Las últimas ciruelas del verano

U no de mis primeros amigos en este mundo fue un árbol. Imagino que no sabía todavía que eso se llamaba árbol ni que jamás iba a hablar. Ni a trasladarse por sus propios medios por el impensado jardín que estaba en la parte de atrás de esa casita que mis padres compraron en los suburbios para empezar de abajo a tener un lugar propio. Fueron tiempos felices para mí, pero también de privaciones para la familia, con una heladera a querosén, gallinas ponedoras y agua de pozo. La leche llegaba recién ordeñada en un carro de un solo caballo cuyo dueño tenía un mastín que lo seguía a todos lados y que sostenía una rivalidad inmemorial con el pequeño perro de mi madre, que tenía muy mal carácter y que viviría hasta los dieciocho años. Había que hervir la leche antes de consumirla, claro está. Mi padre viajaba todos los días 70 kilómetros en su moto para ir a trabajar. Fue un acontecimiento cuando la cambió por un ratón Heinkel, oficialmente un Heinkel Kabine, que desarmaba por completo, fin de semana por medio, para mantenerlo a punto. El Heinkel tenía un solo asiento, que durante esta deconstrucción dominguera quedaba en el living de la casita, con el respaldo apoyado contra el enorme ventanal (supongo que de ahí me viene mi afición por las ventanas grandes o mi aversión por las pequeñas, lo que ocurra primero); teníamos con mi hermanito el mal hábito de hamacarnos en ese asiento –que recuerdo blanco–, hasta que un día se nos fue de control y se estrelló contra el ventanal. Salté a tiempo, pero mi hermanito, no, y terminó abordo del asiento blanco, luego de un horrendo estallido de vidrios, en la galería exterior. Mi madre apareció en el living, con la expresión de un resucitado, y temió lo peor. Pero mi hermano estaba muerto de risa e ileso. La filípica fue severa.En ese jardín, que mi madre no sabía cómo cuidar y que mi padre, que no era aficionado a la naturaleza, solo visitaba de vez en cuando, había un ciruelo. Estoy seguro de que pasó un invierno y una primavera hasta que descubrí que ese árbol mediano, pero robusto, que alguien había podado con sabiduría mucho tiempo antes –y por eso tenía unas pocas ramas principales en forma de copa–, daba unas frutas amarillas que amé de entrada. Imagino, porque ya la vida se ha encargado de ir borrando los detalles, que mi madre me enseñó que esas ciruelas podían comerse sin riesgo, igual que las que compraba en la proveeduría, que estaba a tres kilómetros y a la que íbamos en su bicicleta inglesa, conmigo en la canasta delantera. En ese barrio, que hace mucho fue tragado por el asfalto, los árboles estaban por todos lados, y a falta de los juegos de las plazas (no había ninguna plaza en muchos kilómetros a la redonda), aprendí con insólita destreza a treparme hasta ramas de alturas insensatas, una práctica que mi madre, para mi asombro, nunca desalentó con demasiado vigor. Así aprendí a esperar los veranos, cuando el ciruelo se llenaba de frutas maduras y, en una temprana exhibición de indolencia que, como casi todos, extraviaría con los años, me pasaba tardes enteras recostado en una de las gruesas ramas, comiendo esas ciruelas gordas y en su punto justo, que alcanzaba con solo estirar un poco el brazo. No me parece que haya una escena más deliciosamente idílica en toda mi vida. Con frecuencia, claro está, esos atracones me daban dolor de panza, que intentaba ocultar, no fuera cosa que el ciruelo, del que me había hecho amigo, fuera a pagar los platos rotos. En los años siguientes, cuando nos volvimos a la ciudad, de todo lo que extrañé de esa casa, y lo extrañé todo, mi ciruelo fue el recuerdo más dulce y el más entrañable. Lo recordé hace unos días, inesperadamente, cuando recogía unos higos y el sol se filtró entre las hojas, me dio en la cara, y por un instante, milagros de la memoria, volví a estar recostado en esa rama, descalzo y con una felicidad sin mácula, comiendo ciruelas tibias hasta adormecerme en el estío sin tiempo.

Feb 12, 2025 - 06:33
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Las últimas ciruelas del verano

U no de mis primeros amigos en este mundo fue un árbol. Imagino que no sabía todavía que eso se llamaba árbol ni que jamás iba a hablar. Ni a trasladarse por sus propios medios por el impensado jardín que estaba en la parte de atrás de esa casita que mis padres compraron en los suburbios para empezar de abajo a tener un lugar propio. Fueron tiempos felices para mí, pero también de privaciones para la familia, con una heladera a querosén, gallinas ponedoras y agua de pozo. La leche llegaba recién ordeñada en un carro de un solo caballo cuyo dueño tenía un mastín que lo seguía a todos lados y que sostenía una rivalidad inmemorial con el pequeño perro de mi madre, que tenía muy mal carácter y que viviría hasta los dieciocho años. Había que hervir la leche antes de consumirla, claro está. Mi padre viajaba todos los días 70 kilómetros en su moto para ir a trabajar. Fue un acontecimiento cuando la cambió por un ratón Heinkel, oficialmente un Heinkel Kabine, que desarmaba por completo, fin de semana por medio, para mantenerlo a punto. El Heinkel tenía un solo asiento, que durante esta deconstrucción dominguera quedaba en el living de la casita, con el respaldo apoyado contra el enorme ventanal (supongo que de ahí me viene mi afición por las ventanas grandes o mi aversión por las pequeñas, lo que ocurra primero); teníamos con mi hermanito el mal hábito de hamacarnos en ese asiento –que recuerdo blanco–, hasta que un día se nos fue de control y se estrelló contra el ventanal. Salté a tiempo, pero mi hermanito, no, y terminó abordo del asiento blanco, luego de un horrendo estallido de vidrios, en la galería exterior. Mi madre apareció en el living, con la expresión de un resucitado, y temió lo peor. Pero mi hermano estaba muerto de risa e ileso. La filípica fue severa.

En ese jardín, que mi madre no sabía cómo cuidar y que mi padre, que no era aficionado a la naturaleza, solo visitaba de vez en cuando, había un ciruelo. Estoy seguro de que pasó un invierno y una primavera hasta que descubrí que ese árbol mediano, pero robusto, que alguien había podado con sabiduría mucho tiempo antes –y por eso tenía unas pocas ramas principales en forma de copa–, daba unas frutas amarillas que amé de entrada. Imagino, porque ya la vida se ha encargado de ir borrando los detalles, que mi madre me enseñó que esas ciruelas podían comerse sin riesgo, igual que las que compraba en la proveeduría, que estaba a tres kilómetros y a la que íbamos en su bicicleta inglesa, conmigo en la canasta delantera.

En ese barrio, que hace mucho fue tragado por el asfalto, los árboles estaban por todos lados, y a falta de los juegos de las plazas (no había ninguna plaza en muchos kilómetros a la redonda), aprendí con insólita destreza a treparme hasta ramas de alturas insensatas, una práctica que mi madre, para mi asombro, nunca desalentó con demasiado vigor. Así aprendí a esperar los veranos, cuando el ciruelo se llenaba de frutas maduras y, en una temprana exhibición de indolencia que, como casi todos, extraviaría con los años, me pasaba tardes enteras recostado en una de las gruesas ramas, comiendo esas ciruelas gordas y en su punto justo, que alcanzaba con solo estirar un poco el brazo. No me parece que haya una escena más deliciosamente idílica en toda mi vida.

Con frecuencia, claro está, esos atracones me daban dolor de panza, que intentaba ocultar, no fuera cosa que el ciruelo, del que me había hecho amigo, fuera a pagar los platos rotos.

En los años siguientes, cuando nos volvimos a la ciudad, de todo lo que extrañé de esa casa, y lo extrañé todo, mi ciruelo fue el recuerdo más dulce y el más entrañable. Lo recordé hace unos días, inesperadamente, cuando recogía unos higos y el sol se filtró entre las hojas, me dio en la cara, y por un instante, milagros de la memoria, volví a estar recostado en esa rama, descalzo y con una felicidad sin mácula, comiendo ciruelas tibias hasta adormecerme en el estío sin tiempo.