas”, explica a elDiario.es.
Tye me recuerda una frase que está en su biografía de McCarthy publicada en 2020, Demogague: en 1954, el pionero de las encuestas George Gallup escribió una predicción sobre los secuaces de McCarthy “escalofriantemente similar” a la que hizo Donald Trump en las primarias de 2016 sobre los suyos: “Incluso si supieran que McCarthy había matado a cinco niños inocentes, probablemente seguirían apoyándolo”, dijo Gallup.
Después de la moción de censura del Senado contra McCarthy e incluso después de su muerte -con sólo 48 años, en 1957- sus ideas siguieron siendo populares para un tercio de la población. Si bien Tye destaca la base de “creyentes fieles”, también ve un patrón recurrente sobre el poder efímero de personajes parecidos.
“Hay una lección esperanzadora en las historias de Joe McCarthy y la larga lista de otros matones de los que los estadounidenses se han enamorado a lo largo de los años”, dice Tye. “Cada uno de esos autócratas –los gobernadores James Michael Curley y George Wallace, el predicador de radio Charles Coughlin y McCarthy– cayeron incluso más rápido de lo que ascendieron, una vez que Estados Unidos se desengañó y recuperó su mejor versión. Si se les pone la cuerda, la mayoría de los demagogos estadounidenses acaban ahorcándose”.
El decreto del presidente demócrata
La persecución política más amplia de la historia de Estados Unidos había empezado, en realidad, antes de McCarthy, y lo había hecho con un presidente demócrata al frente.
El 22 de marzo de 1947, el presidente Harry S. Truman decretó la creación de un “programa de lealtad” para poder controlar las inclinaciones ideológicas de los funcionarios y, en particular, determinar si pertenecían al Partido Comunista, a un sindicato o a cualquier otra asociación considerada potencialmente subversiva. Como resultado, la Administración investigó a más de cinco millones de trabajadores federales.
Truman se arrepintió después del decreto y no entendió el alcance de lo que pensaba que serviría a su Gobierno para protegerse de los ataques republicanos.
La amplitud de ese programa abrió la puerta al escrutinio masivo pese a que, en la práctica, los casos de espionaje eran aislados y la popularidad del comunismo y su partido en Estados Unidos estaban en declive.
Cualquier excusa era digna de una investigación de meses. Incluso se extendió la idea de la sospecha para los “antifascistas prematuros”, que habían apoyado a los republicanos españoles en los años 30 cuando eso podía denotar inclinación comunista y no era aceptable como el antifascismo en los 40 contra los nazis alemanes. Recaudar fondos para los republicanos españoles o donar dinero para una ambulancia en España, como hizo el físico nuclear Robert Oppenheimer, eran motivos para abrir expedientes.
“¿Qué es la lealtad? No estaba definido. La falta de lealtad en la mente de algunas personas se convirtió en apoyo al activismo anti-Franco… o en el apoyo a los derechos civiles. Se trataba de buscar pruebas a través de ideas indirectas”, dice Risen, el autor de Red Scare.
“Y no hay que olvidar el papel de Edgard Hoover. El FBI fue muy importante en la creación de un escenario de lo que supuestamente era una amenaza comunista, que en realidad no era una amenaza”, me dice Ellen Schrecker. Así el elenco de sospechosos se iba ampliando mientras el FBI de Hoover no dejaba de aumentar la lista de posibles organizaciones subversivas y motivos de sospecha, incluido ser judío o gay.
La memoria y España
La extensión de la persecución a menudo en secreto fue tal que las historias personales permean hasta hoy la sociedad estadounidense.
Schrecker se empezó a interesar por el estudio de aquellos años porque su profesor de sexto en los años 50 fue despedido repentinamente a mitad de curso por, según descubrió después, estar en una de las tantas listas negras que circulaban. A Risen le contaba alguna de esas historias su abuelo, agente del FBI, y desde que ha publicado el libro no deja de recibir emails con más testimonios.
Algunas de las historias, susurradas como secretos de familia, recuerdan a las de la represión franquista. Risen dice que echa en falta en Estados Unidos la forma europea de lidiar con los roles de los individuos de los diferentes lados de la historia. “¿Qué significa para los nietos de los perpetradores enfrentarse a los nietos de sus víctimas?”, me dice. “Rara vez nos preguntamos eso en Estados Unidos. Y, cuando lo hacemos, siempre tratamos de que sea una historia agradable, alguna con un final feliz”.
La capitulación
Una de las lecciones que más destacan estos tres historiadores expertos en el macartismo es la complacencia entonces hasta de las instituciones que más presumían de defender las libertades.
Las empresas privadas, la mayoría sin ni siquiera relación con la seguridad nacional, presionaron o despidieron a posibles sospechosos por temor a boicots de sus productos o a la pérdida de subvenciones y contratos públicos.
Los productores de los estudios de Hollywood, incluidos algunos identificados como progresistas, fueron los primeros en colaborar con listas, despedir a artistas o pedirles a guionistas que utilizaran un seudónimo. Instituciones identificadas con las libertades civiles, incluidas las universidades y los bufetes más progresistas, cumplieron con lo que McCarthy o el Departamento de Justicia les pedía y más allá.
El escrutinio ideológico se extendió para solicitar un pasaporte, una licencia de pesca o un seguro de la casa.
“Todos los segmentos de la sociedad estuvieron involucrados. De General Motors, General Electric y la CBS al New York Times, el Departamento de Educación de Nueva York, el sindicato de trabajadores del automóvil, hubo muy, muy pocos empleadores públicos o privados que no echaran a los hombres y mujeres marcados”, escribe Schrecker en No Ivory Tower sobre la persecución en las universidades, donde, según ha documentado, hasta los académicos más progresistas miraron para otro lado más allá de la retórica. “Cuando tuvieron la oportunidad de convertir su oposición en algo más concreto que palabras, casi todos los académicos progresistas fallaron”.
Ahora, en cambio, la Universidad de Harvard se ha plantado ante las demandas de la Administración Trump, que la ha castigado con la congelación de 2.200 millones de dólares (unos 1.900 millones de euros) en subvenciones públicas. “La universidad no entregará su independencia ni renunciará a sus derechos constitucionales”, dijo el rector, Alan Garber, en una declaración pública este lunes.
Steven Levitsky, profesor de Harvard de Políticas y uno de los líderes que ha movilizado a sus colegas en el campus en la resistencia contra el Gobierno, leyó el comunicado de Garber en su clase sobre democracia y autoritarismo, y los estudiantes se pusieron a aplaudir. “Tal vez Garber sea nuestro Murrow”, apunta Schrecker.
La rectora interina de la Universidad de Columbia, Claire Shipman, en cambio, dice haber seguido “con interés” la declaración de Harvard, pero ya ha accedido a algunas de las condiciones impuestas por el Gobierno Trump para no perder subvenciones de 400 millones de dólares (unos 350 millones de euros) y sigue negociando sobre nuevas peticiones.
Hace unas semanas, Schrecker conversó con Jelani Cobb, decano de Periodismo de Columbia, sobre la experiencia de las universidades en los años 50. Al decano y periodista se le quedó grabada la advertencia de la historiadora: “La capitulación nunca resultó en la salvación”.
Ahora la historiadora me dice, sobre Columbia: “¿Tenía razón, no? Cedieron y no les han garantizado los 400 millones... Si hablamos de la década de 1930, el acuerdo de Múnich no fue suficiente para Hitler. Tomó Checoslovaquia el año siguiente. Esa es la mentalidad a la que nos enfrentamos hoy en Washington”.