Minami Lane y el espíritu del barrio
Hay un concepto que se ha perdido con los años en las grandes ciudades y que en las medianas solo … Sigue leyendo → La entrada Minami Lane y el espíritu del barrio aparece primero en Akihabara Blues.

Hay un concepto que se ha perdido con los años en las grandes ciudades y que en las medianas solo pervive como excusa para fiestas y farra: el de barrio. Yo no lo recuerdo, pero mis padres siempre me han contado historias sobre cómo era moverse por su barrio, ese lugar que lo tenía todo y ahora no es más que un recuerdo. Hablemos de Minami Lane.
Barrio lejano
Minami Lane, ese juguecito de la dupla francesa Doot y Blibloop del que ya habló Kristian por aquí, es el culpable de que me haya puesto nostálgico ante algo que solo conozco de segundas, de testimonios orales, escritos y visuales, pero nunca a través de mi. Recuerdo a las amigas de mi abuela, esas de toda la vida; recuerdo los comercios del barrio donde nací, de los cuales no queda ninguno; recuerdo… que es mejor no pensarlo mucho. Simplemente mejor dejarlo estar.
Porque la vida nos da y nos quita, pero si hay algo que no vuelve es el tiempo. Para pasear por los lugares que habitamos y conocer a la gente y sus historias. Llevo tiempo intentándolo por mi cuenta, como un pequeño acto de rebeldía, hasta el punto de que conocidos míos —entre ellos mi madre— se sorprenden de que conozca a la pescadera, al quiosquero, a la florista o a la panadera. ¿No debería ser lo normal? Al final, un barrio es esto: un lugar donde gente ajena se encuentra y comparte experiencias unidos por un lugar que cumple con sus necesidades básicas. Aunque por algún motivo, esto último lo he llegado a escuchar tachado de comunismo, manda narices.
Lo que nos hace felices
Gestionar ese barrio —o calle, como es el caso del juego—, eso nos ofrece Minami Lane. Con unos gráficos muy cucos, con un estilo de juego pausado, con una música chill para que bajemos unas cuantas marchas al acelerador muy a pesar de nosotros mismos. Como jugadores —demiurgos de un pequeño cosmos— tendremos que encargarnos de que la calle esté limpia, provea a los vecinos de todo lo que necesiten y, sobre todo, estos sean felices.
Restaurantes, parques, floristerías, casas, supermercados… todo en miniatura, simplificaciones de un comercio o espacio dentro de dicha manzana, pero que cumplen su función representativa. Ciertas casas atraerán a vecinos de edades más avanzadas; otras lo harán con la gente más joven. Cada tipo de vecino —jóvenes/ancianos— posee un gusto adquirido en comida, productos y servicios que nosotros tendremos que llevar a buen puerto. Por suerte, la calle es infinita y salvo en el modo «principal» donde los objetivos nos dictan ligeramente la forma de jugar, en el modo libre podemos seguir eternamente en una calle que nos lleve desde Alicante a la Luna.
Como podéis ver, el juego es sencillo: haz feliz a la gente creando una pequeña utopía donde los conceptos económicos no existen y las personas van y vienen en un bucle de felicidad. Es aquí donde, en cierto momento, me chocó el juego por su tempo. Acostumbrado a jugar y jugar y a leer y leer —y por desgracia, a trabajar, limpiar, cocinar, hacer deporte…—, ese momento de respiro se ha perdido en pos del consumir más y más.
Un problema del día a día y un juego para pasar el rato
Fue casualidad que buscando sobre Minami Lane acabé leyendo AnaitGames —y eso que ya no leo ni el termómetro para informarme de nada— y caí en el texto que dedicó a este mismo título Juan Salas. Él, al igual que yo, había estado jugando al título en máxima velocidad, maximizando la eficiencia del tiempo a la vez que «completaba» el juego, y tras un pequeño momento de epifanía, se planteaba si era esto lo que querían los desarrolladores. Posiblemente no.
Así que freno el juego y comienzo de nuevo, esta vez en modo infinito. Dejo de lado las misiones y me contento en dejar a mis vecinos andar a un ritmo normal, pausado, alejado de mi propia impaciencia. Como hormiguitas, puedo verles hablar entre ellos y cotillear que dicen. Aunque la mayoría de las veces estas conversaciones son información para el jugador —que si ajustar precios, productos o servicios— me permiten fantasear con la vida que tienen en esa calle eterna.
Conversan entre ellos, viven en un mundo contenido donde nuestra preocupación es su felicidad, que tengan todo lo que necesitan en ese lugar donde viven y se relacionan. Me planteo cómo sería vivir una vida así, en lugar de sentirme azotado por este viaje llamado vida, en una sociedad que nos empuja de nuestros hogares para buscar un trabajo y servir a otros seres superiores —homo pecunia— donde ahora está solo nuestro ayer. Al menos, mientras fantaseo un poco con ecos de un pasado perdido, puedo bajar el ritmo y seguir jugando un ratito más a Minami Lane sin pensar mucho. Es lo único que queda.
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