Francisco, el zurdo de Dios

Es posible, sólo posible, que debamos hablar con profundidad del Papa. De ese argentino que llegó al Vaticano con cara de párroco de barrio, voz de tango universal y verbo de cuchillo. Ese que se puso el nombre del poverello de Asís, no por moda, sino por mensaje, como quien se viste con una herida … Continuar leyendo "Francisco, el zurdo de Dios"

Abr 21, 2025 - 21:09
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Francisco, el zurdo de Dios

Es posible, sólo posible, que debamos hablar con profundidad del Papa. De ese argentino que llegó al Vaticano con cara de párroco de barrio, voz de tango universal y verbo de cuchillo. Ese que se puso el nombre del poverello de Asís, no por moda, sino por mensaje, como quien se viste con una herida abierta. El Papa Francisco, ese hereje -para algunos- con sotana blanca, ese hombre puro de altar, ese que nunca terminó de gustarle a los cardenales ni a los mercados, fallecía este lunes, por sorpresa, porque parecía que había salido adelante de su neumonía.

¿Era de izquierdas? Vaya pregunta para un mundo tan polarizado. ¿Acaso se puede ser Papa sin ser de todos y de nadie? Francisco era más bien un zurdo evangélico, un revolucionario con rosario, un tipo que hablaba de los pobres no como categoría política sino como prójimo con nombre y apellidos. Un Papa que llamaba por teléfono a la portera de un convento para preguntarle por su reuma. Un Papa que decía cosas tan escandalosas como el dinero es el estiércol del diablo y se quedaba tan pancho, sabiendo que en Wall Street les daba urticaria cada vez que abría la boca.

Cambió cosas, vaya si las cambió. Hizo temblar a la curia, que es ese club de jubilados eternos con mitra y diplomacia. Limpió sótanos, abrió ventanas, le dio voz a los que nunca comulgaron con el poder. Quiso una Iglesia más pobre, más callejera, más humana. Habló de medio ambiente como si fuera teología y del amor como si fuera política. Permitió cuestionar sin excomunión, amar sin culpa, dudar sin ser arrojado al infierno. Era incómodo, claro. El Papa que no usaba zapatos rojos ni tronos dorados. El Papa que se subía a un Fiat mientras otros se encaramaban a la soberbia de lujosos coches y poltronas.

Los jerarcas del mundo lo toleraban como se tolera al loco lúcido de la familia. Le sonreían en las fotos, le daban palmaditas, pero luego se marchaban corriendo a firmar tratados armamentísticos o a levantar muros. Porque Francisco les recordaba que el poder sin alma es sólo dominación, y eso en Davos no se cotiza.

No era comunista, no era liberal, no era conservador. Era, simplemente, cristiano. Y eso, en estos tiempos de etiqueta fácil y pensamiento en cápsulas, resulta lo más revolucionario de todo, como lo fue Jesús.

Se va, sí, se ha ido —si es que se ha ido— el Papa de los gestos, de las metáforas, de las periferias para llegar a lo importante. Se va el Papa que hablaba como el pueblo y rezaba como un monje. Pero nos deja la incómoda certeza de que el Evangelio no fue escrito para los que duermen tranquilos en camas de pluma, sino para los que no tienen cama.

Y ahora, que venga el próximo Papa y trate de llenar esos zapatos usados que caminaban por Roma como si fuera su querido y gran Buenos Aires.