La película de ciencia ficción más cara de Netflix bebe de 'Stranger Things' y Marvel... y no convence
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Los hermanos Russo, responsables de las mejores adaptaciones de Marvel, recibieron un cheque en blanco de Netflix para llevar a la pantalla una novela gráfica de Simon Stålenhag, artífice de la ciencia ficción reflexivas, filosófica y evocativa de Historias del bucle. A juzgar por esta enumeración de nombres propios y hechos, cualquiera creería que el gigante del streaming se había asegurado de atar todos los hilos para que su producción más cara y ambiciosa saliera bien. Pero, lamentablemente, muchas cosas han salido mal.
Hay dos dolencias principales que aquejan a Estado eléctrico, una aproximación distópica y retrofuturista al dilema tecnológico: la primera, y tal vez la más frustrante para el espectador, el potencial desaprovechado; y la segunda, la reiterada sensación de déjà vu.
En lo que respecta a la primera, los Russo abordan problemáticas reales desde una década noventera alternativa. El miedo al sobreuso de la tecnología o la pérdida de conexión humana sirven de espejo al debate actual sobre el empleo de la inteligencia artificial y la dependencia del mundo digital. La propia existencia del filme, elaborado en gran parte mediante captura de movimiento y CGI, suma capas a la cuestión. Sin embargo, pese a sus buenas intenciones, se conforma con mostrar la disyuntiva de forma superficial, sin llegar a profundizar en ella.
Esto se debe en parte a que centra toda la atención narrativa en su dupla estelar, que nos lleva a la segunda dolencia, la sensación de que esto lo hemos visto antes: Millie Bobby Brown vuelve a ser el arquetipo de heroína taciturna de otra década que hizo suyo en Stranger Things y Chris Pratt es Star-Lord con melena y bigotón, un justiciero gamberro con la mejor introducción musical del filme. Si a eso le sumamos dinámicas humano-robot similares a las de El gigante de hierro, Big Hero 6 o Bumblebee, y un paisaje desértico con retales de Mad Max y The Bad Batch, Estado eléctrico disuelve su identidad en otros imaginarios cinematográficos.
Lo más disfrutable de la propuesta es el viaje nostálgico que propone a unos años 90 alternativos pero igual de horteras, con resquicios de los 80, donde visten petos y se dejan crecen la melena, que suenan a Don't Stop Believin', I Will Survive y hasta a Marky Mark and the Funky Bunch. Es justamente en los momentos íntimos de cultura popular compartida, donde el cine y la música se reivindican como herramientas de reconexión humana, cuando el filme consigue emocionar y acoger al espectador.
Estado eléctrico es una reflexión tibia de esa revolución tecnológica que amenaza con desbordarnos en la realidad. Está en constante crisis de identidad, a medio camino entre la acción y el corazón, cediendo cualquier terreno de originalidad a lo manido, perdida entre el mensaje y la ambición técnica. Es emotiva, pero sin pasarse. Te hace reír, pero muy de vez en cuando. No se decanta entre la rebelión social y el viaje de la heroína. Y resulta demasiado larga para su propio bien narrativo. Se percibe su potencial, pero te frustras esperando a que explote.
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