La vieja de Química
Los años pasaron y el trauma queda: ¿quién no se enfrentó a una profesora que era de temer?

El gran deseo de cualquier curso de bien del secundario siempre fue el mismo: que faltara la de Química. La pobre profesora de Química -que tenía cuatro colegios el mismo día- llegaba a la última clase colgada del colectivo para enfrentarse a treinta salvajes que estaban pensando en tener sexo en el viaje de Egresados y no en aprender sobre átomos, moléculas, H2O, NH3 y la tabla periódica.
La de Química -así dicho, medio a lo bestia, con el artículo adelante― representó siempre el miedo a lo desconocido, como era justamente la materia que daba. Para aquellos compañeros con mayor abstracción, su clase era fácil porque podían comprender conceptos nuevos -y abstractos― que les iban a servir de base para carreras como, por ejemplo, Ingeniería. Por otro lado, para aquellos compañeros con mayor tendencia a los contenidos básicos -entre los que se encontraban los que no sabían las vocales ni cuáles son los colores primarios― enfrentarse a “la de Química” era como subirse al tren fantasma.
Todo curso de colegio secundario tuvo su némesis. Algunos se enfrentaron al “jodido Física”, otros a “la loca de Literatura” y los más reacios a correr tuvieron que vérselas con “el bol… de Gimnasia” (que en los papeles era Educación Física). Cada cual venía con sus mañas y sus frases de cabecera. El de Física caía con sus explicaciones inentendibles del Sistema de Poleas (o de Palancas); la de Literatura con su copia del Martín Fierro, que ya había leído 64 veces (más que José Hernández); y el de Educación Física con sus latiguillos clásicos como: “Chicos, no pateen la pelota de voley” o “Aguilar, ¿me escuchó? Es corriendo la vuelta”. Quizás merece un párrafo aparte la profesora de Inglés, esa buena señora que aclaraba hasta el hartazgo que el Student Book era “el libro de color” y que el blanco y negro -fotocopiado hasta el infinito― era el “Workbook”. Había construido una carrera a base de explicar el verbo to be y de errarle a la conversation en el CD. La clase consistía, básicamente, en esperar a que acertara con el ejercicio correcto en el grabador.
Después, en ese castillo del terror que para muchos fue el colegio secundario, había personajes menores pero con parlamentos fuertes, como las preceptoras. Eran guardianas del uniforme, de los horarios, de las libretas de calificaciones sin firmar y, también, dueñas de una fortaleza psíquica envidiable, porque después de cinco horas enfrentándose a un ejército de adolescentes, el único fin posible para todas ellas debería ser el neuropsiquiátrico. Sin embargo, volvían cada lunes junto al plantel docente, estoicas, para dejar la vida. Y un poco la dejaban porque, ¿quién no veía a los profesores, en épocas de secundario, como “viejos”? Era pensar en ellos como gente adulta quizás por el hecho de que no eran pares pero que, en los hechos, tenían apenas treinta y pico de años.
Dicho de otra forma y, quizás, de la peor posible: ahora que el tiempo pasó usted es “la vieja de Química”, “el jodido de Física”, “la loca de Literatura” o “el bol… de Educación Física”. No importa que usted tenga veinticinco, treinta o cuarenta años. Para los adolescentes, usted es “el viejo de…”, “la loca de…” o “el bolu… de…” (este último caso no responde jamás a la edad, es un concepto que atraviesa el tiempo). Y en términos más absolutos no importa que usted no se dedique a la docencia: ya sea por un tema laboral, familiar o sexual (cada cual sabrá), usted tampoco se quiere bancar a alguien en la vida adulta (y hay alguien que no se lo quiere bancar a usted). Más claro: cada cual es “la vieja de Química” en la vida de otra persona.