La provincia, el desdoblamiento electoral y la inseguridad desenfrenada

Una larga cadena de conflictos encuentra su terreno de batalla (y su botín) en los barrios de las clases bajas altas y las medias bajas, sometidas a una existencia indigna respecto de la seguridad de sus vidas y patrimonios

Mar 4, 2025 - 06:27
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La provincia, el desdoblamiento electoral y la inseguridad desenfrenada

Un hilo a primera vista imperceptible enhebra los tópicos mencionados en el título. En primer lugar, menos a la PBA que a su volátil conurbano, donde reside el 40% de la población nacional y se registra un guarismo análogo de la pobreza. Luego, un desdoblamiento electoral con la Nación, que en otros distritos no constituye un problema. Por último, el desgobierno de la seguridad ciudadana, que remite a la Rosario de los últimos años, aunque más amplio, diseminado y flanqueado por la combinación explosiva de la marginalidad con la droga.

Una larga cadena de conflictos cuyo terreno de batalla y botín son los barrios en la zona gris de las clases bajas altas y las medias bajas sometidas a una existencia indigna respecto de la seguridad patrimonial y personal de sus familias. Víctimas de un ordenamiento cuyos responsables proceden al revés de sus obligaciones, como lo prueba una cotidianidad violenta en la que se estrellan todos los discursos ideológicos.

El políticamente estratégico conurbano es una malformación política y social que durante el último medio siglo ha crecido caóticamente al compás de la prosecución de migraciones internas y de países limítrofes, menos atribuibles a simbolizar el progreso en clave de nuestra historia nacional primigenia que a una mayor garantía de supervivencia en la economía informal que abarca casi al 60% del PBI. Esta báscula entre una legalidad forzada y la ilegalidad organizada según parámetros novedosos tiende a explicar la latinoamericanización del que fue, hasta hace medio siglo, el país socialmente más integrado de la región. Una revolución sociocultural elocuente en el desborde de la planificación urbana y la consiguiente proliferación de asentamientos masivos en zonas poco habitables y carentes de servicios básicos. Sitios de residencia de los nuevos pobres y marginados lindantes con los barrios formalizados.

El CB o GBA comienza en el Riachuelo o la avenida General Paz; pero, sintomáticamente, no hay unanimidad sobre los límites de su extensión. Está regido por intendentes que, en los hechos, ofician como minigobernadores de una provincia de la que dependen fiscalmente, eclipsando otra ilegalidad institucional: la carencia de autonomía política y fiscal. Durante el último cuarto de siglo, varios han conformado elencos de clanes asociados endogámicamente y con reflejos de perpetuación, no fortuitamente parecidos a los feudos de las provincias más pobres. Su mendicidad respecto de la burocracia “provincial” se replica en la de la provincia ante sucesivos gobiernos nacionales que les retacean recursos. De ahí la pulsión por recursos “suplementarios” en la economía negra y venal. Obtienen de ella varios insumos indispensables: gobernabilidad –por las fuentes laborales, sin excluir a las delictivas–, votos masivos cruciales de una ciudadanía reconfigurada en “bandas”, e ingresos superlativos a los magros impuestos comunales o a los de la coparticipación de una provincia exhausta. El resultado sale por añadidura: un mefistofélico ensamble de complicidades políticas, judiciales, policiales que halló en la administración de la penuria social las claves de su perpetuación.

Vayamos ahora a otro aspecto de la provincia, dividida en dos porciones: el próspero interior, y otra –que hacina a casi al 70% de su población, unos 13 millones de personas del total de 17 millones–, el GBA, cuyos tres cordones rodean a la Capital Federal. Esta, dotada de autonomía desde 1994, ha devenido un potente distrito que, a diferencia de su homóloga provincial, convirtió a dos jefes de gobierno en presidentes. Los gobernadores, en cambio, proceden de la CABA o del CB, y son elegidos por los presidentes o jefes políticos nacionales. “Desembarcan” como virreyes en un territorio desconocido ignorando su deletéreo organigrama de secciones y regiones administrativas. Durante las últimas décadas, y a diferencia de sus demás colegas del país, se parecen menos a mandatarios que a príncipes feudales medievales. Son primus inter pares rodeados por séquitos selectos de algunos ministros fieles y de otros que componen un polícromo conjunto de microgobernaciones paralelas. En tensión, a su vez, con los “barones” municipales que gerencian las pujas en el interior de sus respectivos “partidos del poder”. Y con una fantasmagórica Legislatura en la que conviven porteños con agentes de los poderes comunales que facturan fuerte los intercambios para que la maquinaria esclerótica no se paralice.

Por último, cabe analizar la coyuntura actual del posible desdoblamiento de fechas en las elecciones legislativas entre la Nación y la PBA y sus municipios. Algo complicado por varias razones: requeriría de un tratamiento legislativo local específico pues la “ley Ballestrini” (14.086) no lo habilita y convierte a la provincia en un carry trade de gobiernos o jefaturas políticas nacionales. Hay otra tentación subyacente, poco novedosa a lo largo de toda la historia nacional desde 1880, cuando la provincia porteña fue decapitada. Como tantas otras veces, un gobernador se percibe como potencial candidato a presidente desafiando la autoridad de la jefatura política que allí lo situó. Paradojal, dadas las obvias dificultades de una gestión subóptima –aunque tampoco el conjunto habilita nada demasiado mejor–, pero que desde el “narnia” platense se concibe de manera invertida.

Desdoblamiento cronológico que le tributaría independencia a la provincia, aunque condicionada por los “barones” municipales que se relamen pensando en una mayor potencia para configurar el galimatías de las listas provinciales y comunales. Otra tentación histórica recurrente de la alienación bonaerense. Y que no responde a una “maldición”, sino a un diseño de poder deliberado desde hace ciento cuarenta y cinco años. Así lo confirman los destinos de Dardo Rocha, Guillermo Udaondo, José Camilo Crotto, Manuel Fresco, Rodolfo Moreno, Domingo Mercante, Oscar Alende, Eduardo Duhalde, Carlos Ruckauf, Daniel Scioli y María Eugenia Vidal.

Y un colofón macabro: el juego de pinzas de una dirigencia escindida respecto de la vida cotidiana –de hecho, ni el gobernador ni ningún “barón” o “baronesa” han dado la cara ante los espantos de cada día–, flanqueada por la violencia en zonas liberadas para los marginales. Resonancia de la cultura política de chantajes para arrancarle al gobierno nacional fuerzas federales capaces de contener a bandas de adolescentes desheredados. Y el dichoso desdoblamiento resistido por jefes nacionales que apuestan a un face to face para probar fuerza y capacidad de supervivencia.

Como telón de fondo, la silueta de otro fantasma que desde la poscuarentena no ha hecho más que expandirse: el narcotráfico, sobre todo, en la región metropolitana. Plataforma, a su vez, de un circuito continental que ha hallado en el país un sitio crucial para las exportaciones a Europa y una concomitante fuente de recursos para nutrir “cajas negras”. Lo más parecido a jugar con fuego; y, como es sabido, quienes practican ese juego, a la larga, se queman. Nada tampoco novedoso: las grandes hogueras de los últimos treinta y cinco años empezaron siempre en el Gran Buenos Aires y devoraron a toda la República.

Algún día, una política menos necia y más decente deberá volver a poner en agenda el desmantelamiento de este tóxico síndrome metropolitano.

Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos