Adicción al éxito, apego a las recompensas rápidas y miedo al declive: el trípode nefasto
Las sugerencias de Arthur C. Brooks para transitar en plenitud la segunda mitad de la vida laboral

Hace ya décadas, en la desopilante sección de un programa radiofónico de trasnoche dedicada a tomarse en solfa los consejos de las “revistas femeninas” de la época, el conductor observó una de las recomendaciones para asistir a una primera cita galante –ya lejanas las mocedades– sin abrumarse con presiones excesivas: “No se esfuerce por verse deslumbrante”, leyó; y su compañero, ácido, remató: “Sobre todo porque no lo conseguirá”.
Dejando la guasa a un lado, este es el espíritu, grosso modo, que anima las sugerencias de Arthur C. Brooks para transitar en plenitud la segunda mitad de la vida laboral.
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Es cierto que el mote por el que se lo conoce –gurú de la felicidad– invita a la suspicacia; pero el hombre se toma el tema en serio y se ha propuesto como una especie de “misión personal” –según ha declarado en diálogo con LA NACION– “compartir las ideas científicas de la felicidad con el mundo”. Fruto de una formación ecléctica (ha sido músico, se graduó como economista y es un profesor estelar en Harvard, de esos cuyas cátedras engordan listas de alumnos en espera), Brooks ha escrito un puñado de best sellers; entre ellos, La madurez inteligente, libro que recientemente ha estado promocionando de gira por España, donde concedió una extensa entrevista al diario ABC.
¿En qué consistiría la inteligencia de la madurez aplicada al ámbito del trabajo? Básicamente, en no esforzarse por competir con los más jóvenes para triunfar en el terreno donde estos son más fuertes –”sobre todo porque no lo conseguirá”, acotaría el mordaz noctámbulo–, sino en aprovechar un conjunto de nuevas habilidades que se adquieren con los años. No se trata solo de poner en valor la experiencia acumulada, sino de activar circuitos de producción intelectual poco explorados en la juventud.
Brooks explica que una de las primeras destrezas que se pierden –y el proceso empieza antes de que nos demos cuenta– es la “inteligencia fluida”: una serie de capacidades vinculadas con la plasticidad para innovar, la velocidad y la memoria. Son atributos potentes en la primera etapa, pero empiezan a declinar alrededor de los 40 años.
En su lugar, en cambio, comienzan a robustecerse las cualidades que definen a la “inteligencia cristalizada”: mayor capacidad para la síntesis de ideas (que crearán los más jóvenes) y para enseñar o transmitir conocimientos, ya sea en el ejercicio de la docencia o en un sentido más amplio, porque mejora la aptitud para poner en contexto el conocimiento que los jóvenes elaboran, y para ponderar adecuadamente su relevancia. También aumenta la eficacia para narrar, aconsejar y guiar a otros en sus labores. “A los 30 creas una start up con ideas nuevas, pero el que invierte es el de 60, porque es el que distingue si tiene o no futuro”, ilustra Brooks.
El error, entonces, que conduce a la frustración y la desdicha, es persistir allí donde deberíamos desistir; la dificultad para comprender la nueva situación y aceptar el cambio necesario. Llegados a este punto, Brooks señala como obstáculo principal un trípode nefasto: adicción al éxito, apego a las recompensas rápidas y miedo al declive.
Quienes han triunfado desde temprano en la vida (empezando por la escuela) sobre la base del trabajo y la autoexigencia, suelen redoblar el esfuerzo cuando la “inteligencia fluida” comienza a eclipsarse, con el objeto de seguir obteniendo los mismos resultados. Y a la presión interna se suma la externa, particularmente en el caso de quienes trabajan en organizaciones –como las empresas– que aprecian especialmente los atributos de la “inteligencia líquida”.
En esa situación, concentrarse en desplegar las virtudes de la “inteligencia cristalizada” puede ser visto como una claudicación. “Lo habitual es que el entorno nos diga que disimulemos, que no cambiemos y que sigamos haciendo ver que podemos hacer todo, como si aceptar el cambio fuese un fracaso”, explica Brooks. Ese cambio conlleva, además, un componente de incertidumbre, porque no se produce de manera automática ni se manifiesta como una epifanía. Requiere trabajo, crear el vacío necesario para cultivar lo que allí no estaba. Brooks lo pone en términos prácticos: “Lo que sucede es que para aprender una habilidad nueva hace falta ser incompetente; hay que probar”.
Pero ese salto sin red a la vista vale la pena, aunque solo sea por una verdad que tendemos a olvidar y que el gurú de la felicidad nos recuerda en su rotunda sencillez: “Somos más felices si vivimos sin simular una edad distinta a la nuestra y sin mentirnos a nosotros mismos sobre lo que podemos hacer”.