La maldición que caerá contra aquellos que roben el tesoro más preciado de Felipe II en El Escorial
Don Felipe II era un tipo peculiar. Por un lado, su alteza disfrutaba de una personalidad meticulosa y metódica que le hacía sentir predilección por los pequeños detalles y pasión por el coleccionismo. Por otro, y como buen príncipe del Renacimiento que era, alimentaba su alma a golpe de conocimiento. Su educación a cargo de grandes maestros del Humanismo como Calvete de la Estrella o Juan López de Hoyos, sus continuas lecturas de los clásicos y su formación en las grandes materias de la época –Filosofía, Matemáticas y Ciencias– hicieron que brotara en él una verdadera voracidad por el saber. El colmo fueron unos continuos viajes por el viejo continente que le ayudaron a abrir los ojos hacia la cultura europea. Sobre estos pilares, el 'rey prudente' desarrolló una verdadera pasión por los libros que le acompañó durante toda su vida. Según explica el historiador José Miguel Cabañas en sus dossieres sobre el tema, una de las mayores inquietudes del monarca desde su juventud fue atesorar cientos de manuscritos con los que pudiera forjar una suerte de librería universal. Y su sueño empezó a moldearse hacia 1560, cuando se estableció la capital en Madrid y comenzaron las obras del Monasterio de San Lorenzo del Escorial . Y es que fue en su interior donde el Prudente estableció una biblioteca que, a su muerte, sumaba ya la friolera de 14.000 volúmenes. La mayor parte de ellos, de ciencias y artes, pero otros tantos sobre temas tan controvertidos como la magia, la alquimia y la cábala. La biblioteca de El Escorial fue uno de los mayores tesoros de Felipe II; el orgullo que le producía se apreciaba en las misivas que enviaba a los dignatarios de otros tantos reinos. En 1567, por ejemplo, presumió de su colección ante un embajador francés haciéndole saber que los volúmenes que había en su interior eran sumamente «raros y exquisitos». Hasta hizo que sus cantos se pintaran con tonos dorados para que, cuando el sol entrara a través de los ventanales, relucieran cual tesoro cultural. Por ello, no parece extraño que su majestad torciera el gesto ante la posibilidad de que un desaprensivo robara algunos de los libros que tanto trabajo le había costado conseguir y cuya consulta era libre. Pero a grandes preocupaciones, soluciones igual de contundentes. Todavía hoy, casi cinco siglos después de que los primeros tomos comenzasen a llegar a El Escorial allá por el año 1565, una advertencia luce a la vera de la puerta decorada con marquetería que da acceso a la colosal biblioteca: «Ay excomunión del Papa Gregorio XIII reservada a Su Santidad para no sacar libros ni otra cosa de esta librería. Dada en Roma, en el XV de octubre de MDLXXII». La pena no era baladí ya que, como escribió el teólogo alemán del siglo XVII Ehrenreich Pirhing, «la excomunión es el castigo más severo de la Iglesia, y por lo tanto no se debería llegar a ello, excepto después de todos los otros medios y amonestaciones o castigos más leves». Puede sonar exótico el sistema de seguridad, pero la realidad es que era tan antiguo como el escribir. Y para ejemplo, una inscripción del segundo milenio a. C. hallada en una de las tablas que se guardaban en la biblioteca de Babilonia : «Para la persona que sustraiga o quiebre esta tabla, o la ponga en agua o la borre hasta que no pueda reconocerse y hasta su autor no pueda ni leer ni entenderla. Ruego […] a todos los dioses de esta tierra y a los dioses de Asiria que maldigan a esta persona con una maldición que no pueda remediar, terrible y sin piedad, por todo el tiempo que él viva» [SIC]. No acababa ahí el escrito, sino que condenaba al desgraciado a que su nombre muriera, sus descendientes «fueran exiliados» y su carne pereciera «en boca de los perros». En sus estudios sobre las bibliotecas medievales, el académico Lawrance Thompson confirma que las maldiciones fueron una de las armas principales contra los ladrones de libros. Todo valía para ahuyentar a los desaprensivos. Juan Voutssás Márquez, autor de 'Bibliotecas y publicaciones digitales', ha recogido varias en su ensayo. Y entre ellos destacan las inscripciones que se pueden apreciar todavía en los manuscritos del noble del siglo XV Jean d'Orleans: «Que aquel que robe este libro cuelgue en los cadalsos de París, y si no es colgado, que se ahogue, y si no se ahoga, que se queme, y si no se quema, que un final todavía peor caiga sobre él». Las excomuniones fueron la deriva natural de una sociedad religiosa en extremo. De esta práctica ya existe constancia en el siglo VII. Durante el Concilio de Constantinopla , celebrado en el año 680, se decretó que cualquier persona que robara, vendiese o dañara un libro religioso sería expulsada de la comunidad religiosa. Aunque, según explica María Victoria Carreón Urbina en 'Los sigillum de fuego en las librerías franciscanas de San Luis Potosí', fueron los franciscanos quienes pidieron al papado mucho tiempo después que adoptara esta medida. Lógico, pues los robos en sus librerías se habían masificado desde mediados del
Don Felipe II era un tipo peculiar. Por un lado, su alteza disfrutaba de una personalidad meticulosa y metódica que le hacía sentir predilección por los pequeños detalles y pasión por el coleccionismo. Por otro, y como buen príncipe del Renacimiento que era, alimentaba su alma a golpe de conocimiento. Su educación a cargo de grandes maestros del Humanismo como Calvete de la Estrella o Juan López de Hoyos, sus continuas lecturas de los clásicos y su formación en las grandes materias de la época –Filosofía, Matemáticas y Ciencias– hicieron que brotara en él una verdadera voracidad por el saber. El colmo fueron unos continuos viajes por el viejo continente que le ayudaron a abrir los ojos hacia la cultura europea. Sobre estos pilares, el 'rey prudente' desarrolló una verdadera pasión por los libros que le acompañó durante toda su vida. Según explica el historiador José Miguel Cabañas en sus dossieres sobre el tema, una de las mayores inquietudes del monarca desde su juventud fue atesorar cientos de manuscritos con los que pudiera forjar una suerte de librería universal. Y su sueño empezó a moldearse hacia 1560, cuando se estableció la capital en Madrid y comenzaron las obras del Monasterio de San Lorenzo del Escorial . Y es que fue en su interior donde el Prudente estableció una biblioteca que, a su muerte, sumaba ya la friolera de 14.000 volúmenes. La mayor parte de ellos, de ciencias y artes, pero otros tantos sobre temas tan controvertidos como la magia, la alquimia y la cábala. La biblioteca de El Escorial fue uno de los mayores tesoros de Felipe II; el orgullo que le producía se apreciaba en las misivas que enviaba a los dignatarios de otros tantos reinos. En 1567, por ejemplo, presumió de su colección ante un embajador francés haciéndole saber que los volúmenes que había en su interior eran sumamente «raros y exquisitos». Hasta hizo que sus cantos se pintaran con tonos dorados para que, cuando el sol entrara a través de los ventanales, relucieran cual tesoro cultural. Por ello, no parece extraño que su majestad torciera el gesto ante la posibilidad de que un desaprensivo robara algunos de los libros que tanto trabajo le había costado conseguir y cuya consulta era libre. Pero a grandes preocupaciones, soluciones igual de contundentes. Todavía hoy, casi cinco siglos después de que los primeros tomos comenzasen a llegar a El Escorial allá por el año 1565, una advertencia luce a la vera de la puerta decorada con marquetería que da acceso a la colosal biblioteca: «Ay excomunión del Papa Gregorio XIII reservada a Su Santidad para no sacar libros ni otra cosa de esta librería. Dada en Roma, en el XV de octubre de MDLXXII». La pena no era baladí ya que, como escribió el teólogo alemán del siglo XVII Ehrenreich Pirhing, «la excomunión es el castigo más severo de la Iglesia, y por lo tanto no se debería llegar a ello, excepto después de todos los otros medios y amonestaciones o castigos más leves». Puede sonar exótico el sistema de seguridad, pero la realidad es que era tan antiguo como el escribir. Y para ejemplo, una inscripción del segundo milenio a. C. hallada en una de las tablas que se guardaban en la biblioteca de Babilonia : «Para la persona que sustraiga o quiebre esta tabla, o la ponga en agua o la borre hasta que no pueda reconocerse y hasta su autor no pueda ni leer ni entenderla. Ruego […] a todos los dioses de esta tierra y a los dioses de Asiria que maldigan a esta persona con una maldición que no pueda remediar, terrible y sin piedad, por todo el tiempo que él viva» [SIC]. No acababa ahí el escrito, sino que condenaba al desgraciado a que su nombre muriera, sus descendientes «fueran exiliados» y su carne pereciera «en boca de los perros». En sus estudios sobre las bibliotecas medievales, el académico Lawrance Thompson confirma que las maldiciones fueron una de las armas principales contra los ladrones de libros. Todo valía para ahuyentar a los desaprensivos. Juan Voutssás Márquez, autor de 'Bibliotecas y publicaciones digitales', ha recogido varias en su ensayo. Y entre ellos destacan las inscripciones que se pueden apreciar todavía en los manuscritos del noble del siglo XV Jean d'Orleans: «Que aquel que robe este libro cuelgue en los cadalsos de París, y si no es colgado, que se ahogue, y si no se ahoga, que se queme, y si no se quema, que un final todavía peor caiga sobre él». Las excomuniones fueron la deriva natural de una sociedad religiosa en extremo. De esta práctica ya existe constancia en el siglo VII. Durante el Concilio de Constantinopla , celebrado en el año 680, se decretó que cualquier persona que robara, vendiese o dañara un libro religioso sería expulsada de la comunidad religiosa. Aunque, según explica María Victoria Carreón Urbina en 'Los sigillum de fuego en las librerías franciscanas de San Luis Potosí', fueron los franciscanos quienes pidieron al papado mucho tiempo después que adoptara esta medida. Lógico, pues los robos en sus librerías se habían masificado desde mediados del siglo XVI. El primero en mover ficha fue Pío V , quien ordenó excomunión para los ladrones de volúmenes a través de una bula. Así lo dictaminó en una misiva que se ha hecho famosa: «Para perpetua memoria. Según fuimos informados, algunos pródigos con su conciencia y enfermos de avaricia no se avergüenzan de sacar, por gusto, los libros de antiguos monasterios y moradas de la orden de San Francisco, y de retenerlos para su uso con peligro de sus almas y daño de las mismas bibliotecas, y no poca sospecha de los hermanos de esta orden. Condenamos a los sustrayentes a la sentencia de excomunión». Duro, pero necesario castigo, para evitar aquella falta de civismo. A partir de entonces, no era extraño ver en las bibliotecas una copia parcial del decreto de Pío V. La más famosa de ellas, de hecho, se esconde en la Universidad de Salamanca: «Hai excomunion reservada a su santidad contra qualesquiera personas, que quitaren, distraxeren, o de otro qualquier modo enagemaren algun libro, pergamino, o papel de esta Bibliotheca, sin que esté perfectamente reintegrada». Dio resultado la advertencia, pues el mismísimo infante don Carlos, hijo de Felipe II, admitió que devolvió al centro una copia de 'La guerra de las Galias' por miedo a ser excomulgado.
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