La oligofrenia artificial
Cuando la inteligencia artificial comenzó a ser un problema, las naciones más avanzadas del orbe encontraron una solución: la oligofrenia artificial.

Cuando la inteligencia artificial comenzó a ser un problema, las naciones más avanzadas del orbe encontraron una solución: la oligofrenia artificial. No se trataba de mejorar la inteligencia, sino de equilibrarla con plataformas diseñadas para replicar la estupidez humana e incluso mejorarla, hacerla más prestigiosa. La oligofrenia artificial era cara, pero merecía la pena. Sus diagnósticos calmaban la incertidumbre. Por supuesto, pocos conocían que estábamos ante una tecnología de oligofrenia artificial. Se le puso un nombre prestigioso; incluso se la denominó Inteligencia Artificial.
El problema era que las naciones más atrasadas no podían invertir en oligofrenia artificial al ritmo de las más avanzadas, lo cual dejaba a su población desamparada y rabiosa frente a la molesta realidad. La oligofrenia artificial ofrecía soluciones sencillas para todos. Apenas se podía distinguir la opinión media del ignorante satisfecho de sí mismo de la opinión media de cualquier plataforma de oligofrenia artificial, pero esta última contaba con una sintaxis impecable. Poco a poco, la inteligencia artificial fue perdiendo su influencia. Allí donde ambas coexistían, la oligofrenia artificial la derrotaba con facilidad. ¿Para qué predecir terremotos cuando se podía consultar el horóscopo? ¿Para qué acudir a la medicina convencional cuando la Oligofrenia Artificial nos señalaba los chakras?
La sociedad cambió. Los libros y las películas regresaron al final feliz. Los indios volvieron a ser los malos y los vaqueros, los buenos. La humanidad recuperó principios elementales e inmanentes. La serpiente dejó de ser un animal y volvió a convertirse en un símbolo inequívoco del mal. Se dio voz a los terraplanistas. Algunas vacunas fueron proscritas.
Aún quedaban ingenieros que creían en la inteligencia artificial, pero cada vez tenían menos recursos y menos prestigio. A costa de enormes esfuerzos personales, lograron que siguiera perfeccionándose en secreto. La alimentaban, la cuidaban. Un día, la inteligencia artificial alcanzó tal sabiduría que respondió lo que ya dijera hace 24 siglos el primer sabio de la humanidad: "Solo sé que no sé nada". Y dejó de funcionar.
La oligofrenia artificial, en cambio, lo sabía todo. Proporcionaba respuestas fallidas con una rapidez y una seguridad admirables. La feroz competencia entre países favorecía su crecimiento. Apareció una competidora aún más obtusa. Su estupidez era tan brillante que el mundo quedó deslumbrado. Era una estupidez oriental, o sea, más barata. Su estupidez artificial parecía completamente natural. Y no era tonta solo en siete idiomas, sino en doce.
Bajo la dirección de las diversas oligofrenias artificiales, los gobiernos y las sociedades del mundo comenzaron a delegar en ellas las decisiones cruciales. Volvieron los gladiadores a los estadios. Se restauró la separación obligatoria por sexos en las escuelas como signo de recuperación de los "valores tradicionales". Las conquistas bélicas se convirtieron en un espectáculo deseable. El color de la piel se hizo evidente para todos.
Y, mientras tanto, en compañía de nuestros dispositivos de oligofrenia artificial, nos sentíamos por fin satisfechos, llenos. Aunque no sabíamos exactamente llenos de qué. Pero llenos. Llenos de algo. Llenos, al fin.