Años cincuenta del siglo XX. Mi padre nos llevaba en marzo desde Madrid a Sevilla a la familia. Cabíamos en un Citroën Pato, color negro por supuesto, en los turismos parecía vedada la policromía. Su matrícula -la recuerdo: símbolo de la excepcionalidad de este patrimonio «auto» móvil- era M-70430. El maletero cargado con ruedas: las «recauchutadas» o con manguitos, no aguantaban los 540 kilómetros de un tirón, carretera nacional para la que todavía era un proyecto casi «onírico» el Plan Redia, del ministro Vadollano. La pregunta de su chófer ¿quo vadis, dómine? la traducíamos, ¿a dónde viajamos este domingo, jefe?. ¿Por qué este éxodo anual? Existían razones. Mi padre, abogado del Estado, había tenido su primer destino en Sevilla, de...
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