Pequeño manual de procedimientos
Luego de rezongar durante muchas décadas sobre la crisis de valores que estábamos atravesando, venimos a descubrir que, bueno, parecería que no hay valores. Ni códigos. Ni nada. Creo que es más complicado, si me conceden un minuto. Sí, por supuesto, hay una crisis de valores. Es la historia de la civilización. Saltamos de una crisis de valores a la siguiente, y luego vamos viendo, para emplear la frase sarcástica de moda. (El sarcasmo es lo que te queda cuando advertís que estás predicando en el desierto. O que no sos profeta en tu tierra. Lo que ocurra primero.)Desarmemos este asunto de los valores. Primero, el marketing. Nunca fueron populares, los valores. Nos guste o no, sonaban aburridos, a sermón, a cosa de gente demasiado arraigada a preceptos obsoletos, mojigata –es decir excesivamente escrupulosa– y algo chapada a la antigua. Oíamos a personas bienintencionadas hablar (no sin razón) de los valores, y secretamente sabíamos que su prédica era estéril. Los hechos han probado esta percepción. La prédica no sirvió para nada. Porque los valores no se siembran con palabras, sino con el ejemplo. Después están los valores en sí. Siempre los hay. La crisis de valores no existe y nunca existió. A lo sumo, por razones que trataré de explorar enseguida, se instalan valores que parecen todo lo contrario. Esto puede tener un aspecto trivial; una crisis de valores no es sino la instalación de valores que juzgamos negativos. Cuidado. Porque así terminamos enarbolando prejuicios, y de ahí a la violencia hay un paso y medio.No es asunto opinable. La palabra valor está repleta de significados. Si la miran un poco verán en su interior los conceptos de lo que vale (o sea, lo que es útil), de la valentía, de la fortaleza, de la evaluación. La crisis no es, pues, de valores. Ni siquiera es que ya no hay valores. Lo que ocurre es que en ciertos momentos los valores vigentes (¿alguien está pensando en la bolsa?) nos hacen sentir que desperdiciamos nuestra inversión. ¿Perdón? ¿Cuál inversión?Ahí está todo el asunto. El progreso no es sino alejarnos de la ley de la selva. No tanto como la plantea Kipling, sino en un sentido más brutalmente literal. La ley de la selva es hacer lo que se nos da la gana, satisfacer nuestros apetitos sin la menor reflexión y sobrevivir hasta que algo nos come. Si participamos del pool genético, cumplimos nuestra misión. Si no, adiós, besitos en el ADN. Teóricamente, no queremos eso. Somos humanos y aspiramos a más. Preferiríamos saldar nuestras diferencias sin violencia y ser movilizados por algo más que nuestros apetitos. Desde que existimos tenemos una vocación extravagante, la del arte, y más tarde, también la de las ciencias. Traducido: nos hemos alejado mucho de nuestros antepasados homínidos y nos mandamos la parte con nuestros Einstein y nuestros Van Gogh. Alejarnos es dejar de comportarnos como animales, y eso está cruzado por una enormidad de conductas cuyo valor es objetivo. Solo un ejemplo: deberíamos tratar de no usar a los demás. Para nada. Con ningún fin. Se usan las cosas y las herramientas. No las personas. Ese es un valor. Y ese valor hoy está golpeado; el ombliguismo pragmático es flagrante. ¿Pero por qué es un valor? ¿Acaso porque es más ético? Nos perderíamos en un laberinto delicioso, si tomáramos ese camino. Hice la carrera de filosofía; me anoto. Pero no tenemos tiempo. Es un valor porque nos aleja de la ley de la selva. Nos aleja de la ley de la selva porque le otorga a la persona humana el valor de toda la humanidad; se opone a cosificar. Piensen nada más en las virtudes cardinales (la templanza, la prudencia, la fortaleza, la justicia) y también en la simple cortesía, la solidaridad, el desapego y la valentía, a los que sumaría una pizca de austeridad (bueno, una cucharadita, mejor) y otra de sinceridad.¿Cuál inversión? Esta, la de ser humanos y saber que no tenemos un manual de procedimientos. Salvo nuestros valores.

Luego de rezongar durante muchas décadas sobre la crisis de valores que estábamos atravesando, venimos a descubrir que, bueno, parecería que no hay valores. Ni códigos. Ni nada.
Creo que es más complicado, si me conceden un minuto. Sí, por supuesto, hay una crisis de valores. Es la historia de la civilización. Saltamos de una crisis de valores a la siguiente, y luego vamos viendo, para emplear la frase sarcástica de moda. (El sarcasmo es lo que te queda cuando advertís que estás predicando en el desierto. O que no sos profeta en tu tierra. Lo que ocurra primero.)
Desarmemos este asunto de los valores. Primero, el marketing. Nunca fueron populares, los valores. Nos guste o no, sonaban aburridos, a sermón, a cosa de gente demasiado arraigada a preceptos obsoletos, mojigata –es decir excesivamente escrupulosa– y algo chapada a la antigua. Oíamos a personas bienintencionadas hablar (no sin razón) de los valores, y secretamente sabíamos que su prédica era estéril.
Los hechos han probado esta percepción. La prédica no sirvió para nada. Porque los valores no se siembran con palabras, sino con el ejemplo.
Después están los valores en sí. Siempre los hay. La crisis de valores no existe y nunca existió. A lo sumo, por razones que trataré de explorar enseguida, se instalan valores que parecen todo lo contrario. Esto puede tener un aspecto trivial; una crisis de valores no es sino la instalación de valores que juzgamos negativos. Cuidado. Porque así terminamos enarbolando prejuicios, y de ahí a la violencia hay un paso y medio.
No es asunto opinable. La palabra valor está repleta de significados. Si la miran un poco verán en su interior los conceptos de lo que vale (o sea, lo que es útil), de la valentía, de la fortaleza, de la evaluación. La crisis no es, pues, de valores. Ni siquiera es que ya no hay valores. Lo que ocurre es que en ciertos momentos los valores vigentes (¿alguien está pensando en la bolsa?) nos hacen sentir que desperdiciamos nuestra inversión. ¿Perdón? ¿Cuál inversión?
Ahí está todo el asunto. El progreso no es sino alejarnos de la ley de la selva. No tanto como la plantea Kipling, sino en un sentido más brutalmente literal. La ley de la selva es hacer lo que se nos da la gana, satisfacer nuestros apetitos sin la menor reflexión y sobrevivir hasta que algo nos come. Si participamos del pool genético, cumplimos nuestra misión. Si no, adiós, besitos en el ADN.
Teóricamente, no queremos eso. Somos humanos y aspiramos a más. Preferiríamos saldar nuestras diferencias sin violencia y ser movilizados por algo más que nuestros apetitos. Desde que existimos tenemos una vocación extravagante, la del arte, y más tarde, también la de las ciencias. Traducido: nos hemos alejado mucho de nuestros antepasados homínidos y nos mandamos la parte con nuestros Einstein y nuestros Van Gogh. Alejarnos es dejar de comportarnos como animales, y eso está cruzado por una enormidad de conductas cuyo valor es objetivo.
Solo un ejemplo: deberíamos tratar de no usar a los demás. Para nada. Con ningún fin. Se usan las cosas y las herramientas. No las personas. Ese es un valor. Y ese valor hoy está golpeado; el ombliguismo pragmático es flagrante. ¿Pero por qué es un valor? ¿Acaso porque es más ético? Nos perderíamos en un laberinto delicioso, si tomáramos ese camino. Hice la carrera de filosofía; me anoto. Pero no tenemos tiempo.
Es un valor porque nos aleja de la ley de la selva. Nos aleja de la ley de la selva porque le otorga a la persona humana el valor de toda la humanidad; se opone a cosificar. Piensen nada más en las virtudes cardinales (la templanza, la prudencia, la fortaleza, la justicia) y también en la simple cortesía, la solidaridad, el desapego y la valentía, a los que sumaría una pizca de austeridad (bueno, una cucharadita, mejor) y otra de sinceridad.
¿Cuál inversión? Esta, la de ser humanos y saber que no tenemos un manual de procedimientos. Salvo nuestros valores.