No me digas vieja, soy mamá
Estábamos en la cocina de la casa del campo. Era un nene. Mis hermanos rondaban esa etapa inclasificable que llamamos adolescencia. De pronto, vaya a saber a cuento de qué, ella descerrajó, con tono mandatorio: “¡Que no me entere que me andan diciendo vieja!”. La frase entró como una sentencia eterna en mi cerebro. Desde ese momento, el precepto me llevó decenas de veces a enderezar conversaciones en las que alguien usaba la palabrita prohibida: “Che, ¿tu vieja tiene jardín?”. Sin explicar el origen de mi obsesión, corregía sutilmente: “Sí, a mi mamá le gustan las flores”.El día que la llevamos al cementerio, conté aquello por primera vez. Fue delante de un montón de personas. La mayoría, desconocidas para mí, pero no para ella, que entre otras tareas comunitarias llevó las cuentas del centro de jubilados de su pueblo hasta donde le dieron las fuerzas. Allí aplicaba el criterio que había regido la observación de mi infancia: a las cosas había que llamarlas por su nombre. Por eso anotaba a mano en su cuadernito cada gasto, cada apellido, cada donación. En estos últimos años, los que la rodearon en ese ámbito vivieron lo mismo que todos los que la amamos desde que tuvimos el honor de ser parte de su vida: ella era el sol y los demás orbitábamos a su alrededor. Por eso estos días, ahora que se fue, parecen todos iguales: nublados.Allí aplicaba el criterio que había regido la observación de mi infancia: a las cosas había que llamarlas por su nombre.Que siempre le hayamos dicho mamá tiene sentido también por el sentido original de la palabra. Ella nunca dejó de ser nuestra mamá. De estar encima de sus hijos, atenta a los detalles, a lo que nos hiciera falta, a las caídas, a las felicidades, aun cuando sus seis pichones anduviéramos entre los treintaylargos y los cincuentaypico. Fue maravilloso apreciar cómo el abuelazgo le agregó la dulce tarea de compartir un amor distinto: el desconsuelo de los nietos que ahora transitan la primera muerte de sus vidas es una foto en pena de ese amor que supo darles. También es la primera muerte que experimento, pienso ahora, aunque ya haya pasado por varias. Nada se compara a esta tristeza.Cuando el final, contra el que luchó con toda su alma, era inevitable, nos dimos algunos gustos juntos. El que más me reconfortó nos conectó con la cocina del campo en la que ella reinó. Allí siempre escuchábamos la radio, mientras trajinaba entre milanesas y deberes escolares. El dial no se corría de Rivadavia. Estoy seguro de que me hice periodista escuchando a Héctor Larrea y Antonio Carrizo en los ochenta, gracias a ella. Por eso mismo vivía con orgullo que me hubiera entregado a esta profesión. Las veces que habrá dicho: “Mi hijo trabaja en el diario LA NACION”... Vuelvo: hace unos meses, mi tarea profesional me puso en contacto con Juan José Moro, pionero entre los periodistas que cubren tenis, que en aquellos años en el campo también brillaba en Rivadavia. Le conté que mi mamá siempre lo había escuchado y tuvo la generosa idea de entrevistarla para un programa nocturno ¡en Rivadavia! La charla fue tan hermosa que él empezó a decirle “mamá Elsa” en medio de la conversación. Pescó rápido por dónde iba el asunto. La última vez que la vi, ella ya no podía hablar. Le fui haciendo preguntas por sí o por no. Para molestarla, le pregunté si era hincha de Juventud, uno de los dos equipos de Banderaló. Me hizo que no con su precioso dedo índice y su uña prolijamente pintada. “¿Sos de Ingeniero?”. Agitó el mismo dedo con énfasis, repetidamente, de arriba hacia abajo. Un sí rotundo. Entonces me vi en la obligación de consultar quién era el más lindo de todos su hijos: que mis hermanos se enteren por estas líneas que me apuntó directo al corazón. Y me morí yo, de amor. Con la certeza de que iba a ser el último, di un paso más y le pedí que me diera un beso. Fueron dos.Pasaron los rituales de la muerte: un velatorio lluvioso, pésames con palabras de manual, el coche fúnebre, el tour por su casa, la iglesia y el cementerio. Muchas lágrimas, alguna risa, aplausos fuertes de despedida y la gratitud expresada en discursos que fueron apareciendo ahí, espontáneos. Volví a casa al día siguiente pensando en la ruta cómo iba a contarle a Camila. Con mi mujer la sentamos en el sillón y traté de hilvanar palabras sencillas y directas: “La abuela se murió, ya no vas a poder verla. Pero siempre nos vamos a acordar de ella”, resumí. Primero manifestó su intención de morirse también, porque dedujo que así podría burlar la restricción de visita. Le negué la posibilidad: “Mejor quedémonos acá”. Entonces sus rulos pasaron la página y fueron por la vía práctica; con la lógica implacable de sus casi cuatro años, preguntó: “¿Y ahora quién me va a hacer el dulce de leche?”.

Estábamos en la cocina de la casa del campo. Era un nene. Mis hermanos rondaban esa etapa inclasificable que llamamos adolescencia. De pronto, vaya a saber a cuento de qué, ella descerrajó, con tono mandatorio: “¡Que no me entere que me andan diciendo vieja!”. La frase entró como una sentencia eterna en mi cerebro. Desde ese momento, el precepto me llevó decenas de veces a enderezar conversaciones en las que alguien usaba la palabrita prohibida: “Che, ¿tu vieja tiene jardín?”. Sin explicar el origen de mi obsesión, corregía sutilmente: “Sí, a mi mamá le gustan las flores”.
El día que la llevamos al cementerio, conté aquello por primera vez. Fue delante de un montón de personas. La mayoría, desconocidas para mí, pero no para ella, que entre otras tareas comunitarias llevó las cuentas del centro de jubilados de su pueblo hasta donde le dieron las fuerzas. Allí aplicaba el criterio que había regido la observación de mi infancia: a las cosas había que llamarlas por su nombre. Por eso anotaba a mano en su cuadernito cada gasto, cada apellido, cada donación. En estos últimos años, los que la rodearon en ese ámbito vivieron lo mismo que todos los que la amamos desde que tuvimos el honor de ser parte de su vida: ella era el sol y los demás orbitábamos a su alrededor. Por eso estos días, ahora que se fue, parecen todos iguales: nublados.
Allí aplicaba el criterio que había regido la observación de mi infancia: a las cosas había que llamarlas por su nombre.
Que siempre le hayamos dicho mamá tiene sentido también por el sentido original de la palabra. Ella nunca dejó de ser nuestra mamá. De estar encima de sus hijos, atenta a los detalles, a lo que nos hiciera falta, a las caídas, a las felicidades, aun cuando sus seis pichones anduviéramos entre los treintaylargos y los cincuentaypico. Fue maravilloso apreciar cómo el abuelazgo le agregó la dulce tarea de compartir un amor distinto: el desconsuelo de los nietos que ahora transitan la primera muerte de sus vidas es una foto en pena de ese amor que supo darles. También es la primera muerte que experimento, pienso ahora, aunque ya haya pasado por varias. Nada se compara a esta tristeza.
Cuando el final, contra el que luchó con toda su alma, era inevitable, nos dimos algunos gustos juntos. El que más me reconfortó nos conectó con la cocina del campo en la que ella reinó. Allí siempre escuchábamos la radio, mientras trajinaba entre milanesas y deberes escolares. El dial no se corría de Rivadavia. Estoy seguro de que me hice periodista escuchando a Héctor Larrea y Antonio Carrizo en los ochenta, gracias a ella. Por eso mismo vivía con orgullo que me hubiera entregado a esta profesión. Las veces que habrá dicho: “Mi hijo trabaja en el diario LA NACION”... Vuelvo: hace unos meses, mi tarea profesional me puso en contacto con Juan José Moro, pionero entre los periodistas que cubren tenis, que en aquellos años en el campo también brillaba en Rivadavia. Le conté que mi mamá siempre lo había escuchado y tuvo la generosa idea de entrevistarla para un programa nocturno ¡en Rivadavia! La charla fue tan hermosa que él empezó a decirle “mamá Elsa” en medio de la conversación. Pescó rápido por dónde iba el asunto.
La última vez que la vi, ella ya no podía hablar. Le fui haciendo preguntas por sí o por no. Para molestarla, le pregunté si era hincha de Juventud, uno de los dos equipos de Banderaló. Me hizo que no con su precioso dedo índice y su uña prolijamente pintada. “¿Sos de Ingeniero?”. Agitó el mismo dedo con énfasis, repetidamente, de arriba hacia abajo. Un sí rotundo. Entonces me vi en la obligación de consultar quién era el más lindo de todos su hijos: que mis hermanos se enteren por estas líneas que me apuntó directo al corazón. Y me morí yo, de amor. Con la certeza de que iba a ser el último, di un paso más y le pedí que me diera un beso. Fueron dos.
Pasaron los rituales de la muerte: un velatorio lluvioso, pésames con palabras de manual, el coche fúnebre, el tour por su casa, la iglesia y el cementerio. Muchas lágrimas, alguna risa, aplausos fuertes de despedida y la gratitud expresada en discursos que fueron apareciendo ahí, espontáneos. Volví a casa al día siguiente pensando en la ruta cómo iba a contarle a Camila. Con mi mujer la sentamos en el sillón y traté de hilvanar palabras sencillas y directas: “La abuela se murió, ya no vas a poder verla. Pero siempre nos vamos a acordar de ella”, resumí. Primero manifestó su intención de morirse también, porque dedujo que así podría burlar la restricción de visita. Le negué la posibilidad: “Mejor quedémonos acá”. Entonces sus rulos pasaron la página y fueron por la vía práctica; con la lógica implacable de sus casi cuatro años, preguntó: “¿Y ahora quién me va a hacer el dulce de leche?”.