Daniel Onega, aquel 10 de época de un River que jugaba muy bien, pero no ganaba campeonatos y propició el mote de “gallinas”
La historia no recompensó al atacante santafesino ni a su equipo en proporción a su fútbol; las polémicas y los infortunios que los privaron de trofeos que merecían

Mil novecientos sesenta y seis. La cifra es una nube que sobrevuela la charla. La memoria la devuelve una y otra veces al primer plano. Surge de pronto, como si estuviese escondida entre los recuerdos para aparecer de improviso por detrás de un gol, de un compañero, de un momento, de ese hermano admirado con el que sigue tirando paredes más allá del tiempo.
Mil novecientos sesenta y seis. El año en el que alcanzó la titularidad en el club del que fue hincha desde chico. La temporada en la que se transformó en el hombre que más tantos consiguió en una temporada de Copa Libertadores. La fecha del almanaque en la que se le escapó entre los dedos el título de campeón más grande que pudo conquistar.
Mil novecientos sesenta y seis. Los doce meses que para todo lo bueno y para alguna cosa mala quedaron grabados para siempre en el alma de Daniel Germán Onega. El Fantasma, el 9 oportunista que sin ser un virtuoso devino un 10 sagaz para dejar una marca indeleble en aquel River de fines de los años 60 y principios de los 70 que peleaba alto en todos los campeonatos, y al que un extraño sino le negaba sistemática y cruelmente todos los festejos.
“Esperá. River había dejado de ser campeón en el 57 y yo debuté en el 66; ya habían pasado nueve años en los que no tuve nada que ver. Yo cuento solo los míos”, dice entre risas, como para descargar un poco la eterna mochila de haber atravesado una de las etapas más difíciles del club millonario, la de los casi 18 años sin vueltas olímpicas.
-Es decir que el día en que Roma le atajó el penal a Delem [1962] vos no tuviste nada que ver.
-No, no. Ese día jugué en la tercera. Me acuerdo de que estaba en la tercera bandeja de la Bombonera, que era donde nos mandaban. Fue una cosa impresionante. Lo atajó Roma y la cancha se llenó de gente en un minuto. [Carlos] Nai Foino, que era el árbitro, ya había tenido el coraje de cobrarlo cuando faltaba muy poco; no iba a hacerlo repetir por que el arquero se hubiera adelantado. Es cierto, no es lo mismo que ahora, cuando parecemos enemigos y la gente les transmite a los jugadores el odio por el eterno rival. Pero si Delem metía ese penal, River era campeón en la cancha de Boca, y eso siempre significó mucho.
Aquella tarde de diciembre de 1962 señaló tal vez el punto de partida de esa desdicha que persiguió durante casi otra década y media al club más ganador en la era profesional del fútbol argentino. Después, y hasta que en 1975 se rompió el maleficio, se sucederían derrotas en partidos decisivos, definiciones por mínimas diferencias de gol, esa final imborrable de 1966 frente a Peñarol. “A algunas las perdimos nosotros. En otras pasaron cosas muy raras”, dice el hombre que está a punto de celebrar 80 años y conserva el gesto amable de cuando obligaba a los arqueros a buscar la pelota en el fondo del arco.
-¿La Libertadores de 1966 contra Peñarol fue la más dolorosa?
-Sin dudas. Porque era un partido que estaba prácticamente ganado. El primer tiempo de ese desempate en Santiago, Chile, terminó 2 a 0 con una superioridad nuestra absoluta. Cómo habrá sido que en el entretiempo entró al vestuario el presidente, Antonio Liberti, y nos prometió a todos quince días en la Costa Azul. Real Madrid ya era campeón de Europa ese año y estaba pactado que la Copa Intercontinental se jugaría primero acá, y la revancha, en Madrid. Y todos sabíamos que podíamos quedarnos con ese título. De hecho, después Peñarol le ganó los dos partidos.
-¿Y cómo se torció tanto el destino? Siempre quedó la leyenda de que Amadeo Carrizo paró una pelota con el pecho y eso motivó la reacción de los uruguayos.
-¡Por favor! Amadeo paró la pelota con el pecho 20 millones de veces, pero no por canchero: era su estilo.
-¿Entonces? ¿Fue el cambio que hizo Renato Cesarini en el segundo tiempo? Si uno mira el video del partido, no le resulta fácil de entender.
-Yo te lo explico. En esa época había un único cambio, y había que hacerlo antes de los 44 minutos del primer tiempo. Iban 30 y pico de minutos cuando Sainz, que era titular indiscutido y nunca se lesionaba, le dijo a Renato que tenía una molestia muscular. Nuestra defensa ya venía tocada, porque en la revancha en Buenos Aires se había desgarrado Guzmán, que era el 2, y eso obligó a mover toda la línea de fondo. En Chile, Matosas, que era el 6, pasó a jugar de 2; Vieytes, que era el 3, jugó de 6, y entró Grispo. El único que mantuvo su lugar fue Sainz, y antes de los 44 le dijo a Renato que no iba a aguantar todo el partido. No había más defensores en el banco y Solari era el único que había jugado de 4 un partido del campeonato. Entonces Renato puso a Lallana de 9 y mandó al Indio atrás, y entonces el equipo empezó a desarmarse. Después Spencer metió una volea en un ángulo; al ratito Abaddie pateó, la pelota le pegó en un hombro a Matosas y le cambió el palo a Amadeo. Y tuvimos que ir al alargue.
-¿No hubo manera de recomponer el esquema de juego en el suplementario?
-Ellos tenían el goal average en favor, porque en Montevideo nos habían ganado por 2-0 y en el Monumental quedamos 3-2. Tuvimos que salir a atacar y nos hicieron dos goles de contra. Años después, cuando a mi hermano [Ermindo, el 10, el más talentoso del equipo] lo vendieron a Peñarol, yo iba a verlo cuando podía, y en la concentración del equipo hablaba con varios muchachos que todavía seguían en el plantel. Ellos me decían que festejaron mucho más el triunfo contra nosotros que la Copa del Mundo, porque les parecía prácticamente imposible remontar ese partido. Si en el primer tiempo se peleaban entre ellos, se insultaban en la cancha... Qué sé yo: fue de esas cosas que tiene el fútbol. Si es en el medio de un campeonato, no pasa nada. Pero fue en una final...
-Y les valió el apodo de “gallinas”.
-Sí. El fin de semana siguiente jugábamos en Banfield, a alguien se le ocurrió tirar a la cancha una gallina blanca con una franja roja y entonces quedó el mote. En ese momento era agraviante. Si nos habremos peleado en la calle, incluso a trompadas, cuando nos gritaban “gallinas”... Ahora cambió, desde hace tiempo el hincha lo usa en favor. Como los de Boca el apodo de “bosteros”.
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Las Parejas es uno de los tantos pueblos que salpican la geografía del sur de Santa Fe, y nutren al país de cereales, de leche, de carne... y de jugadores de fútbol. Es la cuna de Jorge Valdano, de Roberto Abbondanzieri, de Rodrigo Rey, y por supuesto, de los Onega. Ermindo y Daniel, hijos de un fabricante de quesos, hinchas de River desde la infancia, como lo muestra una foto del álbum familiar en la que Ermindo, cinco años mayor y fallecido en un accidente de tránsito en 1979, viste una camiseta con el escudo millonario.
-Nosotros nos vinimos a Buenos Aires por el fútbol. Cesarini, que en ese tiempo dirigía las inferiores de River, había ido a ver a Ermindo y lo trajo cuando estaba por cumplir 17. Al año siguiente, como ocho titulares estaban en la selección que fue a jugar el Mundial de Suecia, varios pibes subieron a la primera y él quedó casi como titular. El club no tenía pensión en esa época y los chicos del interior vivían en casas. River las pagaba pero no controlaba lo que hacían los pibes. Mi viejo llamaba a Ermindo todos los lunes a la mañana. ¿Sabés lo que era pedir una llamada desde Las Parejas? Te la daban seis horas después, así que mi viejo la pedía el domingo a la noche. Y la dueña siempre le decía que mi hermano había ido a hacer algún trámite, un estudio médico, lo que fuera. La realidad era que no iba a dormir. ¿Qué querés? Tenía 18 años, jugaba en River, era bien parecido... Entonces mi viejo vendió todo y nos vinimos. Yo jugaba al baby en Sportivo, uno de los clubes del pueblo; fui a probarme a River para la novena, quedé, y entonces empezó mi carrera.
-¿Siempre fuiste número 9?
-Sí, siempre. En las inferiores y en la primera. Hasta que vendieron a Ermindo en el ’69. El presidente [Julián William] Kent había decidido hacer un plan de austeridad. Se fueron también Matosas, Cubillas, Gatti... y no compró a nadie. Ángel Labruna, que era el director técnico, me llamó un día y me dijo: “¿Viste que vendieron a tu hermano? No vamos a traer a nadie, no quieren gastar plata. Yo creo que vos podés cumplir la función de tu hermano. ¿Te animás?”. Le contesté que sí, claro, ¿cómo no iba a animarme? En ese aspecto siempre fui un tipo de carácter. Solo le pedí que si jugaba dos partidos mal no me sacara. Me prometió que no, pero que me sacaría si jugaba diez mal. Entonces empecé a jugar de 10, y lo hice hasta el final de mi carrera. Acá; en el Córdoba de España; en Millonarios, de Colombia, donde salimos campeones. Nunca más jugué de 9.
-Fue entonces cuando surgió tu sintonía con Oscar Mas.
-Sí. Pinino y mi hermano fueron los mejores compañeros que tuve. En distintas posiciones, claro, porque Ermindo jugaba de 10 clásico. Era el que habilitaba al número 9, el que metía el pase de gol entre líneas. A mis nietos nunca les hablo de mí, les digo que tuvieron un tío abuelo que era un fenómeno. Con Mas era otra cosa. Ya nos conocíamos de las inferiores y sabía que él iba a picar en cuanto yo recibiera la pelota, así que se la tiraba muchas veces sin mirar. Podía irse larga o corta, pero la intención siempre era esa. Y en otras, Pinino estaba en orsay. A Renato eso lo enfermaba; le pedía que mirara la línea para que no le levantaran la banderita, pero no siempre le hacía caso. Pinino siempre dice que yo fui el que mejor lo habilitaba, porque cuando me fui de River empezó a jugar Alonso y Mas se quejaba de que Beto no se la daba. Yo le explicaba que para Alonso, por ser zurdo y más habilidoso que yo, le resultaba más fácil habilitar a la derecha, hacer un cambio de frente o tirársela a un 8 que entrara en diagonal. Pero él se quejaba igual.
-Nombraste los mejores compañeros que tuviste. ¿Quiénes fueron los rivales que más te impresionaron?
-Te digo los dos mejores defensores centrales con los que tuve que enfrentarme: Roberto Perfumo y Julio Meléndez. Roberto tenía una presencia tremenda. En ese equipo de Racing que salió campeón en el 66 y el 67 se iban todos al ataque: Coco Basile, el Panadero Díaz... Y Perfumo los cubría: quedaba él contra todos y ganaba casi siempre. Y –¿cuándo no?– si tenía que dar una patada, la daba. El peruano Meléndez era otra cosa, nada que ver con Roberto. Era muy rápido, muy difícil de sorprender, y tenía más técnica; incluso por ahí hasta gambeteaba. Un tercero que recuerdo, aunque jugué muy poco contra él, fue Hacha Brava Navarro. Era todo músculo, parecía de hierro: chocabas con él y te lastimaba.
Daniel Onega en acción en 1967
-Faltaría elegir un equipo...
-El del 66, claro. Amadeo; Sainz, Guzmán, Matosas y Vieytes; Sarnari, Solari y Ermindo; Cubillas, yo y Mas. Después jugué con otros grandes futbolistas –Daniel Bayo, Gatti...–, pero como equipo, ese es el mejor que recuerdo.
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Volver a ese año, a esa década, se torna inevitable. El carrusel de la vida de Daniel Onega gira y se detiene cada tanto en esa estación. Fue en un duelo de aquella Copa Libertadores cuando se ganó el apodo “Fantasma”. “Le hice un gol de cabeza, de contragolpe, a Universitario, de Perú. José María Muñoz, que estaba relatando el partido, dijo que yo había entrado como un fantasma, y ahí quedó. Todavía hoy, cuando voy a ver a River hay gente que me saluda con un «¿qué hacés, Fantasma?»”.
Se trata de un tiempo que mezcla las memorias dulces y las amargas. “Se nos escapaban los campeonatos al final y eso hacía que cada comienzo del año siguiente fuese un poquito difícil. Y encima a la mayoría de las bofetadas las recibíamos los jugadores que éramos del club. Porque muchos de los que venían de afuera se iban a fin de año, pero nosotros seguíamos luchándola ahí, aunque siempre nos faltó un pesito para el mango”, dice Onega.
El trauma llegó a tal extremo que en 2009, cuando se inauguró el Museo River, la década del ’60 fue pasada por alto en el túnel por donde fluye la historia del club. “Un día se lo pregunté a Rodrigo Daskal, el director, y me dijo que él no estuvo desde el principio y lo encontró así. Hay fotos de los jugadores, el currículum, los goles que hicimos, pero no se cuenta cómo fue ese tiempo, aunque haya habido grandes equipos y grandes futbolistas, con varios en la selección”, cuenta el Fantasma con un resabio de disgusto. [Consultado para LA NACION, Daskal aclara la cuestión: “La lógica original del museo fue mostrar los campeonatos del club, y es muy difícil de modificar. Lo que hicimos para recuperar esos años que faltaban fue crear una pared interactiva en el sector que se acaba de inaugurar. Ahí aparecen todos los ídolos, hayan salido campeones o no, entre otros, Daniel y Ermindo Onega”].
Algunas de esas frustraciones forman parte de la leyenda del fútbol argentino. En el Nacional de 1968, River, Vélez y Racing derivaron en un triangular de desempate tras igualar en la punta de la tabla. El equipo millonario y el Fortín vencieron a la Academia y en el partido que los enfrentó Luis Gallo, defensor del cuadro de Liniers, evitó un gol desviando con la mano en la línea un cabezazo de Recio. El árbitro Guillermo Nimo no cobró nada. El resultado final fue 1 a 1, el triangular quedó equilibrado en puntos y el reglamento establecía que lo ganaría el conjunto que más goles hubiera hecho en la fase regular. Vélez sacó diferencia gracias a un 11-0 sobre los suplentes de Huracán, de Ingeniero White, en la antepenútima fecha.
Dos años después, River e Independiente llegaron a la última jornada con el mismo puntaje. Los rojiblancos golearon por 6-0 a Unión un viernes, obligando al Rojo a marcar tres tantos en el clásico contra Racing que se jugó el lunes siguiente. Independiente ganó por 3-2: suficiente para ser campeón. Fue la tarde en la que Aníbal Tarabini ejecutó tres veces un mismo penal. Humberto Dellacasa, el árbitro, entendió que el arquero Agustín Cejas se había adelantado al atajar los dos primeros.
-Decías antes que en algunos de esas definiciones que se les escaparon habían pasado cosas raras.
-Y... la mano de Gallo en el partido con Vélez fue clarísima. De hecho, Nimo no volvió a dirigir después de aquella tarde. Y después, los tres penales de Independiente. La duda va a quedar para siempre. Hay que demostrar que había algo arreglado y a esas cosas nunca se puede demostrarlas. Pero fueron muy evidentes. Encima, el año del Vélez campeón nos clasificamos los dos para la Copa Libertadores, pero José Amalfitani, el presidente de ellos, decidió no participar porque decía que no era rentable, y Kent hizo causa común con él. Nosotros le pedimos jugarla, pero no quiso saber nada. Vos fijate: hoy la Libertadores es más importante que los torneos locales.
-¿Jugar y ganar la Copa en esa época era más fácil que ahora?
-No, diría que casi lo contrario. Había muy buenos jugadores que no se iban tanto al exterior, a Europa, como ahora. Uruguay tenía a Peñarol y Nacional, que estaban siempre peleando y ganando copas; Perú tuvo una época muy buena... Y cuando ibas a jugar a algunos lugares te hacían la vida imposible: la gente estaba toda la noche en la puerta del hotel, gritando y poniendo música. Ahora hay equipos desconocidos, de los que no sabés ni de qué países son. River, por ejemplo, como local a veces hace una cantidad de goles que antes era muy difícil de hacer. La Libertadores fue difícil antes, lo es ahora y seguirá siéndolo siempre.
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Un año en préstamo en Racing, y más tarde, el periplo por España y Colombia cerraron la carrera de Daniel Onega. Pero además de la blanca con franja roja hubo una camiseta que él vistió con igual orgullo, la de la selección. Aunque también le tocaron tiempos de desorganización y tropiezos.
-A veces me citaban para un partido amistoso cualquiera, y Labruna, mi director técnico en River, me sugería decir que estaba lesionado y no ir, porque decía que me perjudicaba en lugar de darme prestigio. Hasta que el Flaco Menotti empezó a darle prioridad, la selección era un problema.
-Estuviste en la eliminatoria para ir a México ’70, en la que se perdió la clasificación, contra Perú.
-Ellos tenían un gran equipo, posiblemente el mejor de su historia. Pero a nosotros nos faltaba información en todo sentido. Viajamos a La Paz un mes antes del partido para aclimatarnos. Hoy está mejor, pero ¿sabés lo que era vivir un mes en La Paz? Nos daban una inyección y tomábamos como diez pastillas por día. Una vez se armó un lío bárbaro porque Adolfo [Pedernera, el entrenador] entró a una habitación y encontró unas pastillas en el tacho de la basura. Quería volverse a Buenos Aires. Hasta que la persona que era responsable levantó la mano, pidió perdón y se calmó todo. Era tremenda la cantidad de medicamentos que nos daban. Después perdimos, de todas formas: 3 a 1.
-Y una vez que dejaste el fútbol, ¿cómo siguió la vida?
-Desde 1982, soy socio con Luis Artime en un negocio de deportes. Lo tenemos en el shopping de Moreno, porque él vive por ahí. Y desde hace 22 años trabajo en River, en el área de captación de las inferiores. Me dijeron muchas veces de dirigir a los pibes, pero con ellos hay una manera de hablar y no todos tienen ese don. Me costaría sacar del equipo a un chico o decirle que va a quedar libre, porque sé que va a parecerle que se le viene el mundo abajo. De alguna manera sigo ligado al fútbol y a River. Voy a la cancha a ver los partidos, de la primera y de inferiores. Me pasé la mitad de mi vida en el club y me siento un hijo pródigo. Me encuentro con gente que me conoce desde hace muchos años, que me ha defendido. Soy un agradecido a River.
-Cerremos con un gol, el que más te haya gustado.
-El más lindo es uno que le hice a Argentinos Juniors en la cancha de Vélez. Tiramos una doble pared Juan José López y yo; me salió Spilinga, el arquero de ellos, y lo gambeteé y entré con pelota y todo al arco. Pero el que más recuerdo es otro. En la Libertadores de 1970 jugamos la segunda fase contra Universitario y Boca, pero la definición fue contra Boca. Le habíamos ganado por 1 a 0 en el Monumental con un gol del Chamaco Rodríguez. El último partido era en la Bombonera, y con un empate nosotros pasábamos a las semifinales. En el segundo tiempo me tiraron un pelotazo largo entre Nicolau y Rogel, dos defensores enormes. Me llevé la pelota, salió el Tano Roma, se la toqué por un costado y gol. Después nos empató Angelito Rojas, pero el 1 a 1 nos alcanzó. Fuimos el primer equipo de River en eliminar a Boca de una Copa Libertadores en su cancha. El festejo fue increíble. Volvimos a Núñez casi a paso de hombre, acompañados por la hinchada, y el estadio estaba lleno de gente. No lo olvido nunca más. No fue mi gol más lindo, pero sí el más importante, por todo lo que implicó en ese momento.