Nocturno, de Gabriele D’Annunzio
Nocturno es el diario que Gabriele D’Annunzio escribió mientas sirvió en el frente durante la Primera Guerra Mundial. La editorial Fórcola publica la primera edición crítica en español del que posiblemente sea el mejor libro de memorias de la época y, sin duda, el mejor de D’Annunzio. En Zenda reproducimos un fragmento de Nocturno: Cuadernos... Leer más La entrada Nocturno, de Gabriele D’Annunzio aparece primero en Zenda.

Nocturno es el diario que Gabriele D’Annunzio escribió mientas sirvió en el frente durante la Primera Guerra Mundial. La editorial Fórcola publica la primera edición crítica en español del que posiblemente sea el mejor libro de memorias de la época y, sin duda, el mejor de D’Annunzio.
En Zenda reproducimos un fragmento de Nocturno: Cuadernos de guerra de un avisador entre tinieblas (Fórcola), de Gabriele D’Annunzio.
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OFRENDA PRIMERA
Aegri somnia
(Sueños enfermos)
Tengo los ojos vendados.
Levanto ligeramente las rodillas para dar inclinación a la mesita que tengo sobre ellas.
Escribo en una estrecha tira de papel que contiene una línea. Tengo entre los dedos un lápiz blando. El pulgar y el medio de la mano derecha, apoyados sobre los bordes de la tira, la hacen escurrir a medida que va saliendo escrita la palabra.
Percibo con la última falange del meñique derecho el borde inferior y lo utilizo como una guía para conservar la línea recta.
Los codos están firmes como mis caderas. Procuro dar al movimiento de las manos una suma ligereza de modo que su juego no supere la articulación de la muñeca, que ningún temblor se transmita a la cabeza vendada.
Siento en toda mi actitud la rigidez de un escriba egipcio esculpido en los basaltos.
La habitación está muda de toda luz. Escribo en la oscuridad. Trazo mis signos en la noche que está asentada entre uno y otro muslo como un eje clavado.
Aprendo un arte nuevo.
Cuando la dura sentencia del médico me tumbó en la tiniebla, me asignó en la tiniebla el reducido espacio que mi cuerpo ocupará en el sepulcro, cuando el viento de la acción se enfrió sobre mi rostro, como borrándolo, y los fantasmas de la batalla quedaron de golpe excluidos del negro umbral, cuando el silencio se hizo a mi alrededor, cuando hube abandonado mi carne y encontrado de nuevo mi espíritu, de la primera ansia confusa resurgió la necesidad de expresar, de significar. Y casi inmediatamente me puse a buscar un medio ingenioso de eludir el rigor de la cura y engañar al médico severo sin infringir sus órdenes.
Me estaba prohibido hablar, y especialmente hablar con claridad; no me era posible vencer la antigua repugnancia a dictar y el pudor secreto del arte que no quiere intermediarios o testigos entre la materia y el que la trabaja. La experiencia me disuadía de palpar a ojos cerrados la página. La dificultad no está en la primera línea, sino en la segunda y en las siguientes.
Entonces me vino a la memoria la manera de las Sibilas, que escribían la sentencia breve sobre las hojas dispersas al viento del destino.
Sonreí con una sonrisa que nadie vio en la sombra cuando oí el estrujamiento del papel que la Sirenetta cortaba en tiras para mí, tumbada sobre la alfombra de la habitación contigua, a la luz de una lámpara baja.
Debe ella tener la barbilla iluminada como por la reverberación de la arena ardiente cuando estábamos tendidos uno junto a otra en la playa pisana, en el tiempo alegre.
El papel hace un ruidito de estrujamiento regular que evoca en mi imaginación el de la resaca al pie de los tamariscos y de los enebros abrasados por el lebeche.
Bajo la venda, el fondo de mi ojo herido llamea como el mediodía estival de Bocca d’Arno.
Veo la arena ondulada por el viento, rayada por la ola.
Puedo contar los granos, hundir en ellos la mano, llenarme la palma, dejarlos escurrir entre los dedos.
La llama crece, la canícula se recrudece. La arena brilla en mi visión como mica y cuarzo. Me deslumbra, me produce vértigo y terror, como el desierto líbico cuando aquella mañana cabalgaba yo solo hacia las tumbas de Saqqara.
No tengo la defensa de los párpados ni ninguna otra protección. El tremendo ardor está bajo mi frente, inevitable.
El amarillo se enrojece, el llano se atormenta. Todo se vuelve erizado y cortante. Luego, como una mano creadora forja las figuras en el yeso dúctil, un soplo misterioso levanta en la extensión cegadora relieves de formas humanas y bestiales.
Ahora el fuego sólido es tratado como la piedra con cincel.
Tengo ante mí una pared rígida de roca candente esculpida con hombres y monstruos. De cuando en cuando restalla como una inmensa vela, y las apariciones se agitan.
Luego todo huye, arrastrado por el torbellino rojo, como un montón de tiendas en el desierto.
El borde de la retina rasgada arde enroscándose como el papiro dantesco; y el color moreno borra sucesivamente las palabras allí escritas.
Leo: «¿Por qué me has engañado dos veces?».
El sudor salubre chorrea hasta mi boca mezclado con las lágrimas de las pestañas apretadas.
Tengo sed. Pido un sorbo de agua.
La enfermera me lo niega, porque me está prohibido beber.
«Apagarás tu sed con tu propio sudor y con tu llanto.»
La sábana se adhiere a mi cuerpo como la que envuelve al ahogado goteando sal, arrastrado a la orilla y depositado sobre la arena hasta que venga alguien a reconocerlo, a cerrarle los párpados espumosos, y a dar alaridos sobre su silencio.
Cuando la Sirenetta se acerca a mi cabecera con su paso cauto y me trae el primer fajo de tiras iguales, separo despacio mis manos, que hace tiempo descansaban a lo largo de mis caderas. Siento que me he vuelto más sensible, con algo insólito en las últimas falanges, que semeja una claridad afluida.
Todo es oscuridad. Estoy en el fondo de un hipogeo.
Estoy en mi ataúd de madera pintada, estrecho y adaptado a mi cuerpo como una vaina.
A los otros muertos sus familiares les han traído frutos y hogazas. A mí, escriba, la piadosa me aporta los instrumentos de mi oficio.
Si me levantase, ¿no chocaría mi cabeza con la tapa en la que está pintada al exterior mi imagen de otro tiempo, con los grandes y límpidos ojos abiertos hacia la belleza y el horror de la vida?
Mi cabeza permanece inmóvil, comprimida en sus vendas. Desde las caderas a la nuca un deseo de quietud me deja fijo como si realmente el embalsamador hubiera efectuado su obra sobre mí.
Pronto mis manos encuentran los gestos, con ese instinto infalible que hay en las membranas de los murciélagos cuando rozan las asperezas de las cavernas tenebrosas.
Cojo una tira, la palpo, la mido.
Reconozco la calidad del papel por su leve ruido.
No es ése acostumbrado que me fabricaban a mano, hoja por hoja, los artesanos de Fabriano estampando la filigrana de mi divisa, que ahora me parece tremenda como un suplicio eterno. Es liso, un poco duro, cortante en los bordes y en los cantos. Es semejante a una cartela sin enrollar, semejante a una de esas cartelas sagradas que los pintores colocaban en sus tablas.
Hay algo religioso en mis manos que lo sostienen. Un sentimiento virgen renueva en mí el misterio de la escritura, del signo escrito.
Oigo crepitar la cartela entre mis dedos que tiemblan.
Parece que mi ansiedad sopla sobre el tizón ardiente que tengo en el fondo del oído. Llamas y chispas vuelan locamente en el torbellino del alma.
Siento bajo mis rodillas la mano de la piadosa. Las levanto ligeramente para sostener la tablita. Es, para mí, en la oscuridad, como una tablita votiva. Sobre ella está extendida la tira. Entre el pulgar, el índice y el medio cojo el lápiz. El medio tiene todavía el surco del trabajo obstinado. Nulla dies sine linea.
Y tiemblo ante esta primera línea que voy a trazar en las tinieblas.
¡Oh arte, arte perseguida con tanta pasión y entrevista con tanto deseo!
¡Desesperado amor de la palabra grabada para los siglos!
¡Mística ebriedad que a veces de mi misma carne y de mi sangre misma hacía el verbo!
¡Fuego de la inspiración que de pronto fundía lo antiguo y lo nuevo en una coalición incógnita!
La mano sopesaba la materia. La materia tenía color, relieve, tono.
La pluma era como el pincel, como el cincel, como el arco del músico. Templarla era un placer glorioso.
El espíritu humilde y soberbio temblaba al contemplar la resma compacta e intacta que habría de convertir en libro vivo.
La calidad del aceite para la lámpara era elegida como para una ofrenda a un dios severo.
Y en las horas de creación feliz, la silla dura se convertía en un reclinatorio crujiente bajo las rodillas que soportaban la violencia del cuerpo enarcado.
Ahora mi cuerpo está en un ataúd, tendido y oprimido.
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Autor: Gabriele D’Annunzio. Título: Nocturno: Cuadernos de guerra de un aviador entre tinieblas. Traducción: Julio Gómez de la Serna. Editorial: Fórcola. Venta: Todos tus libros.
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