Ana Scannapieco: la nieta de los creadores de una heladería ilustre, que llevó su entrañable historia familiar al teatro
Estuvo a un paso de terminar su doctorado, pero tuvo una crisis y decidió que iba a ser actriz; en la obra La heladería, que escribió y protagoniza, evoca con humor y dulzura el recuerdo de sus antepasados italianos

Hay una escena de la película Cinema Paradiso en la que el viejo Alfredo le dice a Totó: “Vete y no vuelvas nunca. Y si algún día te da nostalgia y regresas, no me busques. No toques a mi puerta porque no te abriré. Busca algo que te guste y, hagas lo que hagas, ámalo como amabas la cabina del Cinema Paradiso cuando eras niño”. La frase tiene muchos puntos en común con la vida de Ana Scannapieco, hija y nieta de los fundadores de la famosa heladería que lleva su apellido, fundada en 1938. Aunque no siguió el negocio familiar y se dedicó de lleno a la actuación después de una crisis existencial en sus treinta y tantos, Ana guarda un amor profundo por sus raíces heladeras; tanto, que ideó y actúa en una obra que evoca la historia de su padre y de sus dos tíos al frente de la entrañable gelateria. Y sí, al final no todos los mandatos son tan malos.
Hablar con Ana en la heladería -ahora ubicada en la calle Álvarez Thomas 10-, es como estar en una película italiana de la posguerra, con familiares (padres y primos varios) que irrumpen en escena para saludar y contar su parte de la historia. Primero llega Carlos, padre de Ana, de impecable boina y prestancia artístico-heladera, que invita a visitar su taller de grabado (es un artista plástico de reconocida trayectoria) y desparrama anécdotas del local de la calle Córdoba, en donde funcionó Scannapieco hasta 2010.
Los padres de Carlos fundaron la heladería en 1938 y el negocio familiar se perpetuó cuando él y sus hermanos -Emilio y Juan José- se pusieron al frente. El local de Córdoba fue un clásico hasta 2010, cuando finalmente fue vendido, al calor del boom inmobiliario de la zona. Tres años más tarde, el 1° de marzo de 2013, el hijo de Juan (que también se llama Juan y es primo de Ana) reabrió la heladería sobre Álvarez Thomas.
“Mi hermano Emilio estaba todo el día. Yo iba desde las seis de la tarde hasta las nueve y los fines de semana. Estudiaba Bellas Artes y si tenía un hueco me escapaba a ver a Boca los domingos. Nunca tuve la oportunidad de perder el tiempo. Por eso siempre odié la heladería”, se sincera Carlos, de 85 años, que suele pasar las tardes en una mesita al fondo del local. Su voz es firme y, curiosamente, solo se quiebra cuando recuerda que su mamá separaba bolsas con comida para mandar desde Buenos Aires a Italia después de la guerra. También se acuerda de que eran pobres y que fue una gran noticia cuando su padre por fin le pudo regalar un triciclo a él y a sus hermanos para Navidad.
En este vodevil napolitano (porque los heladeros que llegaron al país durante la primera mitad del siglo pasado eran casi todos de Nápoles) aparece Juan Andrés, el primo de Ana, que antes de reabrir la heladería en 2013 tuvo un negocio de parquet. “Nuestros padres decían que cuando ellos no se dedicaran más a la heladería, había que cerrar. Yo me rebelé”, afirma, y se nota que endiosa la cultura del trabajo. “En 2002 me quisieron pagar un laburo de parquet con 150 bitcoins y dije que no le veía sentido”, se ríe. Hoy tendría algo así como 15 millones de dólares...
Ese famoso helado de limón
Después de los relatos de Carlos y Juan Andrés, que Ana escucha muy atenta, llega su turno. Su historia es la de una niña que gravitó en un universo de cucuruchos y sabores, que invitaba a sus amigas a comer helado y caía a todas las fiestas con el (o los) kilitos de rigor. “Cuando cerró la heladería sentí que no iba a poder vivir sin ese helado. Una de mis amigas me recordó hace poco que venían al local y nos tomábamos cinco o seis vasitos cada una. Yo ponía helado de limón con soda en un vaso de vidrio, lo revolvía y se los daba a ellas como bajativo”, recuerda, y jura que durante muchos años tuvo un sueño recurrente: soñaba que tomaba helado de limón.
Mientras Ana crecía, la heladería iba ganando fama. Emilio se partía el lomo, Carlos iba y venía de la Facultad al local y Juan José tuvo que dejar el país y regresar a Italia por un problema de salud en su familia. “Mi mamá decía que mi viejo tenía los dedos más cortos de tanto revolver helado”, acota Juan Andrés. “Cuando hace poco le pregunté a mi papá qué era lo que más le gustaba de la heladería me respondió: ‘Irme’”, dice la hija de Carlos.
En ese mundo creció Ana. Las cosas iban por carriles normales hasta que, a los 16 años, fue a un taller de teatro de Claudio Tolcachir y todo cambió. “Claudio daba el taller en su monoambiente de Estado de Israel y Lerma; él vivía ahí, de hecho tenía su colchón apoyado contra la pared”, rememora.
Ana siguió con las clases y también se anotó en la carrera de Ciencias de la Comunicación. Trabajó en un bazar sobre la Avenida Cabildo y los mediodías en un restaurante; después, volaba a la facultad y a la noche se iba a ensayar. Tomó clases durante siete años con Tolcachir hasta que él le propuso hacer Jamón del diablo (inspirada en el libro 300 millones, de Roberto Arlt), una obra en la que participaron sus alumnos de entonces. Mientras crecía su carrera de actriz, Ana terminó la carrera de Comunicación y en el último final, que le tomó Pablo Alabarces, el reconocido sociólogo le propuso sumarse a su grupo de investigación. Esto derivó en que ella se presentara a una beca del Conicet para hacer un Doctorado en Ciencias Sociales.
Vidas paralelas
La crisis llegó a los 30, en plena cursada del doctorado, que ya venía bastante avanzado (solo le faltaba la tesis). “No sabía quién quería ser y había mantenido una vida paralela entre el teatro y el mundo académico, que en sí mismo es muy competitivo. En el medio, me separé de mi pareja de muchos años”, recuerda.
-¿Y te acordás en qué momento exacto hiciste el click?
-Sí, había ido a ver el estreno de una película que se llama El pasante (2010), en la que era coprotagonista junto con Ignacio Rogers. Cuando, sobre el final, pasaron los créditos y vi mi nombre ahí escrito en la pantalla, me cayó una ficha. Ya no quise seguir el doctorado. Todos me decían que podía hacer las dos cosas, seguir con la beca del Conicet y ser actriz al mismo tiempo, pero simplemente no quería.
-Esa crisis fulminante sucedió el mismo año del cierre de la heladería tradicional, en la Avenida Córdoba (2010)...
-Lo hablé en terapia, obviamente. Solo puedo decir que sentí que, si seguía con el doctorado, me iba a enfermar. Y ahí organicé mi vida más como es ahora, dando más talleres de teatro en distintas escuelas, en Timbre 4, en Moscú Teatro y en los distintos proyectos que tengo. Mi economía es mucho más inestable, pero bueno, hago lo que me gusta.
Ana está en pareja desde hace casi 20 años con el actor y director Lisandro Penelas, con quien tiene dos hijos. Penelas y el dramaturgo Francisco Lumerman llevan adelante el Moscú Teatro, en donde ensayan las obras y dan clases. Desde aquella crisis de los 30, Ana participó en obras como La única manera (de contar esta historia es con mandarinas) y La amante de los caballos, entre muchas otras.
-La obra que estás haciendo con Boy Olmi y Pablo Fusco parece un cuento de hadas de tanos heladeros. Todos se gritan y parece un caos, pero al final se nota que se quieren un montón. ¿Los mandatos familiares también pueden ser felices?
-Creo que los mandatos tienen un lado negativo, que es la sumisión, el aceptar sin cuestionar. Pero también tiene un costado positivo, con el que traté de conectar. Sentí que podía tomar muchos valores que estaban en la heladería, que tenían que ver con hacer las cosas con pasión, aunque no veas plata, sin pensar en el resultado. Es sólo estar ahí, presente en el proceso.
-¿Hay un paralelo posible entre el oficio del heladero y el actor?
-Para mí, la heladería de la familia tenía algo que tiene mucho que ver con el teatro independiente, que es lo que decía: hay que estar presente. Me acuerdo de que ellos trabajaban con alimentos naturales, que fermentaban en distinto tiempo. Había que estar con el cuerpo, observando los procesos. Esa corporalidad y esa observación también es la del actor.
-Y el limón con el que soñabas, el que tomabas de niña, ¿lo sentís parecido al que hacen ahora?
-Y... Era el sabor de la infancia y eso sí que no vuelve. Pero la verdad es que se sigue haciendo muy parecido...