A los 5 años cayó de un umbral, no reaccionaba y vomitaba todo lo que comía: “No sabíamos qué iba a pasar, no tenía diagnóstico”
Todo parecía normal en la vida de Luana pero esa tarde marcaría un antes y un después en su vida y en la de su familia. Tuvieron que mudarse de ciudad porque los médicos no les daban un diagnóstico.

La vida de Luana era similar a la de cualquier niño que iba al jardín y se divertía con sus amigos. Era una nena que tenía actividades diarias, que le gustaba andar en bicicleta, que salía siempre a la plaza, jugaba con sus primos y practicaba yudo. Le gustaba jugar a la mancha, a las escondidas, a la pelota, con sogas y muñecas. Por sobre todas las cosas, siempre fue una nena muy alegre y divertida.
Todo parecía normal en la vida de Luana, de cinco años, que vivía junto a sus padres y a su hermano en Viedma (Río Negro). Pero esa tarde marcaría un antes y un después en sus vidas.
“Luana estaba conmigo, el papá estaba trabajando y en un descuido se subió a una pared de 1,50 metros. Yo estaba preparando el mate y cuando fui a abrir la puerta y le grité que no debía subirse ahí, se cortó la soga y se cayó. Se lastimó y en ese momento se quedó quieta, como en shock. Gracias a Dios estábamos a una cuadra del hospital y el primer instinto fue salir corriendo con mi hija en brazos porque no reaccionaba. Cuando estaba entrando a la guardia pegó el grito del llanto y enseguida cuando me atendieron les conté lo que había pasado. Lo primero que le hicieron fue darle un jarabe para hacerle una radiografía para ver si se había fracturado. Y quedó en la guardia tres horas para ver cómo evolucionaba. Nos dijeron que estaba bien y que nos podíamos ir”, recuerda Janet, su mamá.
Algo no les cerraba
Sin embargo, los padres de Luana no se quedaron conformes con lo que les habían dicho en la guardia por lo que realizaron consultas médicas con otros especialistas de su ciudad. Si bien se suponía que se trataba de algo menor, ellos notaron que algo no iba bien.
“Los médicos de Viedma nos decían que la nena estaba bien, que eran síntomas normales porque tenía pequeñas hemorragias muy chiquitas que se iban a reabsorber. Tuvimos que acercarnos tres veces porque ella seguía con mucho dolor, dormía todo el tiempo y todo lo que comía lo vomitaba. No era una nena que estaba bien. Entonces, en mi desesperación lo único que hacía era llevarla a la guardia. Una de esas veces, una señora me dijo que la saque de ahí porque no la iban a ayudar. Estaba con mucho miedo y le dije a su papá que nos teníamos que ir. Y empezamos a preguntar por todos lados qué pasaba, por qué tenía que volver varias veces y Luana no mejoraba”.
Con el paso de los días las señales se volvieron alarmantes: Luana dejó de tener apetito, su mirada perdió equilibrio y uno de sus ojitos comenzó a desviarse. Con su estado agravado, la familia fue trasladada de urgencia al Hospital Penna en Bahía Blanca, donde los especialistas descubrieron una pequeña obstrucción en una vena de su cabeza, justo en la zona del golpe.
“Fue un desconcierto porque no sabíamos qué iba a pasar”
“Cuando nos derivaron de urgencia a Bahía Blanca, sentimos mucho miedo e incertidumbre porque no sabíamos qué iba a pasar con la salud de nuestra hija. No teníamos un diagnóstico preciso, no conocíamos la ciudad, ni teníamos dónde quedarnos. Ella ingresó a Terapia Intensiva, donde le diagnosticaron una trombosis que afectaba su cerebro y su vista. Para estabilizarla, le colocaron un drenaje que tenía sus riesgos por lo que tuvo que estar 15 días en la cama pudiendo mover solo su cabecita. Fue muy duro verla recibir inyecciones intravenosas cada 12 horas. Más tarde, sufrió meningitis en dos oportunidades, lo que requirió una punción lumbar, nuevos tratamientos y un largo periodo de aislamiento”, explica Janet.
“Ese momento fue un desconcierto porque no sabíamos qué iba a pasar. A mí me dejaron afuera para prepararla y conectarla. Apareció la pediatra que estaba de guardia y me explicó lo que a ella le estaba pasando. Me dijo muchas palabras que hoy no recuerdo, pero sentí miedo porque no eran palabras alentadoras. Ella tenía que quedarse en terapia y controlarla hasta que llegara el neurocirujano y ver qué pasaba al día siguiente. Ese fue un momento raro, de mucha angustia, muchos pensamientos que se cruzaban en la cabeza”, agrega Federico, el papá de Luana.
“Al principio, tratábamos de no decirle nada”
El escenario era complejo. Federico y Janet estaban desesperados porque sentían que a su hija no la estaban atendiendo bien. De todos modos, cuentan, nunca perdieron la esperanza y siempre trataban de mantenerse lo más “positivos” que pudieran para darle fuerzas a Luana y que no entrara en un círculo de temor y angustia.
“Al principio, tratábamos de no decirle nada, pero después tuvimos que buscar la manera y con ayuda psicológica le explicamos que la tenían que pinchar a cada rato y hacerle estudios. Con lo cual fue bastante difícil porque para nosotros era difícil entenderlo”, dice Janet.
En esos días tan oscuros se refugiaron mucho en amistades y en los abuelos de Luana que estuvieron siempre pendientes de todo.
“Durante la internación, dormimos en el hospital hasta que una asistente social nos dio información y nos ayudó a llegar a la Casa Ronald, un refugio que nos brindó contención y con una calidad humana que no se puede explicar. Eso nos ayudó mentalmente a sentir que lo podíamos superar y nos demostró que con la ayuda o palabra de alguien más, podés recibir la fuerza que necesitás en esos momentos”, agradece Janet.
Tres meses internada…
Cuando a Luana le colocaron el drenaje, uno de los principales tratamientos que necesitaba, comenzó a evolucionar favorablemente. En relación a la meningitis, los progresos se evaluaban día a día. La mejora recién se vio a los 15 días de iniciado el tratamiento cuando empezó a comer y dormir bien.
Luego de permanecer internada tres meses, Luana, al fin, recibió el alta. “Fue un día conmovedor y con muchas preguntas porque ella tenía que seguir con los controles, pero estaba mucho mejor y eso era lo más importante”, expresa Janet.
Actualmente, Luana tiene una vida normal. Al principio, les habían dicho a sus padres que estaba la posibilidad de que tuviera que usar una válvula para canalizar la presión de su cuerpo y que el tratamiento se podía prolongar entre seis meses y un año. Pero nada de eso sucedió.
“Hoy en día ella está muy bien, ya no toma medicación, las venas en su cabeza se están regenerando. En cuanto a los cuidados, los médicos nos dijeron que no puede volver a golpearse así que tenemos que estar más atentos, mirándola a ver qué hace. No puede jugar en altura, pero en el resto su vida es normal”, sonríe Federico al verla en el día a día.