He visto la nueva superproducción de Netflix y quiero que me devuelvan mi tiempo
'El gatopardo' no le hace justicia ni a la novela, ni a la adaptación de Visconti, ni a la paciencia del espectador.

"Nunc et in hora mortis nostra, amen": con este latinajo ("Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén") comenzaba Giuseppe Tomasi di Lampedusa su novela El gatopardo. Una frase más que adecuada, porque esta historia siciliana narra el fin de una clase social (la aristocracia terrateniente) tirando por igual de la melancolía y el humor negro.
Publicado en 1958, un año después de la muerte de su autor, El gatopardo causó polémica (entre sus detractores se hallaron Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini, nada menos) pero se convirtió en un éxito de crítica y público. Y ahora goza de una aclamación casi unánime como un clásico de la literatura europea.
El triunfo póstumo de Lampedusa y su novela dio lugar, en 1963, a una adaptación cinematográfica con Luchino Visconti de director y una terna protagonista de las que quitan el hipo: Alain Delon, Burt Lancaster y Claudia Cardinale. Ahora, más de seis décadas después, Netflix la devuelve a la pantalla con una miniserie de seis episodios. Y, tras verla, podemos asegurar que no hubiéramos perdido nada si se hubieran ahorrado el esfuerzo.
Cambiarlo todo para que todo vaya a peor
El gatopardo es una de esas obras que pueden desanimar, ya que en ellas "no pasa nada". Y la verdad es que su sinopsis cabe en unas líneas: en la Sicilia del siglo XIX, el príncipe Fabrizio de Salina lucha por salvaguardar los privilegios de su familia apoyándose en su sobrino Tancredi, un mocetón tan atractivo como carente de escrúpulos. A la larga, Fabrizio alcanzará su objetivo, pero descubrirá que, al hacerlo, ha sacrificado los valores aristocráticos que creía defender. Fin.
Así pues, tanto Netflix como el showrunner Richard Warlow (nominado a un BAFTA por la serie Ripper Street en 2013) se han enfrentado al desafío de convertir una narración introspectiva en una serie que enganche al gran público. Algo que no es un problema de por sí, puesto que muchas adaptaciones infieles han acabado resultando obras maestras. El inconveniente es que lo han hecho tirando de los peores topicazos de los manuales de guion.
En sus manos, la historia imaginada por Lampedusa deja de ser un estudio de personajes para convertirse en una sucesión de giros narrativos que no solo cambian por completo buena parte de la historia original, sino que lo hacen de formas tan sensacionalistas que lindan con lo choricero. Lo cual, repetimos, no es necesariamente negativo... salvo si lo que uno espera ver es una adaptación de El gatopardo.
Así, medidas como darle más protagonismo a los personajes femeninos (especialmente la Concetta de Benedetta Porcaroli) o volver más explícito ese triángulo amoroso que el original solo insinúa pierden su interés al volverse meras fuentes de cliffhangers entre un capítulo y otro. No digamos si, además, hacen que echemos de menos la retranca humorística del original. Porque, si bien lúgubre a menudo, la novela de Lampedusa también puede ser muy divertida.
Merengue y macarrones
Así pues, El gatopardo (la serie) es un ejemplo de adaptación que pierde de vista las virtudes del material adaptado. Y no solo eso, sino que también es un ejemplo de algo que, a falta de un nombre mejor, llamaremos 'estilo Netflix' en las producciones televisivas. Hablamos de una manera de producir que, bajo la apariencia de la calidad, ofrece realmente todo lo contrario.
Un diseño de producción lleno de melindres, fotografía que alterna entre los contraluces artificiosos y los exteriores con filtro dorado y grandes set pieces saturadas de CGI son algunos de los aspectos más irritantes de la serie en su aspecto formal. Los cuales, además, envuelven a un reparto de competencia dudosa.
Más allá del pasmo que provoca ver a Kim Rossi Stuart (protagonista, décadas ha, de películas de serie B como Kárate Kimura) hecho un príncipe siciliano, o de las dudas que provoca el vestuario de Deva Cassel como Angelica (cualquier asomo de rigor histórico es mera coincidencia en esos escotes), el elemento más desafortunado es un Saul Nanni que cambia la astucia viperina de Tancredi por maneras de chulillo de barrio.
Cualquiera diría, puestos a ser malos, que El gatopardo muestra a Nanni desnudo en su primera escena porque el joven no tiene mucho más que aportar. Máxime si volvemos la vista atrás para fijarnos en la rival más directa a la que se enfrenta esta adaptación.
Un listón demasiado alto
Llevando de nuevo El gatopardo a la pantalla, Netflix ha atraído comparaciones inevitables con la película de Visconti. Un filme que se llevó la Palma de Oro en el Festival de Cannes, allá por 1963, y que ha acabado siendo aclamado como una obra maestra, pese a que los productores mutilaron hasta lo indecible su versión internacional y que los críticos estadounidenses lo recibieron a cuchillada limpia.
Comparar esta película con la producción de Netflix desde el punto de vista cinematográfico sería un sacrificio que no estamos dispuestos a hacer. Pero si cabe apuntar que sus imágenes resultan mucho más 'naturalistas' que las de la serie... pero también más impactantes, ya que prescinden del oropel para ofrecer, a cambio, la reconstrucción minuciosa de una época y de una forma de ser y de actuar.
En un reciente vídeo de Criterion, Robert Eggers (Nosferatu) recordaba el impacto que le produjo una escena de la película de Visconti: aquella en la cual, durante el suntuoso baile que cierra el filme, el príncipe (interpretado por Burt Lancaster) echa un vistazo a una habitación llena de orinales. Y tal vez ese sea el mayor pecado de la serie de Netflix, un producto tan empeñado en deslumbrarnos que se olvida de captar el fondo humano de su historia. Aunque, aparentemente, su intención sea precisamente esa.
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