En su larga estancia madrileña y en el ajetreo de sus años finales de «transterrado» en tierras americanas, Juan Ramón Jiménez llevó siempre consigo el aliento del «nido limpio y cálido» de su Moguer nativo, la «luz con el tiempo dentro» que también a él le iluminaba los más recónditos rincones del alma en una incesante recuperación emocional y literaria de aquellos «entes y sombras» de su infancia que, como la Sevilla del verso de Cernuda, eran más suyos cuanto más lejanos: los paisajes de aquel Moguer infantil con los colores malvas de los amaneceres y el grana de sus ocasos, el discurrir cotidiano de la vida del pueblo con el trajín sereno y aristocrático de sus artesanos del pan...
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