¿De verdad somos analógicos?
"Así que es usted analógico", me dijo el empleado cuando rehusé su oferta de un soporte digital de eBook. "No, mire, yo soy normal. Soy una persona física, real y tridimensional".

"Así que es usted analógico", me dijo el empleado cuando rehusé su oferta de un soporte digital de eBook. "No, mire, yo soy normal. Soy una persona física, real y tridimensional", le respondí con amabilidad, pero con la firme intención de dejar claras las cosas.
La aclaración me pareció necesaria porque no somos los humanos los analógicos sino los televisores que usábamos antes de que llegara la llamada era digital. Confundir las teles con los humanos me parece un paso inquietante. Ya sé que se usa esa trasnominación de forma coloquial, pero me resisto a ella. Me resisto simplemente a ese desplazamiento semántico de un ente tecnológico a mi persona. Uno ni es analógico ni es digital. Sencillamente no se halla dentro de una pantalla. No pertenece al mundo de las representaciones audiovisuales. No es que tenga ningún prejuicio contra este. De hecho, uno ve series televisivas y se sirve de un ordenador a diario aunque prefiera leer en papel.
Sí. Todo empezó con los libros, con la llegada del eBook, el kindle, el libro electrónico a nuestras vidas. De pronto, en oposición a este último, se empezó a llamar "analógico" al libro clásico, al de papel, al de toda la vida, trasladando, así, a ese objeto la terminología que se había establecido para distinguir los televisores antiguos de los digitales. Pero ese salto léxico respondía a una confusión mental. Daba por hecho que los libros se mueven en el mismo plano tecnológico, icónico, visual y virtual que los viejos aparatos de tubo catódico. Como si no tuvieran una presencia física y no fueran tangibles, a diferencia de lo que vemos en un monitor. Como si los libros no fueran cuerpos reales que palpamos con nuestras manos y que ocupan un espacio en nuestras casas. Como si los libros no fueran, en fin, objetos que conviven con nosotros en nuestra misma dimensión.
Creo que esta fantasmalización lingüística del libro de papel no es del todo inocente. Recordemos el empeño que han tenido algunos en vaticinar su desaparición a favor de las versiones tecnológicas. Hablo de esa profecía futurista que se puso de moda hace varios lustros, pero que ha resultado fallida pues en nuestro país, por ejemplo, hoy el eBook apenas sobrepasa el 5% de la producción editorial. O sea, que el libro físico sigue mostrando signos de una excelente salud en la industria de la constelación Gutenberg.
No. No es del todo inocente esa fantasmalización léxica, y lo es menos cuando se extiende al propio lector. Ni mis libros ni yo somos analógicos. Nuestra existencia no se interrumpe con ruidos electrónicos ni interferencias. No nos velamos como la imagen que recibe una señal débil y se transforma en una lluvia de rayas dentro de una pantalla.
No. No todo lo que no es digital es analógico. Puede ser lisa y llanamente real. Por esa lógica reduccionista y metafórica, llamaríamos analógica a toda la Humanidad. Cristo, Sócrates y el hombre de Neanderthal serían también analógicos aunque nacieran en un tiempo donde no era digital ni la huella dactilar. Analógicas eran las teles y sus imágenes, pero nosotros no nos movemos en esas categorías. Nuestras vidas no se pueden confundir con las de las máquinas. Y, para que eso no ocurra, hay que hacer la operación contraria: llevar lo que pensamos, soñamos o imaginamos al mundo físico, o sea, al papel. Quizá en el papel resida la esencia de lo humano