El sufragio, ante la complejidad de la crisis de representación en las democracias modernas
El sistema debe incorporar nuevas herramientas que construyan canales reales de comunicación fluida entre representantes y representados

En el mundo académico, desde hace años venimos estudiando y escribiendo sobre el fenómeno global de la erosión y la crisis de representación de las democracias modernas; en estas líneas, algunas consideraciones sobre el tema. Veamos.
Votar es el acto cívico que más carga de esperanza tiene sobre sí mismo, pues acudir a las urnas es la mayor oportunidad institucional de comunicación entre representados y representantes que el sistema político les ofrecer a las personas; debemos asumir que todo aquello que sucede entre elección y elección carece de suficientes y eficaces canales formales de vinculación entre la ciudadanía y sus representantes.
Por ejemplo, en la Argentina la reforma constitucional de 1994 no incorporó ninguno de los muchos institutos que existen en el derecho comparado que habilitan el diálogo permanente y el control externo al poder, como el sistema de asambleas, la revocatoria popular de mandatos, el modelo de mandato rotativo, de mandato anual, de instrucciones obligatorias, de mandatos imperativos, referéndums derogatorios, por nombrar solo algunos, y se limitó a dos instrumentos: la iniciativa popular de las leyes (artículo 39) y el referéndum consultivo (artículo 40), cuya aplicación significa una verdadera carrera de obstáculos.
Es decir, debido a la inexistencia de otras opciones de vinculación entre representantes y representados, el sufragio se ha convertido en el único puente de comunicación formal y en consecuencia ha terminado sobrecargado de funciones y expectativas. A esta soledad institucional en la que opera el sufragio debemos sumar otro déficit: el desacople en términos sociológicos y culturales producido entre el período histórico de su origen, hace mas de un siglo, y la actualidad.
El voto periódico fue diseñado desde (y para) aquellas primitivas sociedades de finales del siglo XIX y comienzos del silgo XX, debido a lo cual, con el avance del tiempo, se ha ido desconfigurando gradualmente hasta quedar expuesto ante la mirada de los ciudadanos de hoy (sobre todo de las generaciones 4.0) como un mecanismo deficitario a la hora de cumplir suficientemente con su función de representación, comunicación y control. Ahora bien, ¿a qué se debe esta dificultad del sufragio?
En primer lugar, como se ha señalado precedentemente, a la falta de instrumentos concretos y mecanismos institucionales idóneos que lo complementen, y en segundo término, a los cambios sociológicos, tecnológicos y culturales que transformaron radicalmente a las sociedades modernas. El sufragio se vincula funcionalmente a una concepción del ser humano y a una tipología de sociedad que ya no existen.
El sufragio que todavía tenemos fue diseñado acorde a la tecnología de la época y en relación con un tipo de sociedad rudimentaria, integrada por pocos grupos sociales y a su vez muy homogéneos internamente, que fue mutando hasta ser remplazada por otro modelo social muy diferente en sus patrones constitutivos. Es por eso que aquello que se presentó novedoso y hasta revolucionario en su época, deviene antiguo y en cierta medida disfuncional casi dos siglos después, sencillamente porque no fue diseñado para absorber, gestionar y trasladar a la dimensión política la hiperheterogeneidad que hoy define a las sociedades modernas, ni tampoco pensado desde la nueva antropología 4.0.
Entonces: ¿se desdemocratizó el voto? ¿La democratización del voto tiene que ver exclusivamente con la cantidad de personas habilitadas para ejercerlo, o la democratización del voto está vinculada también a su mayor o menor capacidad comunicativa? ¿Cuán democrático es un mecanismo que reduce la complejidad del mensaje de un ciudadano a un sistema cerrado y binario de si o no? Nótese incluso cómo este sistema hasta reproduce simbólicamente la estructura psíquica del fanático, pues justamente el fanatismo es el estado mental caracterizado por una estructura cerrada que no admite matices ni diálogo, y por ello funciona solo desde la adhesión o el rechazo total a una idea. El fanático observa desde la perspectiva bidimensional del “todo o nada”, del “sí o no”, del “adhiero o rechazo”, es decir, comparte la misma estructura del sufragio.
¿Qué grado de democratización le atribuimos a un instrumento que no permite comunicar plenamente aquello que el ciudadano quiere decirle al representante, que niega los matices y el diálogo? ¿Es razonable esperar que una persona deposite su complejidad al todo o nada de un paquete propositivo cerrado que ofrece un candidato, mediante un voto que además lo disuelve en una entidad distinta y abstracta como es el cuerpo electoral? ¿Qué nivel de representación real tiene entonces ese voto? ¿Cómo le explica el votante moderno a quien quiere representarlo que, por ejemplo, adhiere a su política ambiental pero no a su política de género, que apoya su proyecto sobre educación pero no su propuesta en política energética, que acepta su visión en materia de salud pero rechaza su visión sobre el rol de la religión en el Estado?
¿Cómo hace el votante para explicar y comunicar toda su complejidad en un esquema binario y cerrado? ¿Es lo más apropiado en términos verdaderamente democráticos concentrar la participación ciudadana en una sola herramienta, que además no cuenta con un diseño de diálogo? Si la realidad demuestra que la representación de la complejidad del siglo XXI no es posible suficientemente mediante el viejo mecanismo del sufragio del siglo XIX, ¿por qué el sistema no moderniza su canal de representación, y continúa sostenido por la decimonónica idea de sociedad integrada por pocos grupos sociales internamente homogéneos, donde la representación por sustitución podía funcionar?
¿Por qué se persiste en representar dicha complejidad convirtiendo al ciudadano en un sujeto jurídico para luego disolverlo en un cuerpo electoral absolutamente homogéneo? Aquí radica una de las explicaciones de la sostenida y progresiva crisis de representación que sufren actualmente las democracias modernas en el nivel global. En conclusión, así como en el 94 la reforma constitucional –coherente con la filosofía que la inspiró, tendiente a proteger el poder optando más por la representación que la participación– jerarquizó a los partidos políticos, ahora, 30 años después, el sistema debe robustecer la democracia incorporando nuevas herramientas que construyan canales reales de comunicación fluida entre representantes y representados, este es el mayor desafío del constitucionalismo actual ante la crisis de representación y la denominada erosión democrática.
Abogado; doctor en Ciencias Jurídicas y especialista en Constitucionalismo. Profesor titular derecho político, USI Plácido Marín, profesor adjunto regular derecho constitucional UBA. Personalidad destacada de las Ciencias Jurídicas de la Ciudad de Buenos Aires