Juan José Aguirre Muñoz : «Mi vida es para los demás»
«Confieso que he vivido». J uan José Aguirre Muñoz (Córdoba, 1954) cita a Pablo Neruda cuando echa la vista atrás por su ya más que dilatada misión en la República Centroafricana, adonde llegó hace 45 años. El obispo de Bangassou pisa de nuevo su ciudad natal para preparar el almuerzo solidario de la fundación que lleva el nombre de su diócesis, y que se celebrará en el Real Círculo de la Amistad el próximo sábado con la presencia de Aurelio Gazzera , a quien el Papa ha nombrado como prelado coadjutor de su demarcación eclesiástica para cubrir la vacante que dejará Aguirre al cumplir los 75, o quizás antes si su estado de salud así lo aconseja. «Siendo muy joven me leí el Evangelio y, cuando lo acabé, me di cuenta de en qué quería gastar mi vida: si volviera a nacer haría lo mismo que he hecho, porque siempre he sentido que mi vida tenía que ser misionera, que era y es para los demás. He sido feliz», subraya el religioso. «Pronto aprendí a no mirarme en mi propio ombligo; me quedé con aquello que decía Jesús: 'En verdad os digo que a aquel que deje hermanos, hermanas, padre y madre para seguirme a mí le recompensaré con el ciento por uno», completa quien llegó a África después de un largo periodo de formación académica en La Sorbona de París. -Ha citado la Biblia nada más empezar esta conversación. ¿Qué versículos de ella, o del Evangelio, le vienen más a la cabeza cuando está trabajando en la República Centroafricana? -Creo que el versículo donde Jesús se encuentra con la gente y le dice: 'Miradme', y a través de su mirada consigue transmitir un mensaje de ternura. Y yo muchas veces he vivido en Centroáfrica momentos de extrema violencia, y he intentado poner una pincelada de esa misma ternura. -¿Y da resultado? -A veces funciona, sí que funciona y desmonta la violencia. Se trata de tener un gesto con los ojos, de aguantar la mirada. Le cuento un caso: había un chaval que había estado con nosotros en el orfanato durante muchos años y que se había acabado metiendo en la guerrilla, y vino un día con un grupo de guerrilleros, de mercenarios, a robarnos el carburante al sitio en el que nosotros vivimos. Y yo me puse en medio, aunque al final lo robaron. Y vi que ese chaval estaba también con ellos, con los guerrilleros, con un fusil, y que me estaba apuntando a mí. Entonces yo simplemente lo miré y en la lengua local, en sango, le pregunté: '¿Cómo está tu abuela?', recordándole que él fue un niño huérfano y que su abuela lo llevó a nuestro centro. Y vi como con esa mirada su fusil empezó a bajar, a bajar, a bajar... Fue una situación en la que gestos aparentemente simples rompen el hielo, ponen calma, como por ejemplo coger a un niño, agarrarlo y acariciarlo delante de los demás. -¿Cuántas veces ha temido por su vida? ¿Cuántas veces ha pensado que el fusil no iba a bajar por mucho que mirase a los ojos con ternura a quien lo portase? -Me han pasado las balas rozando muchísimas veces. ¿Las últimas...? Pues en unos ataques que hubo contra la comunidad musulmana de Bangassou. Fueron a por ellos, a degollarlos. Eran dos mil musulmanes. Y se presentó un grupo de fanáticos muy bien armado. Fueron a degollarlos. Los musulmanes se refugiaron en la mezquita. Y los violentos empezaron a tirar desde el mercado que estaba cerca: recuerdo a los tiradores apuntado y disparando hacia la mezquita para matar a cuantos más musulmanes mejor. Entonces, mis curas y yo nos pusimos delante de la mezquita, con nuestras sotanas blancas, haciendo de escudos humanos para evitar que los tiradores alcanzaran la mezquita. Las balas nos pasaban rozando, sí. Pero nunca temí por mí. Yo creí que me iban a respetar y que el Señor me iba a proteger. Algunos de mis curas se echaron a temblar y empezaron a esconderse detrás de mí, y yo les decía: 'Recordad el salmo 90 que dice: 'Caerán a tu izquierda mil y diez mil a tu derecha, pero a ti no te tocarán''. Y les insistí en que se pusieran conmigo delante de la mezquita, que íbamos a aguantar: estuvimos tres días aguantando como escudos humanos, y en ellos mis curas temieron por sus vidas; yo no, la verdad, porque el día de mi muerte ya lo sabe Dios, yo no me preocupo. Tengo las maletas hechas. Por mucho que yo piense en ello o me preocupe no va a avanzar ni se va a retrasar el día de mi muerte. -¿Cómo se siembra esperanza en un sitio donde hay pobreza, violencia y tan pocos horizontes vitales? -La esperanza justamente es creer que pasará aquello que no está pasando todavía. Es una proyección hacia el futuro. La gente con la que yo he vivido y vivo tiene una capacidad enorme para no ahogarse en un vaso de agua, para no echar más leña al fuego: por muchas miserias que estén viviendo siempre tienen más en cuenta la parte buena. Esto es la esperanza. Nosotros hemos construido, por ejemplo, un sanatorio durante la época de una guerra que tuvimos, que nos duró cuatro años. Y esto era justamente un gesto de esperanza para no quedarnos anclados en la miseria, en la miseria de la tribulación enorme: lo que
«Confieso que he vivido». J uan José Aguirre Muñoz (Córdoba, 1954) cita a Pablo Neruda cuando echa la vista atrás por su ya más que dilatada misión en la República Centroafricana, adonde llegó hace 45 años. El obispo de Bangassou pisa de nuevo su ciudad natal para preparar el almuerzo solidario de la fundación que lleva el nombre de su diócesis, y que se celebrará en el Real Círculo de la Amistad el próximo sábado con la presencia de Aurelio Gazzera , a quien el Papa ha nombrado como prelado coadjutor de su demarcación eclesiástica para cubrir la vacante que dejará Aguirre al cumplir los 75, o quizás antes si su estado de salud así lo aconseja. «Siendo muy joven me leí el Evangelio y, cuando lo acabé, me di cuenta de en qué quería gastar mi vida: si volviera a nacer haría lo mismo que he hecho, porque siempre he sentido que mi vida tenía que ser misionera, que era y es para los demás. He sido feliz», subraya el religioso. «Pronto aprendí a no mirarme en mi propio ombligo; me quedé con aquello que decía Jesús: 'En verdad os digo que a aquel que deje hermanos, hermanas, padre y madre para seguirme a mí le recompensaré con el ciento por uno», completa quien llegó a África después de un largo periodo de formación académica en La Sorbona de París. -Ha citado la Biblia nada más empezar esta conversación. ¿Qué versículos de ella, o del Evangelio, le vienen más a la cabeza cuando está trabajando en la República Centroafricana? -Creo que el versículo donde Jesús se encuentra con la gente y le dice: 'Miradme', y a través de su mirada consigue transmitir un mensaje de ternura. Y yo muchas veces he vivido en Centroáfrica momentos de extrema violencia, y he intentado poner una pincelada de esa misma ternura. -¿Y da resultado? -A veces funciona, sí que funciona y desmonta la violencia. Se trata de tener un gesto con los ojos, de aguantar la mirada. Le cuento un caso: había un chaval que había estado con nosotros en el orfanato durante muchos años y que se había acabado metiendo en la guerrilla, y vino un día con un grupo de guerrilleros, de mercenarios, a robarnos el carburante al sitio en el que nosotros vivimos. Y yo me puse en medio, aunque al final lo robaron. Y vi que ese chaval estaba también con ellos, con los guerrilleros, con un fusil, y que me estaba apuntando a mí. Entonces yo simplemente lo miré y en la lengua local, en sango, le pregunté: '¿Cómo está tu abuela?', recordándole que él fue un niño huérfano y que su abuela lo llevó a nuestro centro. Y vi como con esa mirada su fusil empezó a bajar, a bajar, a bajar... Fue una situación en la que gestos aparentemente simples rompen el hielo, ponen calma, como por ejemplo coger a un niño, agarrarlo y acariciarlo delante de los demás. -¿Cuántas veces ha temido por su vida? ¿Cuántas veces ha pensado que el fusil no iba a bajar por mucho que mirase a los ojos con ternura a quien lo portase? -Me han pasado las balas rozando muchísimas veces. ¿Las últimas...? Pues en unos ataques que hubo contra la comunidad musulmana de Bangassou. Fueron a por ellos, a degollarlos. Eran dos mil musulmanes. Y se presentó un grupo de fanáticos muy bien armado. Fueron a degollarlos. Los musulmanes se refugiaron en la mezquita. Y los violentos empezaron a tirar desde el mercado que estaba cerca: recuerdo a los tiradores apuntado y disparando hacia la mezquita para matar a cuantos más musulmanes mejor. Entonces, mis curas y yo nos pusimos delante de la mezquita, con nuestras sotanas blancas, haciendo de escudos humanos para evitar que los tiradores alcanzaran la mezquita. Las balas nos pasaban rozando, sí. Pero nunca temí por mí. Yo creí que me iban a respetar y que el Señor me iba a proteger. Algunos de mis curas se echaron a temblar y empezaron a esconderse detrás de mí, y yo les decía: 'Recordad el salmo 90 que dice: 'Caerán a tu izquierda mil y diez mil a tu derecha, pero a ti no te tocarán''. Y les insistí en que se pusieran conmigo delante de la mezquita, que íbamos a aguantar: estuvimos tres días aguantando como escudos humanos, y en ellos mis curas temieron por sus vidas; yo no, la verdad, porque el día de mi muerte ya lo sabe Dios, yo no me preocupo. Tengo las maletas hechas. Por mucho que yo piense en ello o me preocupe no va a avanzar ni se va a retrasar el día de mi muerte. -¿Cómo se siembra esperanza en un sitio donde hay pobreza, violencia y tan pocos horizontes vitales? -La esperanza justamente es creer que pasará aquello que no está pasando todavía. Es una proyección hacia el futuro. La gente con la que yo he vivido y vivo tiene una capacidad enorme para no ahogarse en un vaso de agua, para no echar más leña al fuego: por muchas miserias que estén viviendo siempre tienen más en cuenta la parte buena. Esto es la esperanza. Nosotros hemos construido, por ejemplo, un sanatorio durante la época de una guerra que tuvimos, que nos duró cuatro años. Y esto era justamente un gesto de esperanza para no quedarnos anclados en la miseria, en la miseria de la tribulación enorme: lo que queríamos era mirar hacia adelante, no hacia atrás y hacia atrás, en que ha habido gente que nos han matado, nos han destruido, nos han violado, nos han incendiado las casas... -Acaba de llegar a Córdoba. ¿Cómo lleva el contraste del mundo del que viene con una sociedad opulenta como ésta? -Es un choque muy grande. Yo intento ser camaleónico, amoldarme a la sociedad en la que vivo y a ésta en la que nací y crecí, porque también es la mía. Pero le seré sincero: para mí, la auténtica realidad es aquella en la que vivo, para la que yo he dado mi vida. Yo vivo en plena selva, envuelto en millones de metros cúbicos de verde, sin luz eléctrica, sin internet, completamente aislado de muchas cosas: sólo podemos recibir y enviar mensajes de wasap de vez en cuando. ¿Qué me choca cuando vengo a Córdoba me pregunta usted, no? Pues por ejemplo la forma de comer, el desperdicio, todo lo que va a parar a la basura: eso es algo que me escandaliza profundamente, que me deja perplejo. Tenga en cuenta que yo vivo situaciones en las que nos pasamos un plato y lo rebañamos con los dedos hasta que se termina; o en las que vas con el coche comiéndote un bocadillo y te para un policía para pedirte algo, unos papeles, y tú le pasas el resto de tu bocadillo y mientras buscas los papeles el policía se lo come sin ningún problema, porque él también tiene hambre, ¿no? Son circunstancias que vivimos allí en África y que nos marcan después de tantos años. Y cuando llegas aquí el contraste es profundo y llega a escandalizarte, pero muchas veces no tenemos más remedio que callarnos y aceptar las cosas como son, porque también Jesús se iba a comer con los publicanos, con los pecadores y asistía a las bodas de Caná: Él también se adaptaba a la mentalidad de su tiempo. -¿El hambre es el miedo y el instinto más animal y más peligroso que puede mover al ser humano? -Sin ninguna duda: la inseguridad y el hambre. Sin el hambre no puedes encontrar la seguridad para ti ni para tu familia. Es un instinto maternal, paternal, familiar, tremendamente vivo, poderoso. Encontrar de comer y de beber cada día es algo esencial. Y allí falta, allí falta... Allí la comida es lo mínimo. No se puede explicar que en un país lleno de diamantes, de coltán, de oro, de manganeso, de platino, de litio sus pobladores puedan comer una sola vez al día, que tengan problemas de anemia, que se mueran por el hambre, por la falta de un régimen de comidas adecuado. Todo esto es un escándalo que nos dice que la vida es como es, como la hemos hecho entre todos... Yo también. -¿Y qué falla en el mundo, que lleva fallando tantas décadas, siglos, para que una parte importante de África arrastre estos problemas que usted relata? -Pues en primer lugar falla que no hay un sentimiento de fraternidad. Y, en segundo lugar, falla que está profundamente arraigado un sentimiento de posesión, de poder. África no son sus gentes para muchos países ni para muchas multinacionales: África es poder, es diamantes, es materia prima para que se enriquezcan solo unos pocos. Y, encima, ahora nos llega un presidente de Estados Unidos con un súper ego y esto no va a hacer más que crecer, crecer, porque los grandes serán cada vez más grandes, más ricos, y solo las migajas caerán en la mesa de los pobres. Lo triste es que debajo de la mesa de los pobres, escondidos a dos kilómetros de profundidad, están diamante, el petróleo, el gas natural, el litio con los que se fabrican ahora los misiles, los drones, los componentes electrónicos para hacer las guerras. Hoy quien controla la fabricación de misiles y drones tiene el control de la guerra. Así que si hay un país que tiene esos minerales pues van a saco a por él, sea como sea.
Publicaciones Relacionadas