Alice y un vaso de leche
Hoy, como tantas otras féminas, habito, olvidada, en la sombra del microscopio, pero ven, acompáñame a mi laboratorio casi decimonónico y podremos hablar de un microrganismo, entonces nuevo, la Brucella y te contaré mis andanzas con los productos lácteos. El hecho de nacer en una granja hizo, no cabe duda, que las enfermedades de los... Leer más La entrada Alice y un vaso de leche aparece primero en Zenda.

Si tú hoy bebes un vaso de leche con la tranquilidad de que no vas a contraer una grave enfermedad por ello, es gracias a una jovencita, yo, que investigó y demostró que una bacteria podía producir una enfermedad a través de un tazón de ese rico alimento. Y que elevó su voz, clara, firme y, mal que les pesara a algunos, femenina, para mejorar la salud pública de la población en las primeras décadas del siglo XX.
El hecho de nacer en una granja hizo, no cabe duda, que las enfermedades de los animales me fueran familiares, aunque, naturalmente, comencé mi vida profesional de maestra: en aquel tiempo para una mujer era difícil comenzar de otra manera.
Y ahí acontece el primer hito que marcará mi vida: me ofrecen un curso gratuito, y eso en mi caso era muy importante, para estudiar Ciencias Naturales en la Universidad de Cornell y poder transmitir los conocimientos a los alumnos. Y sin falsas modestias te diré que demostré ser buena, muy buena. Supongo que si te cuento que conseguí una beca para seguir cursando mis estudios comprenderás que destaqué sobre todos los demás.
Y sí, fui tu predecesora, puesto que fui la primera mujer americana en conseguir la especialidad de Bacteriología. Y también en conseguir una beca de estudios en la Universidad de Wisconsin para obtener el título de Máster en Ciencias. Todo muy honorífico.
Pero los honores no siempre dan dinero, así que al acabar mis estudios tuve que tomar una decisión: o realizaba un doctorado o comenzaba a trabajar para ganarme la vida. Dado que no tenía recursos económicos, fue una resolución sencilla: opté a un puesto en el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, dedicado a lo que constituirá la principal actividad el resto de mi vida: los productos lácteos.
Y te cuento la primera anécdota de mi vida como mujer trabajadora: en mi solicitud solo puse A. C. Evans y creyeron que era un varón. Dejo a tu imaginación la conmoción de mis colegas, todos ellos hombres, por supuesto, cuando me vieron aparecer. Ni en sueños pensaban que A. C. Evans era una mujer.
Y ahí comenzará mi aventura con la leche.
En aquellos momentos se había descrito un germen en los humanos que causaba la fiebre ondulante, también llamada fiebre de Malta. Y en las cabañas de ganado de los Estados Unidos las vacas morían y abortaban por otro microrganismo similar. Pues bien, mi descubrimiento fue relacionar ambos y demostrar que ese bacilo de las vacas se transmitía a los humanos y producía esas fiebres ondulantes. Fue la primera vez que se comprobó que una misma bacteria podía causar enfermedades distintas en personas y animales.
¿Y qué propuse yo? Pues someter a la leche a un proceso térmico que reducía la presencia de agentes patógenos en líquidos, matando a la gran mayoría de agentes bacterianos. Y sin perder sus apetecibles propiedades organolépticas. Es decir, pasteurizar la leche y los quesos. Como supongo que habrás imaginado… nadie me creyó. No era médico, ni doctora en ciencias y además… era mujer. Y cuando, en septiembre de 1929, Paul De Kruif, un conocido divulgador, publicó en una revista de amplia difusión su artículo titulado “Antes de beber un vaso de leche” se produjo una viva polémica.
Pero ahora que ya se sabía lo que había que buscar, fue más fácil encontrarlo. Y mis tesis fueron corroboradas. No creas que fue fácil, no… Tardé 13 años en convencer a médicos, funcionarios de Salud Pública, veterinarios, granjeros y, poco a poco, a toda la población.
En alguna ocasión, cuando fui a explicar a los ganaderos las bondades de la pasteurización me increparon, me abuchearon y me acusaron de estar intentando favorecer a las industrias que vendían esas máquinas.
Al final lo conseguí: se publicó una normativa que obligaba a pasteurizar la leche para su consumo y para la elaboración de los productos de ella derivados en todo el territorio. Y no sólo eso, el diseño de los protocolos para tratar a las cabañas ganaderas cambió, se impusieron suelos de cemento, maquinaria de acero inoxidable y mantener unas condiciones sanitarias adecuadas, mejorando la salud pública. E indirectamente la economía, ya que disminuyó el número de abortos en las vacas y aumentó la producción de leche.
Pero también hubo sombras… Hubo compañeros varones que dimitieron cuando fui nombrada miembro del comité que debía estudiar el aborto infeccioso en el ganado; mi condición de mujer siguió siendo un lastre.
Aunque lo peor fue que contraje una brucelosis en el laboratorio. Si en tu siglo lleno de antibióticos y quimioterápicos, la brucelosis sigue siendo una temible enfermedad, imagina lo que fue 20 años antes de la comercialización del primer antibiótico. La Brucella marcó mi vida, como les ha ocurrido a tantos microbiólogos que han padecido y a veces han muerto a causa de los gérmenes que investigaban. Hasta cuando fui nombrada presidenta de la Sociedad Americana de Bacteriólogos, la Brucella me impidió asistir a mi nombramiento. Y como siempre, la ironía acudió en mi ayuda y me excusé asegurando que esos bichos me odiaban por haberlos descubierto.
Al retirarme continué animando a las mujeres jóvenes a que se dedicaran a la ciencia. Mi mente siguió activa hasta el final y de mí misma aseguré que “era una ágil octogenaria”.
Me siento orgullosa de haber contribuido a mejorar tu desayuno de cada mañana, vieja colega, y espero que mi historia te haya servido para arrojar un poco más de luz a ese espacio oscuro y angosto en el que habitamos tantas y tantas mujeres científicas: la sombra del microscopio.
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