Gutmaro Gómez Bravo: “Tenemos que conocer el pasado para comprenderlo”
Gutmaro Gómez Bravo reconoce que la escritura de Los Descendientes (Planeta, 2025) parte de una experiencia personal. En un momento en que el deterioro cognitivo de su madre avanza, este catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid sintió la necesidad de contar la historia de las dos generaciones que le preceden. La entrada Gutmaro Gómez Bravo: “Tenemos que conocer el pasado para comprenderlo” aparece primero en Zenda.

Gutmaro Gómez Bravo reconoce que la escritura de Los descendientes (Planeta, 2025) parte de una experiencia personal. En un momento en que el deterioro cognitivo de su madre avanza, este catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid sintió la necesidad de contar la historia de las dos generaciones que le preceden —y que ha escuchado en su casa en infinidad de ocasiones— a sus propios hijos. Unos recuerdos que le han llegado por transmisión oral pero que no puede dejar de someter al escrutinio científico al que su profesión le obliga.
El resultado es un ensayo que documenta la historia de nuestro pasado reciente, narrado a través de los acontecimientos vividos por su propia familia, en la que hubo represión, exilio interior, emigración, pero sobre todo una reconstrucción de lo acontecido a medida de las necesidades, de los miedos y del deseo de olvidar para seguir viviendo.
Somos lo que contamos, pero el historiador no puede dejar de hacerse preguntas, de intentar llegar a la verdad de los hechos, aunque sea una verdad poliédrica, o aunque no sea la verdad que nos han transmitido. De todo eso conversamos con él.
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—Supongo que como historiador, siempre habrá estado interesado por el pasado de su propia familia, pero, ¿por qué decide que ha llegado el momento de escribir sobre ello?
—Yo creo que mucha gente tiene pendiente el libro sobre su familia, o por lo menos conocer qué ha pasado. Yo, como historiador, no puedo estar siempre hablando de los demás o de lo que pasó y no resolver lo nuestro, que es una incógnita. Total, que pasa la pandemia, la demencia de mi madre avanza y es ahí cuando me decido. Por un lado, es una manera de despedirme de ella, de sus recuerdos, y por otro es una manera un poco segura de poder hacerlo, sin el contrapeso o la vigilancia de ella, que me imponía de alguna manera el relato y el resultado del libro.
—Y una vez acabado, llegan esas 308 páginas del expediente que había solicitado sobre tu abuelo, Gundemaro Bravo, un republicano conservador que cuando estalló la Guerra Civil fue depurado por el nuevo régimen, y ahí todo se trastoca. ¿Intuía que algo faltaba en esa versión heredada?
—A mí determinadas cosas no me cuadraban con el relato. Más allá de que la gente no recordara o no supiera, voy intuyendo que por zona geográfica, por la propia Guerra Civil, hay cosas que no encajaban. He estudiado ese periodo y hasta creo que me he especializado por eso, porque me tiraba la curiosidad familiar. Al final, no sé si de manera subconsciente o no, había una incógnita ahí, de siempre, que yo sabía que eso no estaba bien contado, que no podía ser. Pedí como familiar el expediente de mi abuelo, y no me contestaban. Y ya lo pedí como investigador y es cuando me lo envían. Entonces, claro, ahí te llegan todas las certezas y tienes que reordenarlo todo de nuevo.
—Lo que se desprende de su libro es que es importante la transmisión oral, pero siempre hay que ponerla en duda, contrastarla con los documentos, sobre todo para no reproducir los tópicos.
—Sí, lo que yo he podido demostrar es que si en la Historia en general es fundamental (porque si no, hablamos de suposiciones o hablamos de estereotipos o de convenciones) en mi caso en concreto lo es también. Puedes entender lo que la gente hizo, las acciones que desarrollaron en cada momento, y después de todo eso lo acabas entendiendo.
—¿Entonces, ha llegado a comprender por qué se transmite esa versión trucada? ¿Por desconocimiento, o porque necesitamos un relato que nos justifique?
—Yo creo que las dos cosas. Primero se construye algo para intentar sobrevivir. Y después, realmente, la generación de mi madre y de mis tíos… es lo que aprenden de niños, con lo cual ellos tampoco mienten, pero nunca han conocido la verdad del todo, no han conocido realmente lo que pasó. Por eso es todo un poco agridulce.
—Su abuelo tampoco llegó a contar que había colaborado con los golpistas en Jerez, donde vivía, durante los seis primeros meses del conflicto.
—Mi abuelo es la figura que pesa, que construye esa versión de víctima, y él también lo que siempre está intentando es rehabilitarse, por lo cual él es el que realmente transmite la versión que tenemos.
—“Si no comprendemos las razones por las que quisieron olvidar, seguiremos utilizando políticamente el pasado”, dice en su libro. La historia se ha convertido en un arma de polarización y división política en nuestros días. ¿Habría alguna forma de evitarlo? ¿Quizá conocerla mejor?
—Es muy complicado. Tampoco tiene que haber una versión uniforme, pero al menos sí habría que tener ciertos consensos para que no nos dividiera. Hemos tenido evoluciones separadas, pero hoy no tiene sentido que eso siga siendo algo que artificialmente nos separe. O que la gente se acabe enfrentando o que tenga una identidad política formada en un pasado manipulado. Eso es lo que como historiador yo no puedo dar por bueno. Además sé cómo se construye. Deberíamos respetar, o por lo menos intentar, que desde el presente no se manipule más el pasado. Y luego, que desde lo familiar, lo cotidiano, nos acerquemos a ver qué hizo mi abuelo, mi abuela. La gente no se divide familiarmente por lo que pasó hace 90 años, sino por lo que sus partidos políticos o sus opciones políticas dicen sobre el pasado. Claro, la utilización de esos recuerdos enfrentados artificialmente, eso es lo complicado, lo que nos separa a la gente hoy. No tiene sentido. En la Guerra Civil pasan muchas más cosas, la investigación va por derroteros distintos. Lo que no puede seguir ocurriendo es que mantengamos esa visión de enfrentamiento artificial, eso es algo que es exclusivamente para el rédito político. La memoria no tiene que ser un arma política, la memoria tiene que ser una cuestión colectiva y servir para identificar errores y también aciertos.
—El libro está escrito en primera persona. ¿Ha sido complicado conjugar esas dos vertientes de sí mismo, como hijo y nieto de los protagonistas de su relato y como historiador? ¿Se pueden separar?
—No, no puedes, porque incluso antes que la documentación de archivo, la que yo manejo es la de mis padres: sus cartas. Y aunque no es una documentación histórica relevante, pero para reconstruir su vida, sí lo es. Ahí te das cuenta de que te estás metiendo en vidas de otros, algo que linda con la moralidad, o como lo quieras llamar. Estás entrando en un campo de la vida íntima. Y claro, no dejas de ser nieto o hijo, y no lo puedes separar. Porque estás intentando ser objetivo, pero estás comprendiendo y estás a la vez padeciendo. Y luego además, que es también el objeto del libro, es que yo tengo que transmitírselo a mis hijos. Y no sé cómo. No sé cuál de todos soy. Pero yo creo que eso es un poco lo que nos pasa a todos.
—Se ha hablado mucho de los españoles que tuvieron que exiliarse para huir de la dictadura franquista, pero quizá se ha hablado menos de ese exilio interior que sufrieron muchos, como pasó en el caso de su familia materna.
—Cuando estudiamos esta época, nuestros referentes no son la gente que se quedó aquí, en el exilio interior, como es el caso de mis abuelos, o de mucha otra gente que fue expulsada de su trabajo, o no pudo seguir con sus ideas o con su vida normal. Y la teníamos al lado, pero como tuvieron que ocultarlo, para nosotros no eran nada. La familia tampoco sabía situarlo. Teníamos los referentes en el exilio político, el cultural, o en cosas muy ajenas cada uno. Y eso es una consecuencia de la guerra que nos sigue pesando. Es una deuda que no hemos saldado.
—¿Ni se quiere saldar en las siguientes generaciones?
—Ten en cuenta que la siguiente generación no tiene conexión. Busca la información en el mundo digital, y no en nosotros. Y ahí lo que encuentran precisamente es la versión de la primera generación, que es un poco lo que a mí también me chocaba. Pero esta gente, ¿cómo busca? Lo que encuentra en el mundo digital es una reproducción propagandística. Ya no está la verdad, ni se espera, ni está lo poco que sepamos a nivel científico. Así que en eso hemos retrocedido un montón. Y claro, ahí sí que, o hay gente muy concienciada y tiene mucho interés, o se pierde.
—¿Cree que existe un rechazo a comprender el pasado en su totalidad, con todos sus matices?
—No, es que es muy complicado; es que hay que salir de la historia de buenos y malos, hay que huir de ella. Porque, por ejemplo, la historia de mi familia te demuestra que cada uno es bueno o malo en función de la figura, de donde esté. Mi abuelo es una víctima para mi familia, pero él también fue verdugo para otra gente. Y yo me lo pregunto, cuando tengo la certeza de esos seis meses de la vida de mi abuelo que desconocía: si voy a ver a los nietos de esas personas, ¿qué me van a decir? ¿Qué piensan de él? Yo no puedo ir como descendiente de una víctima. Si reproducimos la línea política, ¿dónde está? A través de lo familiar te permite comprender y también comprender a los otros. Y no hay una historia que haga un esfuerzo en esto, de comprender el proceso. Necesitamos los archivos, claro. Hay una manipulación muy clara y muy rápida para situar a la gente. Y eso es otro problema de nuestro tiempo.
—Hay un capítulo del libro que dedica a las cartas que sus padres se escribieron durante mas de dos años, antes de casarse. ¿Su lectura también le ha servido para entender cómo el nacionalcatolicismo caló en toda la sociedad de esa época, ese nivel de interiorización que consigue la dictadura franquista?
—Las cartas son una de las cosas que tenía más a mano, y sabía que estaban, pero nunca las había leído. Lo que hice en la pandemia fue ordenarlas y a partir de ahí comprender mucho. Comprendes estos formalismos, la manera de dirigirse, lo que representa el uno para el otro, el hombre y la mujer. Son mis padres, pero fue muy común en esta generación que se relacionaban por carta en muchísimos casos. Esa separación que se exige, ese respeto. Y ahí ves todos los convencionalismos y el papel que se le pide a cada uno. Ya no se acuerdan, pero lo reconstruyes a través de eso. Y sobre todo la parte de mayor estereotipo. Hemos calibrado poco también ese nivel de interiorización, porque fíjate cómo han cambiado las cosas en todo este tiempo y nosotros les pedíamos que fueran más modernos, pero era imposible, porque su mentalidad se había forjado en ese ambiente, y cuando se produce la Transición ellos responden en esa pauta. Yo también lo he visto ahí, como historiador y como hijo.
—Sin embargo, llama la atención que sus padres se van a Alemania, como muchos españoles en los años sesenta, y durante ese tiempo sus roles son igualitarios, trabajan y se reparten las tareas domésticas por igual.
—Eso es una parte también muy lúcida. Yo recuerdo mucho esas palabras de mi madre, que siempre se quejaba de haber vuelto y se lo reprochaba a mi padre. Y lo sostuvo hasta ayer, hasta que tuvo uso de razón. Claro, es un reproche también muy interesante, porque luego yo veo las cartas de mi abuelo, que quiere que cuiden de él y educar a mi hermano. Es una cosa tremenda desde nuestro punto de vista hoy. El peso de la familia… Pero sí, ellos cuando salen es cuando adquieren lo que llamaríamos la libertad. O cuando se desarrollan y rompen los roles totalmente. Mi madre entra a trabajar y tiene conciencia de que se están relacionando de otra manera, de que están cambiando y que están mejor. Que son iguales. Y lo que es importante es que tienen conciencia de ello en ese momento, porque lo dejan por escrito y luego lo pierden.
—Luego vuelven a ocupar los papeles tradicionales que marcaba la sociedad de esa época, un retroceso para ellos.
—Sí, cuando vuelven aquí es cuando retroceden. Vuelven a una España que no ha cambiado. Esas dos imágenes son muy duras, y a pesar de todo se quedan y ya siguen la vida aquí. La pregunta es: ¿por qué vuelven? Además del factor familiar, que se ve a través de la correspondencia, es que ellos ven la televisión y parece un mundo más moderno, ven la propaganda, la imagen de España, de desarrollo, de cambio, el mundo urbano. Todo esto se lo creen y deciden venir. Piensan que han cambiado las cosas, que están en un estadio superior, pero se llevan un chasco importante. Ellos, que han contactado con gente que habla de otra manera y ha vivido otras cosas, vuelven a un cierre de mentalidad.
—Como profesor de Historia Contemporánea en la universidad, ¿cuál es la visión que tienen ahora los más jóvenes de ese periodo franquista? ¿Cómo se ha transmitido? ¿Realmente les interesa?
—Yo doy asignaturas de España del siglo XX y es una parte obligatoria. Para muchos, es la primera vez que lo ven en el nivel y la complejidad que tiene. Han de esperar a cuarto de carrera específica para ver una cuestión trascendental de su propia historia y de su país. Creo que el sistema educativo ahí hace agua. Se debería introducir esto en distintos niveles desde la primaria. Se habla de cosas mucho más complejas, ¿por qué no de la historia? Sí que les interesa, pero tienen mucha dificultad, o tienen tendencia a verlo en un nivel ideológico (buenos, malos, rojos, azules) que yo creo que es parte de la sociedad. Y cuando tú dices que esto viene de finales del XIX preguntan: “¿De dónde?”. Lo identifican con dificultad, con mayor complejidad en el examen. Y sin embargo, es curioso, hay una gran diferencia con la gente mayor, que tiene un interés brutal, porque necesitan saber, comprender a su padre, a su abuelo… Pero claro, no conectan con la clave de los veinteañeros.
—Es muy crítico con la forma en que se transmite la reciente historia a nuestros hijos, a través de las redes sociales o con un vídeo en el que se explica la guerra civil en tres minutos.
—Es que enseguida encuentran contenidos digitales en Google, y al final te acostumbras, pero primero piensas: “¿Para qué estoy yo aquí?”. Y segundo, que es un cuestionamiento absoluto y van a un nivel de detalle absurdo. A mí esto me llama muchísimo la atención, y no sé qué estamos haciendo mal. La solución no es que nosotros seamos un reproductor de Google, porque hay que explicar todos esos procesos y articularlos y decir cómo se conectan las cosas. Pero claro, competimos con máquinas. El nivel de análisis, de profundidad, todo lo que sea de larga duración… Ocurre que como desconectan, entran en internet y luego enseguida se frustran. El proceso de aprendizaje, no sólo en esto, es muy complicado. Todo lo buscan en Internet y ahí está la polarización otra vez. Y sobre todo, no se identifican, y si no te identificas no te interesa. Lo siguiente que tendría que hacer yo es un videojuego, y a estas alturas… Y ese es otro debate: si tenemos que infantilizarlo todo, al final, ¿qué nos queda? Hay que mantener el grado de exigencia de determinadas cosas. Cuando crezcan, o cuando tengan esa necesidad de comprenderlo, mirarán de otra manera.
—También es crítico con las dificultades burocráticas para acceder a los archivos. Pidió la información sobre sus allegados como familiar, pero solo se la dieron por ser investigador.
—Hay papeles que son patrimonio de todos y tienen que estar accesibles a la gente. Hay que utilizar lo digital para eso, para que se pueda acceder a los expedientes, a los censos, a todo. Porque digitalizado hay muy poquito, depende de cada autonomía. Aquí hay una traba muy importante que es el Ministerio del Interior, que no tengo nada en contra de ellos en particular, pero lo que la gente quiere saber es qué pasó con sus familiares y no dan acceso porque, dicen, linda con la Ley de Secretos Oficiales. ¿Pero qué secretos oficiales hay en la Guerra Civil? Construyen una imagen de miedo. No vamos a encontrar nada que no se sepa seguramente o que afecte a la seguridad del Estado. Las cosas de hace cien años tienen que estar abiertas. ¿Por qué yo no puedo ver la guerra de Marruecos? Y no te digo ya la Guerra Civil. Eso sí que es política de Estado porque, esté quien esté en el Gobierno, esto se mantiene. La ley no se ha modificado. Es una anomalía que no puede ser. El estado debería acabar con estas trabas, y si queremos superar el pasado tenemos que abrir los archivos definitivamente.
—¿Qué ha aprendido como historiador, y también personalmente, con la escritura de este libro?
—He aprendido a manejar fuentes que no había manejado o veía como de segunda, precisamente por el valor del archivo. Las cartas, la correspondencia… yo pensaba que era algo muy subjetivo, algo de nivel secundario, y a mí me han permitido ver cómo la gente joven interioriza unos valores. Eso es algo fundamental, y a partir de ahora respeto la correspondencia muchísimo. También la imagen, las fotografías, me he dado cuenta del valor que tienen. La foto del libro, por ejemplo, es una foto muy chiquitita, es insignificante, pero ver qué guardan, qué no guardan… Llevaban los escapularios, las cartas y las fotos en la cartera. Tienes ahí una comprensión. Yo he tenido que leer, que comprender cómo se analiza eso, esas herramientas, porque yo soy un historiador muy de archivo, de fuentes pesadas y no tan personales. Me he modernizado en ese sentido, me he hecho más subjetivo y me he acercado a eso. Y te das cuenta de que, a nivel de transmisión generacional, más que los recuerdos se transmiten los sentimientos.
—Dice que Los descendientes lo ha escrito también para sus hijos. ¿Qué le comentan?
—Les ha gustado, aunque algunas partes las comprenden, otras no y me preguntan. Claro, esta generación tiene interés pero yo veo que se paran en la lectura, a diferencia de otra generación que te dicen: “Lo he devorado, porque me identifico con ellos”. Y ellos no se identifican con nada, les queda todo muy lejano. Yo creo que tenemos que hacer ese ejercicio como historiador y como padres. Tenemos que ver la relación con el pasado que establecemos con la gente de nuestro alrededor, que no puede seguir siendo tóxica. Nuestra tarea es decir que hay otras formas de contar el pasado que nos alejan.
—“El que no conoce su historia está condenado a repetirla”, reza la famosa frase. Pero parece que no escarmentamos…
—Tenemos que conocer el pasado para comprenderlo, pero no sé si para no repetir los errores. En algunas etapas sí, y sirve como esfuerzo común, por ejemplo después de la Segunda Guerra Mundial, que se crean instrumentos políticos para superar todo aquello, pero fíjate que luego el nacionalismo lo que vuelve es a ensalzar periodos pasados que destruyeron. No aprendemos porque el pasado no deja de ser un relato, un cuento. Buscamos en el pasado lo que nos interesa, así que estamos condenados a repetir los errores y seguir enfrentándonos en un pasado manipulado. Que políticamente se utilice esto me parece de una grave irresponsabilidad.
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