A lo que aspiro frente al televisor, que depende de factores tan aleatorios como mi grado de agotamiento, ya me lo cubren sobradamente las plataformas a las que estoy abonado. Pago por tener el mando de mis apetencias y mis tiempos. Ese lujo no estoy obligado a concedérmelo sino que es cortesía de las cuentas domésticas que administro en modo cooperativa con hermanos y cuñados, y algún amigo generoso. Pendientes, esos sí, de prescindir de algunas por falta de uso; economía doméstica, vamos. Es el precio de la libertad televisiva. Nada de eso hay cuando se trata de la televisión que nadie me ha preguntado si quiero tener, si me merece la pena, si me informa, si me entretiene, si...
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