Rappel: “Le eché las cartas a Umbral y acompañé a Carmen Conde a la RAE”
Dice Rafael Payá Pinilla (Madrid, 1945), o sea, Rappel, que es “leo con ascendencia tauro”, ergo, por lo visto, diligente y testarudo. Por ello, a las puertas de cumplir ochenta tacos, ha publicado unas memorias o, como el prefiere, un libro de recuerdos divertidísimo, que responde al nombre de El futuro ya es ayer (Roca Editorial, 2025). La entrada Rappel: “Le eché las cartas a Umbral y acompañé a Carmen Conde a la RAE” aparece primero en Zenda.

Dice Rafael Payá Pinilla (Madrid, 1945), o sea, Rappel, que es “leo con ascendencia tauro”, ergo, por lo visto, diligente y testarudo. Por ello, a las puertas de cumplir ochenta tacos, ha publicado unas memorias o, como el prefiere, un libro de recuerdos divertidísimo, que responde al nombre de El futuro ya es ayer (Roca Editorial, 2025). “Quizá así –escribe– se explique que no haya parado nunca en mi vida. (…) He tenido durante décadas varios negocios a la vez: vidente, modisto, relaciones públicas, locutor de radio y lo que se terciase”.
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—Rappel, ¿se siente más cómodo adivinando el futuro o auscultando el pasado?
—Mi trabajo es ver el futuro, pero recordando el pasado y anécdotas muy bonitas que he vivido…, me parece mentira que las haya vivido. Te voy a decir: ¡tengo para escribir otro libro! He recordado tantas anécdotas y personajes… Entonces, tengo que hacer un segundo libro, para decirles a los que había olvidado: “Con perdón, salís en la segunda parte”. He tenido la suerte de estar en el sitio especial con la gente especial.
—Como el poeta, puede confesar que ha vivido.
—El destino me ha llevado a una cena, a un cóctel, a un restorán y, de repente, en la mesa de al lado había un personaje. Te puedo contar una anécdota con el Rey de España.
—¿Felipe o Juan Carlos?
—Juan Carlos. Una noche fui a cenar con Carmen Jara, que era la cuñada del mánager Paco Gordillo. Nos hemos reído y salido por Madrid…, era como mi hermana. Una noche nos vamos a Lucio. Lucio siempre ha estado de moda, pero entonces tenías que pedir la mesa como un mes antes, había bofetadas para conseguir una mesa. Entramos en el comedor de Lucio, el de atrás, el grande, y en la mesa del fondo del todo estaba don Juan Carlos con unos señores. Conforme entramos, el rey nos tira un beso y nos saluda. Se acerca Carmen Jara a la mesa: “¡Qué alegría, majestad! Buenas noches, que aproveche…”. Dice el rey: “Que aproveche no: cántanos algo”. Dice Carmen Jara: “Yo lo canto, pero usted lo baila, así que salga de ahí y póngase a bailar”. El rey se levanta, con dos cojones, se pone en medio de las mesas, Carmen Jara cantando, lalalala, el rey bailando y toda la gente aplaudiendo.
—Cuando mira por el retrovisor de su vida, ¿usted qué ve?
—Una vida muy divertida. He trabajado muchísimo, desde los catorce años: primero, porque me gustaba el negocio de mi familia, me encantaba ir a esa tienda, y luego, cuando aprendí con Balenciaga…
—A quien llama “abuelo”.
—En su taller he disfrutado muchísimo. En mi profesión he disfrutado mucho. Y no te digo cuando me ofrecieron ser director de relaciones públicas de Florida Park.
—Cuente, cuente.
—Yo no me había metido nunca en esas cosas. Iba a los espectáculos de noche porque me invitaba algún artista. De repente, la dueña, que tenía un marido treinta y cinco años mayor que ella, viene: “Necesito un relaciones públicas. Mi marido es tan celoso que si traigo un hombre joven que esté de moda, no lo quiere porque dirá que me lo estoy tirando”.
—¿No contemplaba la posibilidad de contratar a una mujer?
—No, porque decía: “Para eso estoy yo. Para guapa y divina me luzco yo, que soy la dueña”. Y me dice que lo sea yo: “La gente de Madrid te conoce, te quiere, estás relacionado con los artistas, con todo. Mi marido te quiere mucho y eres mi modisto. Se lo voy a contar a papá”.
—¿A papá?
—“Papá” era su marido. Al día siguiente, me llama el “papá”, y me dice don Ángel: “Ven al despacho, que me ha dicho la nena”, porque él la llamaba “la nena”, “que ha hablado contigo”. Llego al despacho y le digo: “Tengo mi tienda de tejidos que funciona, mi taller de modas…”, y me dice: “Si esto es por la noche. Con estar a las nueve y media, que empezamos con la cena, hasta las cuatro de la mañana…”. “¿Todos los días?”. “Todos los días”. “¿Cuándo duermo?”. “Eso es tu problema”. “Depende de lo que me pague”. “¿Te parece bien 100.000?”. Yo pensaba que eran 100.000 al año, 8.000 al mes, y le digo: “No se ha estirado usted mucho”. “¿Qué estás diciendo? 100.000 al mes”. “¿Cuándo empiezo?”. Llego a mi casa y le digo a mi mujer: “Empiezo en Florida Park esta semana”. “No vas a poder dormir”. “Me dan 100.000 pesetas al mes”. Y me dice mi mujer: “¿Me puedo apuntar yo también?”.
—Era un buen pellizco.
—En el año 74. Y estuve diez años. Los que duró la concesión: ese local es del Ayuntamiento de Madrid.
—Entonces, Florida Park era una bomba…
—Para inaugurar Florida Park, contratamos a Tom Jones, que no había venido nunca a Madrid. Fue un bombazo, claro. De ahí, todo: en esa sala, he hecho los debuts, ¡debuts, eh!, de Miguel Bosé, de María Dolores Pradera, de Rocío Jurado, de María Jiménez, de Mari Carmen y sus Muñecos… Rocío Jurado cantaba en tablaos. Antes que nosotros, la había contratado Manolo Caracol, que montó un espectáculo, en el Corral de la Morería, en el que llevaba a sus tres hijas y a Rocío Jurado. La fue a ver Paco Gordillo y le dijo: “Hija, tienes una voz preciosa. Puedes estar en una sala, voy a ver si negocio algo”. Me llama y me dice: “Hay una mujer, quiero que la veas, creo que puede ser un bombazo en Florida Park”. Fui a verla con Gordillo, me encantó, la contratamos y, cuando pensábamos cómo llamarla, dije yo: “Rocío Jurado, la más grande”. Fue la primera vez que aparecía así en los carteles y en los afiches. Y se lo pusimos en Florida Park.
—Envejecer, ¿bendición o maldición?
—Bendición. Y que sea muy larga. Envejecer bien. Todavía no me considero viejo: con ochenta años que voy a cumplir, me considero mayor, no viejo. Mi abuela decía: “Vieja es la ropa; las personas, nunca”. Me gustaría hacerme muy mayor estando bien. Ahora, una vejez estando mal no me gustaría.
—¿Lo esencial es invisible a los ojos, o la frase es, simplemente, una noñez que no se sostiene?
—Lo que es visible lo disfrutas con la mirada. Es uno de los sentidos que te hacen disfrutar lo que estás viviendo. Sería horrible no tener visión. Dios nos libre de perder la vista. Mira, de lo único que me he operado, hace dos años, fue de cataratas. ¡Tenía un pánico! Nunca me había operado de nada…
—Bueno, la cosa salió bien.
—Estoy encantado de haberme operado. Le pido a Dios tener vista, tener bien los sentidos y estar en forma.
—Dice que la videncia no se aprende, que hay que nacer con un don especial. ¿Cómo fue consciente de su don?
—Puedes aprender formas adivinatorias, pero tener el don de percibir algo de las personas que te rodean…, lo tienes o no lo tienes. Yo, desde muy pequeño, adivinaba cosas en casa. Cosas tontas. Me acuerdo de que había dos mellizos, que eran unos presumidos, y se burlaban de quienes nos quedábamos antes a estudiar: “¡A ver las matemáticas! ¡Nosotros somos los mejores!”. Un día, estamos ya en puertas de los exámenes, me sentó tan mal que nos humillaran a toda la clase, que me levantó y les digo: “No sé qué nota voy a sacar, pero mejor que vosotros, porque los dos vais a suspender”. “Ah, el listo, el brujito”, porque me llamaban “el brujito”, “¿cómo vamos a suspender matemáticas? ¡Por aquí vamos a suspender!”. Llegó el examen, suspendieron y yo saqué un notable. Me querían pegar en el patio del colegio.
—¿Cuándo decidió profesionalizarse?
—Cuando la muerte de mi hijo. Ahí dije: “Esto no es una broma”. De niño, aprendí a echar las cartas porque, en la puerta del colegio, había una gitana que, además de vender pipas y chucherías a los niños, le echaba las cartas a las chicas del servicio que llevaban los niños a la clase.
—La Pioji.
—La llamábamos así porque estaba siempre rascándose. Un día, estoy en la puerta del colegio y me dice: “Venga, que llegas tarde a la clase, y yo llego tarde a ver mi futuro”. Yo pensé: “¿Qué dice?”. Me doy la vuelta y veo que la pipera saca una banqueta de debajo de la mesa, quita el cacharro de las pipas y los caramelos, pone un mantel y saca unas cartas viejas, de baraja española. Yo pensé que jugaban a las cartas. Cuando la chica me vino a buscar, le pregunté y me explicó que por las cartas le decía cosas de su padre, su madre, su novio… Yo pensé: “Esta mujer está loca”. Al día siguiente, en el recreo, a media mañana, vuelvo a ver a la Pioji: “Oiga, quiero que me haga eso del futuro”. “No, eso es para las personas mayores”. Le di dos pesetas, me pidió que no dijera nada en mi casa, y me dijo tres cosas. Una de ellas era: “¿Cómo no vas a tener dinerito? Tienes dos abuelos que te dan mucho dinero”. Se refería a mi abuelo el viudo y a mi tío soltero, que vivía en casa. A los dos días, voy otra vez: “Le doy un par de pesetas y me da una lección. Dígame usted qué es cada carta”.
—Volvamos a la muerte de su hijo.
—Te cuento: conozco a mi novia, nos casamos, tenemos nuestros hijos, y nace nuestro hijo Humberto. Estamos en la habitación mi mujer y mis suegros; llegaron unas monjitas, nos felicitaron, “es un niño precioso, parece de un cuadro de Rubens”. Me quedo mirando al niño y me dice mi suegra: “¡Se te va a caer la baba mirando al niño! Es precioso, estás embelesado…”. Y le digo: “No, lo que estoy pensando es lo que vamos a llorar por este niño. Este niño no llega a cumplir un año. No sé qué le pasa en la cabeza, pero se nos muere antes de cumplir un año”. Para hacerte el cuento corto, a las cuarenta y ocho horas, el niño pega un grito, se queda morado, y nos dicen que ha tenido un derrame cerebral. Nos dicen que lo ideal sería ingresarlo en un centro donde hubiera pediatras especializados. ¿Cuál era el mejor? El Clínico. Lo llevamos en ambulancia, porque el niño necesitaba oxígeno. En el Clínico, lo meten en intensivos. Cuando lo veo, al niño, aparte de seguir con el oxígeno, le habían puesto como unas vendas, y tenía toda la cabeza con puntos blancos. “¿Qué le pasa al niño?”. “Se le ha declarado una meningitis purulenta, tiene el cerebro destruido”. Lo blanco era la pus que le brotaba la cabeza. Una de las monjitas, sor Adelaida, pobrecita, que se portó con nosotros…, fue un ángel, me dice: “Si tienes fe, pídele a Dios que se lleve al niño. Allí será un angelito, y aquí no va a poder vivir, se queda sin cerebro, y si vive, va a ser como un vegetal, va a estar en un hospital siempre”.
—Pero usted quería que su hijo viviera.
—Sí. Para poder drenarle la pus del cerebro, había que ponerle una válvula en la cabeza. Las enfermeras me recomiendan el doctor Vara, un catedrático que podría atreverse a operar al niño. Subo a su despacho y me dice que es tal la magnitud de lo que tiene, que hay que ponerle dos válvulas para que le drenen, una a cada lado del cerebro. “Yo me atrevería a operarle”, me dice, “pero no te garantizo nada”. “Si usted me dice que hay alguna posibilidad, usted le opera”. Voy a la habitación, hablo con la monjita y me dice: “¿Te ha dicho lo que cobra?”. Vuelvo al despacho del doctor Vara, le pido el presupuesto y me dice: “Calcula… unos tres millones”.
—¿Tres millones en el…?
—En el año 73. Yo pensaba: “¿De dónde saco tres millones?”. Cojo un taxi, me deja en Velázquez camino de mi casa. Yo iba llorando por la calle pensando: “Madre mía, ¿de dónde saco el dinero?”. Subo por la calle Velázquez y me encuentro a Vicente Aleixandre, el dueño de la Joyería Aleixandre, que estaba en Gran Vía, frente a la Telefónica, donde ahora hay un McDonald’s. Era la joyería más importante de Madrid, iban las artistas, tenía unos escaparates…, y el dueño era amigo mío. Total, que me ve llorando, me pregunta qué me pasa, se lo cuento y me dice: “¿Para qué estoy yo?”. “¿Cómo que para qué está usted? ¿Es el Banco de España?”. “¡Al niño se le opera cueste lo que cueste, lo pago yo!”. “¿Pero cuándo se lo voy a devolver?”. “Dele mi número privado y hablo con él. ¡Al niño se le opera mañana mismo!”. Le cuento todo a mi mujer y, a la mañana siguiente, vamos al hospital. Hablo con el médico y me dice: “Rappel, te felicito. Puedes presumir de que tienes un gran amigo”. “Desde luego, me lo ha demostrado”. Y me dice el doctor: “Pues mira, puedes presumir de que tienes dos: he hablado con mi equipo, y te voy a pedir permiso para que, por escrito, autorices que los alumnos de fin de curso de Cirugía presencien la operación. Lo consideraremos una clase extraordinaria de fin de curso, y esa no la puedo cobrar. El hospital te regala la operación”.
—Lamentablemente, el niño murió antes del año.
—Al niño le operan, sale adelante, y un día antes de que cumpliera once meses, le empiezan a salir moquitos por los ojos y la nariz. Nos dicen que tiene neumonía, lo llevamos al hospital, los médicos nos cuentan que la neumonía es gravísima, y el día que cumplió once meses, se nos murió.
—Lamentablemente, se confirmó su predicción.
—Yo dije: “Esto no es normal”. Entonces, me dediqué a mejorar mi formación. Iba a donde me decían: aprendí de José María Martínez Pardo, un vidente al que iba la gente de Madrid, fui al marqués de Araciel, uno me enseñó a echar las cartas, otro el tarot, aprendí astrología… Me fui metiendo en el tema y era mi pasión: ver cómo encauzar profesionalmente lo que adivinaba. Fui creciendo, empecé a recibir a gente…
—Y, con el paso del tiempo, se hizo una institución.
—Efectivamente.
—Y conoce, por ejemplo, a Dolores Ibárruri…
—Verás: después de muerto Franco, se restauran el PCE y la Embajada de Rusia en Madrid. Traen a Pasionaria y le alquilan un chalé en Puerta de Hierro. El PCE decide hacerle un regalo: un retrato del pintor Vicente Maeso. Vicente va a su casa y, cuando la está retratando, Pasionaria le dice que le gusta mucho mi programa Rappel por Teléfono, de la Cadena Ser: “¡Le adivina por teléfono y estoy enganchada, porque no había oído eso nunca!”. Vicente le dice: “Le conozco mucho, le he hecho un retrato”. “¡Ay, lo que daría por conocerle!”. Me lo cuenta Vicente Maeso, me lleva a casa de Pasionaria y me pide que le lea la mano. Entonces, le digo: “Uy, tiene usted una mano muy rara”.
—¿Y eso?
—En la palma, todos tenemos en la palma una N, una M o una A. Ella tenía una R enorme. Le explico que alguien ha muerto, una persona que llevaba la R en su inicial, y que le ha marcado para siempre. Me agarra, me empieza a besar la mano y, llorando, empieza: “¡Ay, Rubén de mi alma!”. “¿Quién es Rubén?”. “Mi hijo mayor, que me lo mataron”.
—Rebobino. También conoció a Franco.
—Esa señora era la culpable (señala un retrato de Niní Montián). Esa señora era íntima amiga de Franco, comía todos los martes en El Pardo con él y su mujer. Su padre había sido capitán general en Ceuta y Melilla. A la mujer de Franco le llamaba “la Franca”, en plan simpático. Entonces, me dice un día Niní: “Paco”, porque para ella era Paco, “quiere que vayas un día a leerle las cartas o la mano”.
—Y p’allá que fue.
—Niní llama a la puerta: “¿Paco?”. “¡Entra!”. “Mira, te presento a Rappel”. “Francisco Franco”. “Encantado, señor”. (Risas) Niní se fue y Franco y yo pasamos a un despachito íntimo que tenía, lleno de novelas. No libros encuadernados de categoría, sino todo novelas. Total, nos sentamos los dos, cojo las cartas y me dice: “Te voy a explicar. No quiero que me digas nada. Me queda poco, ¿qué me vas a contar, de mi vida pasada? ¿Te puedo preguntar por alguien de mi familia?”. “Por quien quiera”. “Me preocupan mucho mis nietos mayores, Francisco y Mari Carmen”.
—Y resolvió sus dudas.
—Sí. Cuando le dije que su nieto, que estaba enfermo del corazón, iba a ser padre, se echó a llorar. Total, se mete la mano en la cartera, saca una billetera de cuero y me dice: “¿Qué te debo?”. “Nada”. “No, estos trabajos se pagan…”. “Usted no me debe nada, pero el día de mañana, cuando escriba mis memorias, esto lo cuento”. Me dio su permiso, aunque pensé: “Aunque no me lo dé, lo voy a publicar”. (Risas)
—¿A quién no le leería el futuro?
—Yo se lo leo a todo el mundo. Hombre… no se lo leería a alguien que viniera en plan de guasa. O gente que viene y me pide que le desvele el número del Gordo. Hombre, ¡si lo viera, me lo compraría yo!
—¿Le ha echado las cartas a algún escritor?
—A Antonio Gala. Y a Francisco Umbral. Umbral era muy escéptico con estos temas, era muy cachondo, todo lo tomaba a broma. Por ahí tengo una foto con él. Umbral, fíjate, hacía los cursos de verano de El Escorial, y me contrató para dar una conferencia sobre el fenómeno de la jet set. También a la mujer de un Nobel, que era muy mística…
—¿La mujer de Saramago?
—No, la del médico… ¡Severo Ochoa! Ellos vivían en EEUU. Una señora llamaba a mi secretaria y le decía: “Soy la señora del marido de Nueva York”. Venía sola a la consulta, porque el marido estaba en Nueva York. Y un día me dice: “Le he contado a mi marido que vengo a verte, y me ha dicho que estoy tan loca yo como tú, pero yo le digo cosas que luego han pasado. ¿Te importa que te grabe haciéndole una tirada a él, a ver qué le sacas, y yo se lo llevo a Nueva York?”. No me dijo quién era. Entonces, yo vi que era un señor muy importante, que todo el mundo le respetaba, y empecé: “Hay una señora, así, así, dos colaboradores, este, el más bajito, es un sinvergüenza y lo tiene que echar…”. Lo graba ella en la cinta y se marcha. Como seis meses después, me llama la señora: “Rappel, mira, que estoy en Madrid, he venido con mi marido y mi marido te quiere saludar”. “Pues que venga”. “Queremos ir a una hora en la que no haya nadie, ni secretaria. Mi marido no quiere que le vea nadie”. Abro la puerta y aparece Severo Ochoa con su mujer. “¡Anda, usted es el profesor Severo Ochoa!”. “Claro, y tú eres mi adivino”. Me da un abrazo, se sienta y me dice: “Ni mi mujer sabe qué gente tengo yo. Me has dado detalles de gente de mi equipo que no lo sabe ni ella, no te lo ha podido chivar. No se puede hacer, pero me gustaría hacerte un agujerito en el cerebro para ver qué tienes ahí”.
—¿Alguna escritora en el horizonte?
—Gloria Fuertes era amiguísima mía. Y Carmen Conde, la primera mujer miembro de la RAE, era clienta mía: le hacía la ropa y le echaba las cartas. Era lesbiana, vivía con su compañera, Mercedes, y un día me dice: “Me tienes que hacer un traje muy especial. Tengo que ir muy discreta, creo que de negro o de azul marino, pero no un traje, no un hábito. Es que me nombran miembro de la RAE, soy la primera mujer y tú tienes que venir conmigo”. Esto no lo cuento en el libro.
—Cuéntelo en Zenda.
—Yo le dije: “Te hago un traje negro, pero tipo Lola Flores, mu bordao”. “Hombre, no me vayas a poner castañuelas”. Le hice una túnica preciosa, bordada, toda negra. Y me dice: “Tienes que venir con frac”. “Yo no tengo frac”. “Pues te lo alquilas”. Fui con mi mujer, la esperé en el vestíbulo, y me alquilé un frac para entrar con ella para dejarla en el asiento.
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