Rogelio Segovia: Rompiendo puertas de cristal
Era una tarde calurosa en Monterrey. Afuera, el termómetro marcaba 41 °C. Dentro del edificio corporativo, el aire acondicionado sostenía una atmósfera artificialmente fría. El sol, filtrado por los vidrios térmicos, apenas iluminaba la sala de juntas del noveno piso.Silencio. Una tensión densa ocupaba el espacio mientras el director general repasaba los resultados del primer trimestre de 2025. El tono era medido. La presentación, impecable en forma. Pero las cifras no acompañaban: estaban por debajo de lo previsto, lejos de las metas fijadas al inicio del año fiscal.El Consejo de Administración comenzaba a inquietarse.Los directivos presentes fingían atención. Pero sus ojos alternaban entre los gráficos de la pantalla y la vista panorámica del tráfico abajo, donde la ciudad hervía a media tarde. El CEO concluyó y preguntó si había comentarios. Nadie respondió. Se sentó. Esperó.Fue el director de Operaciones quien rompió el silencio.Se puso de pie. Respiró. Luego atacó. “Esto no es estrategia. Es un plan operativo… débil. Mal enfocado. Inservible.” Su tono era agresivo. No discutía datos; cuestionaba la competencia del CEO. Incluso lanzó una amenaza velada: hablaría con el Consejo. Mencionó sus vínculos. Nombró contactos.El CEO lo miró, serio. Anunció que la reunión terminaba ahí. Pidió a todos retirarse. La tensión no cedió.El director de Operaciones —invitado a la empresa por el propio presidente del Consejo tras su retiro de una firma internacional— no aceptó la pausa. Persiguió al CEO hacia la salida. Seguía hablando. Alto. Cargado.El director general se detuvo. “Después conversamos”, dijo.Pero él no se detuvo. Se acercó tanto que su respiración chocó con el rostro del CEO. Lo escupió al hablar, sin querer —o tal vez sí—. La escena fue grotesca. El CEO no respondió. Se dio media vuelta.La rabia fue inmediata. Una patada. Un estruendo. La puerta de cristal estalló en pedazos. El director de Operaciones se hirió con las astillas. Sangraba. Nadie se movió.En cualquier otra organización, un evento como este —en donde un jugador agrediera, ya sea física o verbalmente, al entrenador— supondría, casi con toda seguridad, un cambio en el equipo de liderazgo. Casi con certeza podría afirmarse que el director de Operaciones, después de esta escena, sería desvinculado de la organización. Probablemente, en alguna empresa, aunque la probabilidad es más remota, despedirían al CEO.En los equipos deportivos, esto no suele ser así. Y aunque resulta por demás claro que responden a otra dinámica, expectativas e intereses, los aficionados —cualquiera que sea el equipo— esperarían una resolución más similar a la de una empresa. “¿En qué están pensando que no echan a la calle al jugador?”, dirán algunos. Otros dirán algo similar, pero cambiando la palabra “jugador” por “entrenador”. Pero difícilmente alguien esperaría que la directiva se mantenga impasible.Evidentemente, me estoy refiriendo al evento sucedido durante un entrenamiento la semana pasada del Club de Futbol Monterrey, en donde el exjugador del Real Madrid, Sergio Canales, mediocampista ofensivo, protagonizó un incidente en su ahora club Rayados.Tras una acalorada discusión con el técnico Martín Demichelis sobre el rendimiento del equipo, Canales, visiblemente frustrado, pateó una puerta de cristal en el vestuario. El impacto le causó una herida en la pierna que requirió diez puntos de sutura.Ya hace algunas semanas conversamos en este mismo espacio sobre estas singulares maneras de gestionar equipos deportivos. En aquel entonces comentamos cómo el Club Tigres gestionó de forma errática su liderazgo técnico, con seis entrenadores en cuatro años y decisiones sin una lógica organizacional clara (La peculiar gestión del talento en Tigres, marzo 04, 2025).Analizamos el reemplazo de Veljko Paunovic, quien, pese a sus buenos resultados y un tercer lugar general, fue sustituido por Guido Pizarro, un jugador sin experiencia como entrenador y que hoy tiene al equipo en la sexta posición, casi fuera de la clasificación directa. Esto, dijimos entonces, evidenció una cultura poco convencional en los procesos de sucesión y gestión del talento.Claro que ejemplos como los de Rayados o los Tigres no son ni únicos ni aislados.Durante el Super Bowl LVIII, Travis Kelce, estrella de los Kansas City Chiefs, protagonizó un incidente inesperado al empujar a su entrenador Andy Reid en medio del partido. La tensión del momento, con el marcador empatado, llevó a Kelce a actuar impulsivamente. Aunque Reid minimizó el suceso, la acción generó críticas y cuestionamientos sobre la conducta del jugador.O en la Fórmula 1, donde, en un entorno corporativo tradicional, Christian Horner y Helmut Marko de Red Bull enfrentarían serios cuestionamientos por su gestión y el daño reputacional a la marca. Las críticas abarcan desde la queja de compliance en contra de Horner, los comentarios racistas de Marko, hasta la polémica salida de Sergio Pérez.Y es que, si hablamos de gestión del talento, lo que obse

Era una tarde calurosa en Monterrey. Afuera, el termómetro marcaba 41 °C. Dentro del edificio corporativo, el aire acondicionado sostenía una atmósfera artificialmente fría. El sol, filtrado por los vidrios térmicos, apenas iluminaba la sala de juntas del noveno piso.
Silencio. Una tensión densa ocupaba el espacio mientras el director general repasaba los resultados del primer trimestre de 2025. El tono era medido. La presentación, impecable en forma. Pero las cifras no acompañaban: estaban por debajo de lo previsto, lejos de las metas fijadas al inicio del año fiscal.
El Consejo de Administración comenzaba a inquietarse.
Los directivos presentes fingían atención. Pero sus ojos alternaban entre los gráficos de la pantalla y la vista panorámica del tráfico abajo, donde la ciudad hervía a media tarde. El CEO concluyó y preguntó si había comentarios. Nadie respondió. Se sentó. Esperó.
Fue el director de Operaciones quien rompió el silencio.
Se puso de pie. Respiró. Luego atacó. “Esto no es estrategia. Es un plan operativo… débil. Mal enfocado. Inservible.” Su tono era agresivo. No discutía datos; cuestionaba la competencia del CEO. Incluso lanzó una amenaza velada: hablaría con el Consejo. Mencionó sus vínculos. Nombró contactos.
El CEO lo miró, serio. Anunció que la reunión terminaba ahí. Pidió a todos retirarse. La tensión no cedió.
El director de Operaciones —invitado a la empresa por el propio presidente del Consejo tras su retiro de una firma internacional— no aceptó la pausa. Persiguió al CEO hacia la salida. Seguía hablando. Alto. Cargado.
El director general se detuvo. “Después conversamos”, dijo.
Pero él no se detuvo. Se acercó tanto que su respiración chocó con el rostro del CEO. Lo escupió al hablar, sin querer —o tal vez sí—. La escena fue grotesca. El CEO no respondió. Se dio media vuelta.
La rabia fue inmediata. Una patada. Un estruendo. La puerta de cristal estalló en pedazos. El director de Operaciones se hirió con las astillas. Sangraba. Nadie se movió.
En cualquier otra organización, un evento como este —en donde un jugador agrediera, ya sea física o verbalmente, al entrenador— supondría, casi con toda seguridad, un cambio en el equipo de liderazgo. Casi con certeza podría afirmarse que el director de Operaciones, después de esta escena, sería desvinculado de la organización. Probablemente, en alguna empresa, aunque la probabilidad es más remota, despedirían al CEO.
En los equipos deportivos, esto no suele ser así. Y aunque resulta por demás claro que responden a otra dinámica, expectativas e intereses, los aficionados —cualquiera que sea el equipo— esperarían una resolución más similar a la de una empresa. “¿En qué están pensando que no echan a la calle al jugador?”, dirán algunos. Otros dirán algo similar, pero cambiando la palabra “jugador” por “entrenador”. Pero difícilmente alguien esperaría que la directiva se mantenga impasible.
Evidentemente, me estoy refiriendo al evento sucedido durante un entrenamiento la semana pasada del Club de Futbol Monterrey, en donde el exjugador del Real Madrid, Sergio Canales, mediocampista ofensivo, protagonizó un incidente en su ahora club Rayados.
Tras una acalorada discusión con el técnico Martín Demichelis sobre el rendimiento del equipo, Canales, visiblemente frustrado, pateó una puerta de cristal en el vestuario. El impacto le causó una herida en la pierna que requirió diez puntos de sutura.
Ya hace algunas semanas conversamos en este mismo espacio sobre estas singulares maneras de gestionar equipos deportivos. En aquel entonces comentamos cómo el Club Tigres gestionó de forma errática su liderazgo técnico, con seis entrenadores en cuatro años y decisiones sin una lógica organizacional clara (La peculiar gestión del talento en Tigres, marzo 04, 2025).
Analizamos el reemplazo de Veljko Paunovic, quien, pese a sus buenos resultados y un tercer lugar general, fue sustituido por Guido Pizarro, un jugador sin experiencia como entrenador y que hoy tiene al equipo en la sexta posición, casi fuera de la clasificación directa. Esto, dijimos entonces, evidenció una cultura poco convencional en los procesos de sucesión y gestión del talento.
Claro que ejemplos como los de Rayados o los Tigres no son ni únicos ni aislados.
Durante el Super Bowl LVIII, Travis Kelce, estrella de los Kansas City Chiefs, protagonizó un incidente inesperado al empujar a su entrenador Andy Reid en medio del partido. La tensión del momento, con el marcador empatado, llevó a Kelce a actuar impulsivamente. Aunque Reid minimizó el suceso, la acción generó críticas y cuestionamientos sobre la conducta del jugador.
O en la Fórmula 1, donde, en un entorno corporativo tradicional, Christian Horner y Helmut Marko de Red Bull enfrentarían serios cuestionamientos por su gestión y el daño reputacional a la marca. Las críticas abarcan desde la queja de compliance en contra de Horner, los comentarios racistas de Marko, hasta la polémica salida de Sergio Pérez.
Y es que, si hablamos de gestión del talento, lo que observamos en muchos equipos deportivos dista mucho de ser ejemplar. Se privilegia el carisma, la presión del aficionado y la urgencia del resultado inmediato, mientras se ignoran los principios más básicos de liderazgo, meritocracia y cultura organizacional. Se toleran abusos, se normalizan desplantes y se perpetúan liderazgos frágiles, más guiados por la emoción que por la estrategia.
A la lucha libre mexicana siempre se le ha criticado como un “circo” por su enfoque en el espectáculo más que en la competencia deportiva. Aunque combina habilidades físicas y técnicas reales, su esencia radica en la narrativa dramática y los personajes extravagantes.
Pareciera que todos los deportes, al final de cuentas, no son más que eso: un circo mediático que privilegia la narrativa sobre la autenticidad deportiva y la gestión ética que, en teoría, sí observamos en las empresas dueñas de estos equipos.
Al menos la lucha libre mexicana es honesta en lo que ofrece.
El autor es Doctor en Filosofía, fundador de Human Leader, Socio-Director de Think Talent, y Profesor de Cátedra del ITESM.
Contacto: rogelio.segovia@thinktalent.mx