Entonces, ¿dónde están?
Supongamos por un momento que el universo rebosa de vida. En ese caso, la pregunta más lógica sería: ¿dónde está el resto de habitantes del universo? En mi curso de introducción a la astronomía —'Desde los agujeros negros hasta los mundos por descubrir'—, les pido a mis alumnas y alumnos que den posibles explicaciones de por qué hasta ahora no hemos tenido noticias creíbles de visitantes alienígenas . Voy a pasar por alto cualquier mención a los supuestos avistamientos de ovnis, pues en esta cuestión abundan de tal modo las observaciones erróneas que, para analizarlas, habría que escribir otro libro como el sugerente 'El mundo y sus demonios', de Carl Sagan , una de mis lecturas favoritas. Entre otras muchas cuestiones perspicaces, Sagan pregunta por qué unas especies alienígenas que nos superan apabullantemente en tecnología hasta el punto de que pueden viajar de una estrella a otra iban a tener que secuestrar a una persona para examinarla. Incluso una especie comparativamente menos avanzada, como la nuestra, ha desarrollado la tecnología necesaria para tomar muestras de ADN del pelo o de la saliva. ¿No sería mucho más efectivo tomar muestras de personas desprevenidas, para su estudio, que teletransportar a esas personas, una a una, a las naves espaciales? Para que conste, la mayoría de las teorías de mi alumnado incluyen desde situaciones apocalípticas —las civilizaciones alienígenas se han autodestruido antes de poder encontrar otros mundos habitados— hasta la hipótesis del vacío infinito: no hemos visto ninguna civilización extraterrestre porque somos la única que ha existido en el universo . Este misterio de los alienígenas ausentes no es nuevo. Enrico Fermi, el físico italiano ganador de un Premio Nobel, hizo una famosa pregunta, «¿Dónde están los demás?», durante una conversación sobre la posibilidad de vida extraterrestre en 1950. Si las civilizaciones tecnológicas fueran comunes en el universo, es muy posible que alguna de ellas ya se hubiera desarrollado lo suficiente para visitarnos o al menos para comunicarse con nosotros. Este misterio se conoce como la ' paradoja de Fermi' : la discrepancia entre la falta de pruebas de vida extraterrestre y las muchas probabilidades de que exista. Aquella conversación la ensombrecía el hecho de que los científicos estaban empezando a desarrollar armas nucleares que podían acabar de un plumazo con nuestra propia civilización. ¿Cuántas civilizaciones inteligentes podría haber en la inmensidad del universo? Una forma de abordar esta cuestión la propuso el astrónomo estadounidense Frank Drake , pionero en la búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI, por sus siglas en inglés), quien en la década de 1960 desarrolló un proceso sistemático para evaluar las posibilidades del SETI. En su búsqueda de lo que él llamaba «un susurro que no llegamos a oír del todo bien», Drake combinó una serie de factores en un marco que se conoce como 'ecuación de Drake'. Los siete factores interrelacionados comenzaban con una serie de estimaciones bien delimitadas sobre el ritmo de formación de estrellas, diversas conjeturas sobre la probabilidad de que haya planetas girando a su alrededor y la fracción de estos con capacidad para albergar vida, antes de pasar a una serie de descabelladas especulaciones sobre la probabilidad de que la vida realmente evolucione, la proporción de formas de vida que podrían desarrollar inteligencia y el porcentaje aún menor de las que serían capaces de establecer una comunicación interestelar. El último factor de la ecuación de Drake plantea una cuestión que refleja un entusiasmo sin límites, o bien un tremendo pesimismo sobre nuestras posibilidades de comunicarnos con una civilización alienígena: ¿cuánto tiempo pueden sobrevivir las civilizaciones tecnológicas? La inmensidad del espacio solo en ocasiones está salpicada de estrellas, pues las distancias que las separan son enormes. Para mí, es mucho más fácil representarlas si las reduzco en la imaginación a la escala de los objetos de la vida cotidiana. Reduzcamos nuestro sistema solar —desde el Sol hasta el planeta más alejado de él, que es Neptuno— al tamaño de una galleta con un diámetro de unos cinco centímetros. ¿A qué distancia estaría la estrella más próxima al Sol? ¿A dos galletas de distancia? ¿A cinco? ¿A cien? Está muchísimo más lejos: a casi nueve mil galletas de distancia. O, en la misma escala galletil, a unos cuatro campos de fútbol de distancia. Para calcular las distancias interestelares en el cosmos, hacen falta unidades mucho más grandes que las millas o los kilómetros, o las galletas. Si usamos el año luz como referencia cósmica, nos resultará más fácil comprender esas longitudes inimaginables. La luz viaja a una velocidad increíble: unos trescientos mil kilómetros por segundo, lo que equivale a unos nueve billones de kilómetros por año. La luz tarda solo un segundo en llegar de la Tierra a la Luna (trescientos ochenta mil kilómetros) y solo ocho minutos en recorrer la distancia que
Supongamos por un momento que el universo rebosa de vida. En ese caso, la pregunta más lógica sería: ¿dónde está el resto de habitantes del universo? En mi curso de introducción a la astronomía —'Desde los agujeros negros hasta los mundos por descubrir'—, les pido a mis alumnas y alumnos que den posibles explicaciones de por qué hasta ahora no hemos tenido noticias creíbles de visitantes alienígenas . Voy a pasar por alto cualquier mención a los supuestos avistamientos de ovnis, pues en esta cuestión abundan de tal modo las observaciones erróneas que, para analizarlas, habría que escribir otro libro como el sugerente 'El mundo y sus demonios', de Carl Sagan , una de mis lecturas favoritas. Entre otras muchas cuestiones perspicaces, Sagan pregunta por qué unas especies alienígenas que nos superan apabullantemente en tecnología hasta el punto de que pueden viajar de una estrella a otra iban a tener que secuestrar a una persona para examinarla. Incluso una especie comparativamente menos avanzada, como la nuestra, ha desarrollado la tecnología necesaria para tomar muestras de ADN del pelo o de la saliva. ¿No sería mucho más efectivo tomar muestras de personas desprevenidas, para su estudio, que teletransportar a esas personas, una a una, a las naves espaciales? Para que conste, la mayoría de las teorías de mi alumnado incluyen desde situaciones apocalípticas —las civilizaciones alienígenas se han autodestruido antes de poder encontrar otros mundos habitados— hasta la hipótesis del vacío infinito: no hemos visto ninguna civilización extraterrestre porque somos la única que ha existido en el universo . Este misterio de los alienígenas ausentes no es nuevo. Enrico Fermi, el físico italiano ganador de un Premio Nobel, hizo una famosa pregunta, «¿Dónde están los demás?», durante una conversación sobre la posibilidad de vida extraterrestre en 1950. Si las civilizaciones tecnológicas fueran comunes en el universo, es muy posible que alguna de ellas ya se hubiera desarrollado lo suficiente para visitarnos o al menos para comunicarse con nosotros. Este misterio se conoce como la ' paradoja de Fermi' : la discrepancia entre la falta de pruebas de vida extraterrestre y las muchas probabilidades de que exista. Aquella conversación la ensombrecía el hecho de que los científicos estaban empezando a desarrollar armas nucleares que podían acabar de un plumazo con nuestra propia civilización. ¿Cuántas civilizaciones inteligentes podría haber en la inmensidad del universo? Una forma de abordar esta cuestión la propuso el astrónomo estadounidense Frank Drake , pionero en la búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI, por sus siglas en inglés), quien en la década de 1960 desarrolló un proceso sistemático para evaluar las posibilidades del SETI. En su búsqueda de lo que él llamaba «un susurro que no llegamos a oír del todo bien», Drake combinó una serie de factores en un marco que se conoce como 'ecuación de Drake'. Los siete factores interrelacionados comenzaban con una serie de estimaciones bien delimitadas sobre el ritmo de formación de estrellas, diversas conjeturas sobre la probabilidad de que haya planetas girando a su alrededor y la fracción de estos con capacidad para albergar vida, antes de pasar a una serie de descabelladas especulaciones sobre la probabilidad de que la vida realmente evolucione, la proporción de formas de vida que podrían desarrollar inteligencia y el porcentaje aún menor de las que serían capaces de establecer una comunicación interestelar. El último factor de la ecuación de Drake plantea una cuestión que refleja un entusiasmo sin límites, o bien un tremendo pesimismo sobre nuestras posibilidades de comunicarnos con una civilización alienígena: ¿cuánto tiempo pueden sobrevivir las civilizaciones tecnológicas? La inmensidad del espacio solo en ocasiones está salpicada de estrellas, pues las distancias que las separan son enormes. Para mí, es mucho más fácil representarlas si las reduzco en la imaginación a la escala de los objetos de la vida cotidiana. Reduzcamos nuestro sistema solar —desde el Sol hasta el planeta más alejado de él, que es Neptuno— al tamaño de una galleta con un diámetro de unos cinco centímetros. ¿A qué distancia estaría la estrella más próxima al Sol? ¿A dos galletas de distancia? ¿A cinco? ¿A cien? Está muchísimo más lejos: a casi nueve mil galletas de distancia. O, en la misma escala galletil, a unos cuatro campos de fútbol de distancia. Para calcular las distancias interestelares en el cosmos, hacen falta unidades mucho más grandes que las millas o los kilómetros, o las galletas. Si usamos el año luz como referencia cósmica, nos resultará más fácil comprender esas longitudes inimaginables. La luz viaja a una velocidad increíble: unos trescientos mil kilómetros por segundo, lo que equivale a unos nueve billones de kilómetros por año. La luz tarda solo un segundo en llegar de la Tierra a la Luna (trescientos ochenta mil kilómetros) y solo ocho minutos en recorrer la distancia que separa la Tierra del Sol. En esos ocho minutos, la luz recorre una distancia cósmica relativamente pequeña: ciento cincuenta millones de kilómetros. La estrella más próxima a nuestro Sol es Próxima Centauri , situada a la enorme distancia de cuarenta billones de kilómetros. Incluso la luz tarda unos cuatro años en recorrer esa larguísima distancia. Por lo tanto, además de reflejar la distancia, la escala del año luz nos indica también cuánto tarda esta en hacer el viaje. Los seres humanos estamos empezando a aventurarnos a viajar por nuestro sistema solar, pero esas distancias son muy pequeñas en comparación con la que hay entre las estrellas. Nuestra galaxia tiene un diámetro de unos cien mil años luz. Si una civilización contara con los medios para viajar a incluso el 10 % de la velocidad de la luz, entonces tardaría, en principio, aproximadamente un millón de años en atravesar la galaxia. En principio, casi todo el viaje transcurriría a través del espacio vacío: incluso un viaje entre nuestro Sol y la estrella más cercana tendría una duración de varias décadas. La mayor parte del recorrido sería aburridísimo, porque las distancias que hay entre las estrellas son descomunales. Y desplazarse a esa velocidad de vértigo sería extremadamente peligroso, pues chocar tan deprisa incluso con una diminuta partícula de material interestelar podría provocar un desastre para la nave y todos los que viajan en ella. Un millón de años es mucho tiempo si lo comparamos con lo que vive una persona, o incluso con la evolución de la humanidad, pero algunas estrellas y sus planetas son mucho más antiguos que los nuestros. Si hay civilizaciones más antiguas, nuestra galaxia podría contener ya sus asentamientos, los vestigios o las señales que indicasen la existencia de una tecnología avanzada. Pero todavía no hemos encontrado nada de eso (tampoco nos hemos alejado mucho de la Tierra). Así pues, como parece pensar mi alumnado, puede que los alienígenas no nos visiten a causa de las enormes distancias que hay que recorrer entre mundos habitables. Dejemos la realidad e inspirémonos en las soluciones que propone la ciencia ficción. Si bien a mí personalmente me encanta la idea de viajar a una velocidad superior a la de la luz, como la nave Enterprise en la saga 'Star Trek', la velocidad supralumínica es probablemente imposible de alcanzar, incluso en el futuro, pues nuestro universo se rige por las leyes de la física. Basándonos en nuestros conocimientos actuales, la velocidad de la luz es una barrera que no podemos rebasar. En el impresionante panorama visual que imaginó Luc Besson para la película 'Valerian y la ciudad de los mil planetas' (2017), gracias a complejas pero no imposibles maravillas de la tecnología, enormes estaciones espaciales recorren el cosmos mientras los pasajeros contemplan los prodigios del universo. La ficticia nave espacial contiene una vasta metrópoli en la que conviven especies procedentes de muchísimos mundos alienígenas. De momento, la posibilidad de atravesar la galaxia no está a nuestro alcance. Pero a lo mejor los alienígenas podrían llegar hasta nosotros de otra manera. El hecho de que la luz viaje a una velocidad asombrosa significa que los mensajes codificados en señales de radio pueden viajar muy deprisa. A menudo, la palabra luz se usa solo para describir la estrecha gama de radiaciones electromagnéticas que nuestros ojos se han acostumbrado a ver. Imagina que tienes un prisma entre las manos, un pedazo de cristal, y haces pasar a través de él un haz de luz solar. Entonces aparece una cascada de colores que van desde el rojo oscuro hasta el violeta brillante: el espectro de la luz visible. Sin embargo, lo que ves no es más que una ínfima parte de la gama completa de radiación electromagnética que se extiende mucho más allá de la vista humana, hasta el infrarrojo y el ultravioleta, las ondas de radio y los rayos gamma, que constituyen notas diferentes en esta gran composición cósmica de la luz. Una manera de encontrar civilizaciones avanzadas y capaces de comunicarse consistiría en captar las señales de radio que vienen en dirección a nosotros y que no se producen de forma natural. Aunque los objetos astronómicos, como las galaxias, también generan señales de radio, los científicos buscan señales singulares, tal vez una especie de saludo cósmico. Pero esos saludos interestelares se dispersarían por la inmensidad del espacio. Cada vez que se duplica por dos la distancia, la fuerza de la señal se reduce a una cuarta parte del volumen anterior, por lo que, a cierta distancia, hasta el grito más alto se convierte en un susurro imperceptible, y eso en el caso de que haya alguien escuchando. Los astrónomos, aunque están buscando esas señales de radio, todavía no han encontrado ninguna. ¿Significa eso que no hay realmente en el cosmos ninguna forma de vida distinta de la nuestra?
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