Leiva firma su autorretrato más frágil y honesto lejos de los algoritmos en 'Gigante'
Ir a contracorriente, salirse de la norma y marcar la diferencia no es una pose para Leiva (José Miguel Conejo, 1980). Es una pulsión vital. Y Gigante, su sexto álbum en solitario, es la expresión más rotunda de esa necesidad: un disco donde no hay trampa ni cartón, donde el artista madrileño se despoja de artificios para ofrecerse más terrenal, más consciente. Más Leiva que nunca. En un contexto musical dominado por fórmulas predictivas y repeticiones virales, Leiva ha decidido olvidarse de los algoritmos para construir un autorretrato emocional, imperfecto y brutalmente honesto. Gigante ha debutado en el número 1 en España, pero lo ha hecho a su manera, contraviniendo los principios clásicos del éxito comercial y apostando por algo mucho más arriesgado: mirar hacia adentro. El resultado es un viaje musical en el que Leiva atraviesa sus sombras sin perder de vista la luz. En Bajo presión se sumerge en los estados de ánimo como quien fotografía la niebla; en 'Caída libre', junto a Robe Iniesta, pone palabras a la depresión con crudeza y humanidad. Leivinha es un autorretrato que desmitifica al ídolo. Y en Ácido, el barro de la experiencia se mezcla con el vértigo emocional de un artista que ha aprendido a cantar desde la herida. Gigante es también un disco que mira hacia adelante. En Química y demolición, Leiva canta al colapso emocional y a las segundas oportunidades, mientras que Nuevas misiones se presenta como un canto sereno a la esperanza: no todo está perdido si hay voluntad de reconstrucción. La vida no es lineal, parece susurrar cada pista del álbum, que fluye como una corriente irregular, llena de recovecos, curvas y contradicciones. La memoria también atraviesa el disco, con Cuarenta mil como ejemplo perfecto de ese ejercicio de evocación: recorridos interiores en la memoria de miradas rotas, de momentos que ya no están pero siguen empujando desde dentro. Es una elegía sin solemnidad, un homenaje íntimo a lo vivido. Y si algo define a Gigante, es la decisión de cerrar etapas. En Shock y adrenalina, Leiva entona su particular despedida: "Se terminaron los puntos suspensivos y nos perdimos la pista". Ya no hay espacio para dejar las frases en el aire. Ahora hay finales, asunciones, verdades. Porque incluso cuando canta al síndrome del impostor —una constante en su trayectoria, ahora más verbalizada que nunca—, lo hace desde la conciencia plena de quien ha aprendido a habitarse. No hay disimulo. No hay impostura. Hay dolor, hay belleza, y sobre todo hay aceptación. Desde su estética de sombrero y pitillos, Leiva se atreve a mirar cara a cara a sus propias grietas. "Y sé que solo estoy mirando de otra forma, que voy a dar la vuelta a nuestra sombra mientras busco el modo de remontar el vuelo", canta en uno de los versos más reveladores del álbum. Porque, en definitiva, Leiva ha echado mano de todo lo pequeño para hacer un disco Gigante. "Me cuelgan los pies, me viene gigante. Subo al escenario con diez vinos...
Ir a contracorriente, salirse de la norma y marcar la diferencia no es una pose para Leiva (José Miguel Conejo, 1980). Es una pulsión vital. Y Gigante, su sexto álbum en solitario, es la expresión más rotunda de esa necesidad: un disco donde no hay trampa ni cartón, donde el artista madrileño se despoja de artificios para ofrecerse más terrenal, más consciente. Más Leiva que nunca. En un contexto musical dominado por fórmulas predictivas y repeticiones virales, Leiva ha decidido olvidarse de los algoritmos para construir un autorretrato emocional, imperfecto y brutalmente honesto. Gigante ha debutado en el número 1 en España, pero lo ha hecho a su manera, contraviniendo los principios clásicos del éxito comercial y apostando por algo mucho más arriesgado: mirar hacia adentro. El resultado es un viaje musical en el que Leiva atraviesa sus sombras sin perder de vista la luz. En Bajo presión se sumerge en los estados de ánimo como quien fotografía la niebla; en 'Caída libre', junto a Robe Iniesta, pone palabras a la depresión con crudeza y humanidad. Leivinha es un autorretrato que desmitifica al ídolo. Y en Ácido, el barro de la experiencia se mezcla con el vértigo emocional de un artista que ha aprendido a cantar desde la herida. Gigante es también un disco que mira hacia adelante. En Química y demolición, Leiva canta al colapso emocional y a las segundas oportunidades, mientras que Nuevas misiones se presenta como un canto sereno a la esperanza: no todo está perdido si hay voluntad de reconstrucción. La vida no es lineal, parece susurrar cada pista del álbum, que fluye como una corriente irregular, llena de recovecos, curvas y contradicciones. La memoria también atraviesa el disco, con Cuarenta mil como ejemplo perfecto de ese ejercicio de evocación: recorridos interiores en la memoria de miradas rotas, de momentos que ya no están pero siguen empujando desde dentro. Es una elegía sin solemnidad, un homenaje íntimo a lo vivido. Y si algo define a Gigante, es la decisión de cerrar etapas. En Shock y adrenalina, Leiva entona su particular despedida: "Se terminaron los puntos suspensivos y nos perdimos la pista". Ya no hay espacio para dejar las frases en el aire. Ahora hay finales, asunciones, verdades. Porque incluso cuando canta al síndrome del impostor —una constante en su trayectoria, ahora más verbalizada que nunca—, lo hace desde la conciencia plena de quien ha aprendido a habitarse. No hay disimulo. No hay impostura. Hay dolor, hay belleza, y sobre todo hay aceptación. Desde su estética de sombrero y pitillos, Leiva se atreve a mirar cara a cara a sus propias grietas. "Y sé que solo estoy mirando de otra forma, que voy a dar la vuelta a nuestra sombra mientras busco el modo de remontar el vuelo", canta en uno de los versos más reveladores del álbum. Porque, en definitiva, Leiva ha echado mano de todo lo pequeño para hacer un disco Gigante. "Me cuelgan los pies, me viene gigante. Subo al escenario con diez vinos...
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