La Argentina, sin estrategia ante un mundo que vive cambios estructurales
Al margen de los caprichos o preferencias de sus gobernantes, el país carece de una hoja de ruta; “America First” implica un giro copernicano al cual debemos adaptarnos

Javier Milei se encuentra una vez más en EE.UU., cuyo flamante presidente, Donald Trump, está modificando de manera dramática la política exterior que caracterizó a la principal potencia desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta hace 30 días. Esto genera una mezcla de desconfianza, escozor e indignación en sus aliados históricos, en la medida en que Washington discontinúa su compromiso con una agenda global que había influido en conformar durante décadas, incluyendo un muy controvertido acercamiento a Rusia, lo que implica un abandono de Ucrania. ¿El sitio elegido para esa cumbre? Arabia Saudita, el principal productor de energía del mundo, es decir, de la razón por la cual se produjeron la mayoría de las guerras por lo menos en los últimos dos siglos. Con su estilo provocador, despreocupado ante la posibilidad de irritar a propios y extraños (aun cuando se trate de buena parte de su propio partido), Trump llamó “dictador” a Volodimir Zelensky y responsabilizó a su país de haber iniciado la guerra. Es cierto que el mandato original del presidente ucraniano ha vencido y que por cuestiones obvias se postergó el llamado a elecciones. ¿Eso lo vuelve un dictador? ¿Acaso Ucrania comenzó las acciones militares? Esta curiosa interpretación del conflicto acerca a Trump a Lula, que esgrimió argumentos muy similares sin que eso le permitiera, a pesar de sus esfuerzos, cumplir un papel relevante en un conflicto que lleva ya tres años.
En contraste, Milei nunca ocultó hasta ahora su apoyo incondicional a Ucrania, pero estará obligado a echar mano a su connotado pragmatismo para adaptar su narrativa y realinearse con el discurso de Trump, que confluye con el de la nueva derecha internacional, siempre más que comprensiva (por no decir cómplice) con las pretensiones expansionistas de Moscú. El líder libertario buscará oxígeno para salir del daño autoinfligido de la criptocrisis en los aplausos que recibirá en el evento de mañana en CPAC, donde confluyen referentes del ala ultraconservadora del Partido Republicano. Cuidado: eso no significa acercarse de forma efectiva al “trumpismo” gobernante, que se maneja con códigos y mecanismos diferentes.
Al margen de continuar las negociaciones con el FMI y de estrechar vínculos con Elon Musk, inspirado en la motosierra y en la desregulación imperantes en nuestro país para definir los objetivos del Department of Government Efficiency (DOGE), que lidera en medio de fuertes polémicas, este nuevo periplo pone de manifiesto que, más allá de las inquietudes, las motivaciones y los objetivos personales del Presidente y su administración, el país sigue careciendo de una estrategia clara y consensuada respecto de su inserción internacional. No la tenía antes, cuando predominaba el (des)orden liberal global y la Argentina mantuvo un recorrido sinuoso, ambivalente y hasta desconcertante. No la tiene ahora, cuanto todo el sistema internacional observa y debe reaccionar a una mutación de contornos aún imposibles de precisar. En menos de un año y medio, la presidencia argentina pasó de participar del Grupo de Puebla a buscar liderar una revolución antiglobalista y antiwoke. La conclusión es muy sencilla: el país, al margen de los caprichos o preferencias de sus gobernantes, carece de una hoja de ruta.
Hay dos interpretaciones respecto de la gran transformación que vive el sistema internacional. Están quienes argumentan que se trata de un fuerte ajuste respecto del orden de posguerra, pero que EE.UU. seguirá siendo el líder de Occidente, con más foco en su desarrollo interno (con esquemas proteccionistas para promover una reindustrialización en segmentos tradicionales), más influencia en las Américas (para controlar las migraciones y el crimen organizado), menos preocupación por Europa (estratégicamente menos relevante) y un sistema de alianzas orientado a contener la influencia de China. Por ejemplo, no retirará sus bases militares de Alemania, Italia y Japón, al margen de exigir mayor compromiso presupuestario por parte de los Estados europeos para financiar su propia defensa. También están quienes consideran que estamos frente a un reordenamiento o reseteo mucho más profundo: EE.UU. se propone competir de lleno con el gigante asiático y para eso relega su apuesta a la globalización y al fortalecimiento de la democracia para priorizar el interés estratégico en áreas como energía, minería e inteligencia artificial. La ironía: a comienzos de la década de 1970, EE.UU. se alió con China para destruir a su rival de entonces, la URSS, un acuerdo que explica la industrialización del país oriental. Ahora se apoyaría en Rusia para prolongar la hegemonía occidental todo lo posible, esperando que los problemas internos de China, en especial los demográficos, erosionen sus ambiciones imperiales.
Amenazado por un déficit fiscal enorme y un endeudamiento que aumenta de forma exponencial, Trump apunta a desfinanciar o al menos redirigir su apoyo a los organismos internacionales y redefinir funciones y responsabilidad en materia de seguridad global, con mucha mayor participación no solo de Europa y Japón, sino de otros aliados. A muchos nos sorprende que en la cumbre de Riad entre Marco Rubio y Sergei Lavrov fueran excluidos representantes de Europa, no solo de Ucrania. Se trata, al parecer, de una época diferente, en la que las potencias no necesitan buscar el consenso entre países de influencia media, sino imponer decisiones en función de sus intereses. Esto pone en crisis buena parte del tejido de organizaciones y regímenes internacionales que tanto trabajo y recursos costó construir. “Podrán seguir hablando mal de nosotros, criticar nuestras políticas y hasta reírse de nuestros modos y formas, pero al menos no estaremos pagando sus salarios”, comentó con sorna un diplomático de carrera retirado.
Una de las principales víctimas de esta gran transformación es la democracia: ni Putin ni Trump demostraron jamás interés en cuestiones institucionales. La ola democratizadora que arrancó en la década de 1980 y parecía crecer en los 90 hacía tiempo que venía perdiendo impulso. Un estudio reciente de la Universidad de Illinois identificó que el número de golpes de Estado, intentos para llevarlos a cabo y conspiraciones para derrocar gobiernos aumentó en todo el mundo desde 2021. En las dos décadas pasadas, la cifra anual no superaba un dígito, mientras que en los últimos años se sitúa entre 14 y 16 cada 12 meses. Lejos de la década de 1970, cuando hubo cerca de 200 golpes o intentos, la cifra estimada para el final de los años 2020 es de 38: casi el doble que la de 2010 y la de 2000.
Es demasiado pronto para entender la nueva configuración del sistema internacional: lo viejo no termina de morir, lo nuevo no termina de nacer. En esta transición, la Argentina se encuentra una vez más a la deriva. Nuestros vínculos culturales y afectivos se asocian con una Europa ignorada y hasta ahora sin brújula. Nuestros principales clientes comerciales son Brasil y China, ambos miembros de los Brics, enemigos declarados de Trump. La pretensión de alcanzar un tratado de libre comercio con EE.UU. es anacrónica y cuestionable en su esencia: se trata de economías que compiten en la producción de bienes primarios, al margen de la inconmensurable ventaja que nos llevan en los sectores secundarios, de servicios y en términos tecnológicos. Puede pensarse en acuerdos cooperativos que garanticen seguridad jurídica y protección a las inversiones. Pero “America First” implica un giro copernicano al cual debemos adaptarnos.