Un golpe de timón en medio de la tormenta
El Gobierno venía navegando dentro de su zona de confort, hasta que decidió ir en busca de un acuerdo con el FMI que le permita salir del cepo y recuperar el acceso a los mercados de crédito

La economía argentina es un barco que navega protegido por dos espigones de piedra. Uno es el cepo cambiario, que permite fijar el tipo de cambio con escasas reservas y aislarlo de los vientos externos e internos. El otro es la ignominiosa reestructuración de deuda de Alberto Fernández y Martín Guzmán, que permitió prescindir transitoriamente de los mercados externos al costo de destruir la poca reputación crediticia del país.
Entre estos espigones la navegación luce apacible, pero más temprano que tarde habrá que salir a mar abierto si se quiere llegar a la tierra prometida de la estabilidad y el crecimiento. Porque ambas estructuras se están desmoronando, una por la escasez de reservas y la otra por los crecientes vencimientos de deuda, justo cuando comienza la tormenta externa.
El Gobierno venía navegando dentro de su zona de confort, hasta que decidió dar un golpe de timón para ir en busca de un acuerdo con el FMI que le permita salir del cepo y recuperar el acceso a los mercados de crédito. Porque lo uno depende de lo otro.
¿Qué cambió para que el presidente Milei y su equipo económico pasaran de anunciar una tasa de devaluación decreciente a solicitar asistencia al FMI y especular con una flotación cambiaria? A mi juicio, cambió el diagnóstico interno y el escenario externo.
Hasta hace poco, el Gobierno suscribía la tesis del prestigioso economista Ricardo Arriazu que establecía que, si el Gobierno no expande la cantidad de dinero para financiar al fisco, el aumento de la demanda de dinero sería financiado con emisión de pesos por la compra de reservas. “Porque así funciona un tipo de cambio fijo”. De esta construcción teórica seguía una recomendación de política: mantener el cepo tanto como se necesite y bajar la tasa de devaluación tanto como se pueda para pulverizar la inflación. Las reservas vendrían solas.
Pero en los últimos 12 meses la base monetaria más que se duplicó y las reservas (brutas y netas) no sólo no crecieron… ¡cayeron! Aquella conclusión partía de una falsa premisa. La política monetaria argentina no funciona como un modelo de tipo de cambio fijo convencional. Gracias al cepo, el Banco Central (BCRA) fija el tipo de cambio y la tasa de interés al mismo tiempo. Los pesos circulantes los provee tanto el “crédito externo” (la compra de reservas) como el “crédito doméstico” (la emisión por pases o letras de liquidez).
El resultado del sector externo es un dato para la política monetaria, no la variable de ajuste. Basta examinar las fuentes de variación de la base monetaria para darse cuenta. En los últimos 12 meses la base monetaria aumentó $18 billones, la emisión por “crédito externo” fue prácticamente cero -porque las reservas que el BCRA le compró al sector privado se las vendió al sector público contra pesos para pagar deuda- y la emisión por “crédito doméstico” fue de $ 19,6 billones. Esto quiere decir que los pesos emitidos en el último año no salieron de la compra de reservas, sino de la expansión monetaria por pases y letras. Y esto echó por tierra la tesis de Arriazu.
También hubo razones políticas y de contexto. La evidencia histórica demuestra que los gobiernos tienden a sostener la fijación cambiaria más allá de lo recomendable. Es difícil no sucumbir ante los encantos del tipo de cambio fijo, que provee estabilidad de precios, bajas tasas de interés, suba del salario real en dólares, boom crediticio y recuperación del consumo de bienes durables. La mayoría de las veces los gobiernos abandonan la fijación cambiaria “en las malas”, cuando las cosas se complican.
En este punto el Gobierno argentino no fue una excepción. Si se miran los principales números de la macro, el escenario no difiere sustancialmente del que existía un año atrás: en el segundo trimestre de 2024, el Gobierno ya había alcanzado el equilibrio fiscal y el BCRA había licuado gran parte de su deuda. Al igual que hoy, carecíamos de acceso al mercado externo y las reservas eran bajas, pero más altas que las actuales. Un año después, el tipo real de cambio se ha apreciado bastante (y es objeto de permanente debate), la cuenta corriente (base caja) pasó de superávit a déficit, el stock de pesos y de deuda doméstica medida en dólares siguió aumentando, el escenario internacional se complicó y las elecciones de medio término están a la vuelta de la esquina.
La discusión sobre el timing y el contexto ya es anecdótica, porque lo verdaderamente importante es que el equipo económico decidió dar un golpe de timón y solicitar apoyo financiero al FMI para salir del cepo cambiario.
Gradualismo versus shock
La pregunta es qué forma tomará la salida. La respuesta nos retrotrae al debate gradualismo versus shock. En su célebre trabajo “Devaluación: niveles versus tasas” (Journal of International Economics, Mayo 1981) el economista argentino Guillermo Calvo analiza los efectos de un salto del tipo de cambio (shock) en comparación con un aumento del ritmo de devaluación (gradualismo). Su conclusión es tan intuitiva como brillante: un salto de nivel en el tipo de cambio (“de una vez y para siempre”) permite estabilizar la demanda de dinero al bajar las expectativas de devaluación futura, mientras que una aceleración de la tasa de devaluación reduce la demanda de dinero en la transición, amplificando el costo inflacionario.
El debate tiene otras aristas. El enfoque gradualista obligaría a subir las tasas de interés o a sacrificar reservas. Por gradualismo entendemos una aceleración del ritmo del crawling peg o un esquema de micro-devaluaciones esporádicas. Para entender el punto, conviene recordar el experimento de Axel Kicillof y Juan Carlos Fábrega. A fines de 2013, el gobierno creía que el tipo de cambio era demasiado bajo y que la brecha cambiaria era demasiado alta. El BCRA decidió acelerar la tasa de devaluación diaria a un ritmo anualizado superior al 100%, en comparación con tasas de interés que rondaban el 25% anual. Era la antítesis del carry trade. La consecuencia fue una sangría de reservas que culminó el 23 de enero de 2014 con un salto cambiario del 23%.
Contrariamente a lo que se dice y se cree, la alternativa gradualista -a priori más tentadora- tendría un costo más elevado en términos de inflación, reservas y nivel de actividad.
Pero la estrategia de shock no está exenta de riesgos. El nuevo régimen monetario y cambiario debe ser bien comunicado, consistente y permanente para evitar una espiral devaluatoria. Por definición, una crisis de balanza de pagos es una corrida contra los activos financieros domésticos (el peso entre ellos). Por eso, lo que ocurra luego de la corrección cambiaria depende de los fundamentos fiscales y monetarios y del grado de “vulnerabilidad financiera”.
Existen muchas métricas para medirla, pero en general todas coinciden en que la economía está mejor parada de lo que estaba a fines de 2017, cuando el cambio de régimen monetario terminó por desanclar el programa de estabilización. Pero aquí juegan un rol central las condiciones externas. El riesgo soberano se acerca a los 900 puntos básicos y la incertidumbre global está en un pico. El mar se está agitando.
Un último punto. Para que el tipo de cambio se perciba “sostenible” será necesario desmantelar las regulaciones cambiarias. No es lo mismo una devaluación producto de la unificación cambiaria (como en 2015) que hacerlo dentro del cepo (como Kicillof en 2014, Massa en agosto de 2023 o Caputo en diciembre de 2023). Si persiste el control de cambios, el nuevo nivel del tipo de cambio se percibirá “temporario” y pronto reaparecerá el fantasma de una “tercera devaluación” para salir del cepo.
He intentado resumir en pocos párrafos la compleja discusión técnica que rodea la negociación con el FMI. Por lo dicho, es razonable esperar que el equipo económico se prepare para “salir a mar abierto” por decisión propia o exigencia del FMI. El barco, sin dudas, se va a mover. Pero confiamos en la pericia del capitán y su tripulación, y rezamos para que el oleaje se calme. Habrá que estar atentos al humor de los pasajeros, que creen estar llegando a tierra firme cuando, en realidad, el viaje recién comienza.
El autor es economista y diputado nacional (PRO)