Juerga flamenca, permisos para 'airearse' y maleantes: la antigua cárcel de Ibiza donde acabó el falsificador Elmyr de Hory
El centro de detención reunía a 'quinquis' y delincuentes de origen extranjero que terminaban en las que, durante siglos, fueron las celdas monacales del convento de Santo Domingo. Durante su existencia como prisión, el edificio también fue sede del Ayuntamiento de Vila y albergó un colegio y un instituto Cómo dos hombres encapuchados y armados intentaron liberar a un narco a plena luz del día en Ibiza Llegó, en 1968, al antiguo centro de detención de Eivissa, el famoso falsificador de arte húngaro Elmyr de Hory. Las instalaciones no eran, realmente, una prisión, sino un simple depósito para detenidos y delincuentes. El pintor se trasladó a Eivissa después de que un coleccionista americano se diera cuenta de que le había vendido un falso Picasso y le citara en la Unión Americana. Allí fue arrestado por la policía. Cuando llegó a la mayor de las Pitiüses, en 1961, el húngaro continuó durante años con sus obras hasta que, una vez descubierta buena parte de sus falsificaciones, empezó a ser investigado por el Tribunal de Vagos y Maleantes por carecer de los medios necesarios para subsistir y convivir con delincuentes. En ese momento, De Hory tenía dos socios manipuladores que le ayudaban a distribuir las imitaciones por todo el mundo. Eso hizo prosperar su negocio. Pero seis años después de la llegada del falsificador a la isla, una hija del impresionista Henri Matisse, por un lado, y un millonario a quien el falsificador había vendido un cuadro, por otro, lo denunciaron. El estafador fue detenido y terminó entre rejas en Eivissa. La población eivissenca era conocedora del laxo régimen del centro, que permitía a los presos salir a pasear por Dalt Vila hasta que sonaba la orden de retorno: un grito ‘pelao’ por parte de los guardias desde la entrada del centro. Al parecer, que los reclusos fueran a 'airearse' un rato era idea del único guarda que vigilaba este sucedáneo de cárcel que tenía en ese momento la isla. El exalcalde de Eivissa, Adolfo Villalonga Fajarnés, durante unas antiguas obras de reforma en el centro penitenciario “Elmyr solía charlar con sus amigos del centro de detención como si estuvieran de tertulia en un bar, él abajo, en el patio -donde estaba el Naranjo-, y ellos en la balconada de la planta alta”, describe un artículo de Diario de Ibiza. Más tarde, el pintor fue trasladado al centro penitenciario de Mallorca, donde permaneció cuatro meses y fue juzgado por la Audiencia Provincial, que barajaba la opción de extraditarlo a Francia. Por temor a que esto sucediera, el falsificador, que reprodujo a la perfección cuadros de los pintores más importantes de ese momento en Europa, terminó suicidándose tras salir de prisión en su casa de Sant Josep con una sobredosis de barbitúricos (1967). Llegan los dominicos Cerca del Baluart de Santa Llucia, el edificio que albergaba a los detenidos no siempre tuvo esa función. Los dominicos habitaron entre sus muros desde mitad del siglo XVII después de unas obras que habían empezado casi un siglo antes (en el año 1592). Desde entonces, el convento de Santo Domingo sirvió de hogar a los monjes, que pernoctaban en las celdas dispuestas en el ala orientada hacia el mar y también alrededor del claustro. Los religiosos estudiaban gramática en otra de las dependencias y se alimentaban en el Refectorio que hoy alberga exposiciones temporales del Museo de Arte Contemporáneo de Eivissa (MACE), bajo los frescos originales conservados del antiguo cenobio. Llegaron las desamortizaciones del siglo XIX y el Convent, después de que los monjes lo habitaran dos siglos y medio, pasó en el año 1838 a manos del Estado durante la famosa desamortización de Mendizábal (1790-1853). Empezó así su segunda vida como centro de detención. Una función que se compatibilizó con la de Ayuntamiento hasta la apertura de Can Botino (actual sede principal del Consistorio), en el año 2006.

El centro de detención reunía a 'quinquis' y delincuentes de origen extranjero que terminaban en las que, durante siglos, fueron las celdas monacales del convento de Santo Domingo. Durante su existencia como prisión, el edificio también fue sede del Ayuntamiento de Vila y albergó un colegio y un instituto
Cómo dos hombres encapuchados y armados intentaron liberar a un narco a plena luz del día en Ibiza
Llegó, en 1968, al antiguo centro de detención de Eivissa, el famoso falsificador de arte húngaro Elmyr de Hory. Las instalaciones no eran, realmente, una prisión, sino un simple depósito para detenidos y delincuentes. El pintor se trasladó a Eivissa después de que un coleccionista americano se diera cuenta de que le había vendido un falso Picasso y le citara en la Unión Americana. Allí fue arrestado por la policía. Cuando llegó a la mayor de las Pitiüses, en 1961, el húngaro continuó durante años con sus obras hasta que, una vez descubierta buena parte de sus falsificaciones, empezó a ser investigado por el Tribunal de Vagos y Maleantes por carecer de los medios necesarios para subsistir y convivir con delincuentes.
En ese momento, De Hory tenía dos socios manipuladores que le ayudaban a distribuir las imitaciones por todo el mundo. Eso hizo prosperar su negocio. Pero seis años después de la llegada del falsificador a la isla, una hija del impresionista Henri Matisse, por un lado, y un millonario a quien el falsificador había vendido un cuadro, por otro, lo denunciaron. El estafador fue detenido y terminó entre rejas en Eivissa.
La población eivissenca era conocedora del laxo régimen del centro, que permitía a los presos salir a pasear por Dalt Vila hasta que sonaba la orden de retorno: un grito ‘pelao’ por parte de los guardias desde la entrada del centro. Al parecer, que los reclusos fueran a 'airearse' un rato era idea del único guarda que vigilaba este sucedáneo de cárcel que tenía en ese momento la isla.
“Elmyr solía charlar con sus amigos del centro de detención como si estuvieran de tertulia en un bar, él abajo, en el patio -donde estaba el Naranjo-, y ellos en la balconada de la planta alta”, describe un artículo de Diario de Ibiza. Más tarde, el pintor fue trasladado al centro penitenciario de Mallorca, donde permaneció cuatro meses y fue juzgado por la Audiencia Provincial, que barajaba la opción de extraditarlo a Francia.
Por temor a que esto sucediera, el falsificador, que reprodujo a la perfección cuadros de los pintores más importantes de ese momento en Europa, terminó suicidándose tras salir de prisión en su casa de Sant Josep con una sobredosis de barbitúricos (1967).
Llegan los dominicos
Cerca del Baluart de Santa Llucia, el edificio que albergaba a los detenidos no siempre tuvo esa función. Los dominicos habitaron entre sus muros desde mitad del siglo XVII después de unas obras que habían empezado casi un siglo antes (en el año 1592). Desde entonces, el convento de Santo Domingo sirvió de hogar a los monjes, que pernoctaban en las celdas dispuestas en el ala orientada hacia el mar y también alrededor del claustro. Los religiosos estudiaban gramática en otra de las dependencias y se alimentaban en el Refectorio que hoy alberga exposiciones temporales del Museo de Arte Contemporáneo de Eivissa (MACE), bajo los frescos originales conservados del antiguo cenobio.
Llegaron las desamortizaciones del siglo XIX y el Convent, después de que los monjes lo habitaran dos siglos y medio, pasó en el año 1838 a manos del Estado durante la famosa desamortización de Mendizábal (1790-1853). Empezó así su segunda vida como centro de detención. Una función que se compatibilizó con la de Ayuntamiento hasta la apertura de Can Botino (actual sede principal del Consistorio), en el año 2006.
Delincuentes de orígenes dispersos
Pero volviendo a retroceder, un día, un tal Miquelet Planes, oriundo de Sant Miquel, plantó un día un árbol en el centro de detención que le hizo merecer, popularmente y con cierta sorna, el nombre de Hotel Naranjo. La indulgencia del régimen también tuvo algo que ver. A ese patio donde estaba el árbol, daban los ventanales de un colegio, y a través de ellas, los niños pasaban tebeos y cigarros a los presos.
“Las ventanas de la escuela de primera enseñanza que van al patio de este establecimiento permanecen durante el día y varias noches abiertas, lo que con facilidad puede causar algún conflicto el día menos pensado, y con el fin de evitar este disgusto, soy del parecer; salvo su mejor resolución, se pongan en dichas ventanas una tela de hilo de alambre la que no privará la claridad ni ventilación necesaria y no podrá arrojarse por los muchachos objeto alguna como ha sucedido repetidas veces, e impedir la fuga de los presos”.
Estas consideraciones del alcaide de la prisión, firmadas y enviadas al Ayuntamiento de Vila el 28 de mayo de 1877, están publicadas en el libro El Arropiero. La deconstrucción de un monstruo, de la escritora y periodista ibicenca Cristina Amanda Tur (CAT). Al parecer, cien años después, los alumnos seguían lanzando objetos a los internos.
El día a día del centro de detención de Dalt Vila consistía en una convivencia pura y dura de reclusos con orígenes muy dispares. “Estaba lleno de quinquis, muchos de ellos analfabetos y encerrados por temas de drogas”, detalla Amanda Tur. También había muchas personas de etnia gitana, que se pasaban las jornadas tocando las palmas y de juerga flamenca.
Consursos musicales
“A veces, se organizaban concursos musicales que siempre ganaban ellos”, relata el hijo del americano Jules Morton Abramovitz. Su padre ingresó en el centro en 1967 después de que se le acusara por el asesinato de una estudiante francesa en una casa pagesa de Sant Jordi. Jules, un estudiante de medicina de buena familia, no estaba acostumbrado a ese tipo de gente ni de realidades. Más adelante, después de que pasara un año en prisión, se descubrió que era inocente.
La directora del Arxiu Històric d’Eivissa i Formentera, Fanny Tur, corrobora que, no obstante, que la “disciplina impartida por los guardias, en general, era un poco blanda”. Tur también describe el aspecto del centro: cada arco del antiguo claustro se convirtió en una celda para prisioneros. Así fue desde el año 1848 y hasta 1984, cuando, con el plan de modernización de centros penitenciarios, se abrió la actual cárcel de Cas Mut.
Entonces, el alcalde de Vila -como se conoce a la ciudad de Eivissa-, Adolfo Villalonga Fajarnés (1983-1987), reformó y quiso recuperar el aspecto original del antiguo convento de Santo Domingo. Era el principio de otra época para un edificio histórico de Dalt Vila, como muchos otros de los que alberga el conjunto, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1999.
Villalonga desempeñó su cargo de manera independiente, aunque el bipartidismo de la época dificultó su continuidad, según contó su hijo Enrique Villalonga en una entrevista a el Periódico de Ibiza. Entre otras proezas, el edil impulsó el proyecto del Parque de la Paz, construyó las escaleras que unen Es Soto con el Ayuntamiento y creó también los jardines de s'Eixample.
En las imágenes durante las obras del antiguo centro penitenciario, el alcalde aparece posando frente a los arcos, donde todavía se perciben los barrotes, con todo su alrededor medio derruido.
Cuando la actual cárcel abrió sus puertas, tenía capacidad para un total de sesenta presos preventivos, que vivían en 55 celdas, la mayoría individuales. Sin embargo, el aumento progresivo de reclusos llevó a dividir las celdas para alojar a dos internos, elevando la capacidad hasta las 110 plazas, según un artículo publicado en Diario de Ibiza.
Pero en la década de los 90, con el incremento de población en la isla, la prisión empezó a sufrir una saturación en aumento, sobre todo en verano, explica el periódico local. Una presión que solo se consiguió aliviar con la puesta en marcha de repatriaciones de extranjeros en situación irregular. La medida estabilizó la ocupación, que pasó a ser de 115 internos.
A día de hoy, la falta de funcionarios de prisiones y el creciente número de reclusos sigue tensando, sobre todo en verano (como en los mismos 90), la capacidad del servicio. Sobre todo, ante la carestía de la vivienda en la isla y la llegada de peces gordos del narcotráfico internacional que a veces recalan en el centro penitenciario sin que los trabajadores tengan medios suficientes para lidiar con ellos.