Martha Chase y la batidora
Nací en pleno periodo de entreguerras, en 1927, y al poco tiempo de graduarme en Ciencias, a los 23 años, cumplía mi sueño: estaba trabajando con Alfred Hershey, un gran experto en un ámbito que me emocionaba: las bacterias y los virus. Ya sé que para ti, vieja microbióloga, estos microorganismos forman parte de tu... Leer más La entrada Martha Chase y la batidora aparece primero en Zenda.

¿Qué dirías de alguien que hizo uno de los grandes descubrimientos del siglo XX con una batidora? ¿Que era un genio, quizá? Pues bien, esa soy yo: Martha Chase, cuyo apellido figura en una de las investigaciones más ingeniosas y elegantes de esa centuria brillante y convulsa: el experimento de Hershey-Chase. Y luego la oscuridad, la sombra del microscopio. Bienvenida a mi mundo de olvido.
En ese momento el trabajo era apasionante y las preguntas aún más. Se dirimía qué sustancia química transmitía los caracteres hereditarios. Se quería saber qué era aquello que los padres transmiten a sus hijos, aquello que distingue a las especies, descubrir de qué están hechos los genes, de qué está hecha la vida.
Había varias candidatas, pero dos macromoléculas, solo dos, parecían posibles: el ácido desoxirribonucleico (ADN) y las proteínas.
El ADN era un viejo conocido, pero la mayor parte de los expertos suponía que esa antigua molécula era demasiado simple para transmitir una información tan destacada y compleja, al fin solo era una cadena repetitiva y aburrida. Las “pro”, como se dice en ese siglo tuyo lleno de PCR, eran las proteínas, las que todos los biólogos de la época aclamaban como las portadoras de la información hereditaria: eran complejas, tenían dimensiones espaciales y muchos y divertidos aminoácidos. Eran perfectas.
Sin embargo, algunas voces ya habían reclamado la titularidad de la Genética para el ADN.
El primero fue Griffith, que en 1928 describió que había “algo” que él llamó “factor de transformación”. Y ese “algo” no era baladí: conseguía que una bacteria inofensiva se convirtiera en un germen agresivo, capaz de matar a un ser humano en muy poco tiempo y que, además, esa letalidad fuera transmitida a su progenie.
El experimento se hizo con ratones, a los que casi podríamos considerar nuestros compañeros de laboratorio a lo largo del siglo XX. Hacía años que se había descubierto que una bacteria, el neumococo, mataba a los roedores únicamente si, al cultivarlo, las colonias de este germen eran lisas, como gotitas verdes y brillantes en la placa de agar sangre; esas cepas eran capaces de sintetizar unas sustancias, los polisacáridos, que, como un escudo mágico, evitaban que fueran destruidas por el sistema inmune de los animales; las cepas con colonias rugosas dejaban a los ratoncillos tan campantes.
En su ingenioso experimento jugó con bacterias vivas y muertas. Solo los gérmenes lisos vivos acababan con la vida de los animalillos. Y entonces se le ocurrió inocular a los roedores neumococos rugosos vivos y neumococos lisos muertos. Por separado ninguno mataba al ratón, pero inoculados juntos sí lo hacían, y del ratoncillo muerto se recuperaban ¡neumococos lisos vivos! Parecía magia. Algo había cambiado como en un juego de manos, y además pervivía en su descendencia. Y esto último era crucial. A ese algo se le llamó “factor de transformación”. ¿Pero cuál era la naturaleza química de ese factor?
En 1944, los investigadores Oswald Avery, Colin MacLeod y Maclyn McCarty publicaron un trabajo que señalaba con notable claridad que el ADN era el material hereditario. Sí, verás. Imagina que el neumococo liso, el que mata, es como un mecano, el juguete que se puede separar en diversas piezas. Pues bien, inocularon el neumococo rugoso vivo, te recuerdo, el avirulento, más el “juguete”, pero dejando fuera en cada ensayo una de sus partes. Solo cuando lo inoculaban sin la pieza del ADN el ratón sobrevivía. En todos los demás casos el pobrecillo roedor amanecía frío en su jaula.
Parecía claro que ese factor de transformación era el ADN. Pero no, era tan arraigada la convicción de que tenían que ser las proteínas que no se aceptó el descubrimiento.
Y ahí, justo ahí, llego yo con mi batidora. Tenía 25 años, era brillante, trabajaba con alguien a quien admiraba mucho y en el laboratorio había silencio, concentración y una dedicación plena.
Partíamos de un conocimiento previo, como te acabo de contar. Y teníamos además algo muy importante: las fotografías realizadas con el microscopio electrónico. En ellas se veía claramente que los bacteriófagos, virus bacterianos, no entraban completamente en la célula, sino que solo una parte de su material era inyectado en el germen, como con una jeringuilla hipodérmica. Eso tenía que ser el material genético. Es decir, que teníamos que conseguir que las bacterias revelasen lo que los fagos les habían inoculado. Y para ello aprovechamos una gran diferencia química que existe entre las dos moléculas: el ADN tenía fósforo, y las proteínas azufre. Y lo que era aún mejor, ambas sustancias se podían marcar radiactivamente y luego revelarlas en una película fotográfica.
Así que cambiamos el neumococo por otro microrganismo. Y empezamos nuestro juego: infectamos bacterias de Escherichia coli con fagos manipulados de dos formas: unos con proteínas marcadas y ADN normal y otras con proteínas normales y ADN marcado. Una vez completada la infección, pusimos la mezcla de bacterias y virus en una batidora para eliminar todo aquello que no hubiera penetrado en el interior bacteriano. Sí, era una batidora de diseño poco exquisito, pero nos sirvió. Aislamos las bacterias y determinamos qué tipo de radiactividad se había trasladado desde los fagos al interior de las células bacterianas.
Y quedó palpablemente demostrado: los bacteriófagos con el ADN marcado habían transferido su radiactividad a las células, mientras que aquellos cuyas proteínas se habían marcado con azufre radiactivo no emitían radiación alguna. Estos resultados demostraban que durante la infección los fagos inyectaban su ADN, dejando en el exterior al componente proteico. El resultado era magnífico, pues había proporcionado la tan buscada evidencia: el material hereditario portador de las instrucciones para producir nuevos fagos era el ADN y no las proteínas.
Como comprenderás, la simpleza y originalidad de este trabajo tuvo un impacto enorme en la comunidad científica de la época, traspasando la frontera de los estudios sobre virus. Son los primeros albores de la biología molecular e inspiraron el desarrollo del modelo de doble hélice para el ADN.
Y a partir de aquí, silencio. Solo un año después desaparecí del laboratorio de Alfred. Seguí yendo a algunas reuniones, sí, pero a veces la vida se desploma sobre ti: un divorcio, enfermedades y, sobre todo, una falta absoluta de valoración de mis méritos.
A pesar de que este impactante experimento llevaba mi nombre, en 1969 tuve que mantenerme en segunda fila mientras observaba cómo Alfred Hershey recibía el premio Nobel por un descubrimiento que ambos habíamos realizado.
Me queda el consuelo de que, aunque ya nadie sepa quién soy, ni mi condición de mujer, ni mi vida, uno de los logros científicos más importantes llevará para siempre mi nombre. ¿En serio crees que Hershey hubiera publicado un experimento de tanto calado con mi apellido si yo no hubiera sido esencial en él?
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